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Opinión Pura espuma

Insultar a un periodista

Juan José Becerra Pura espuma rojo

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La dulce despedida de Joe Biden a Peter Doocy, periodista de Fox “Fake” News luego de una conferencia sobre economía y consumidores, pegó en el corazón susceptible de la autopercibida prensa libre. Un presidente insultando a un transmisor de verdades santas. ¿Por qué no? Podría imponerse una moda que acabe, justamente, con la susceptibilidad, es decir con la seriedad artificial que divide el paraíso de las buenas palabras del infierno de las malas.

Biden vio que el corresponsal le dejaba al partir un chasqui boom de ironía acerca de la inflación, y deslizó esporas de fastidio más que de poder sobre el micrófono abierto: “Estúpido, hijo de puta”, mientras su rostro subtitulaba en argentino: “Ay, qué pelotudo que sos”.

También tuvimos lo nuestro. Javier Milei le dijo “sorete” a Horacio Rodríguez Larreta, para que viéramos el choque entre la Escuela de Argumentación Desquiciada (sólo le falta argumentar a los tiros) del primero y la falta de respuesta inspirada en la legendaria subejecución de lenguaje del segundo. Felipe Solá le dijo a un turista que lo interceptó en Costa Rica: “Andate a la puta que te parió”. El diputado Miguel Bazze le dijo “pedazo de pelotudo” a Sergio Massa. A Fernando Iglesias le gritaron en agosto del año pasado “gorila hijo de puta” en la calle, sin que esté claro cuál fue el móvil de ese atentado gravísimo que afecta los cimientos, el contrapiso, el parqué y la loza de las instituciones. Han pasado cinco meses y el hecho sigue impune.   

Muy atrás quedaron refinamientos como el del dirigente demócrata cristiano, Augusto Conte, llamando con reminiscencias quevedianas “bazofia golpista” a Alvaro Alsogaray en los años ‘80 del siglo pasado. Cuanto más barroco el estoque, menos insultante. ¿Para qué darle vueltas a la retórica, existiendo un grupo de palabra en las que está todo dicho? 

El insulto es una palabra “mala” orientada, y es en ese uso que aún sigue teniendo su viejo efecto de arma que ya es hora de desmantelar. Pero sus chances de daños, irritaciones y tráfico de cartas documento están afuera de la “mala” palabra, caballo desbocado al que le hace falta un jinete calculador y preciso. No hay insulto de palabra mala sin la participación excluyente del pronombre personal y el determinante posesivo. 

Doy un ejemplo. Tenemos a un hombre que va a clavar un clavo a una pared. A su lado, un colaborador que, en tanto tal, mira sin hacer nada. Gran tensión en el ambiente, que podría cortarse con una motosierra (el tema oculto de esta nota es la mención de herramientas manuales). Un movimiento falso del hombre, quizás un pensamiento, desvía unos milímetros el martillo que viaja rumbo a la cabeza del clavo. Que viajaba, porque el desvío forzó un itinerario alternativo y lo que el hombre se martilla es un dedo pulgar, donde confluyen racimos de terminales nerviosas. ¿Comprenden el dolor, verdad? ¿Comprenden el sapucai del martillero, sus lagrimones del tamaño de lámparas, los ojos girando como platos de hipnosis? ¿Ah, sí? Entonces, ¿se puede saber por qué se ríen? 

Ahora, ¿qué ocurre con este pelot…, este hombre? Recibe de su memoria un kit de palabras, digamos un “concha” y un “madre”, que juntas no son bien vistas por la época y, no obstante, son de las primeras en aparecer cuando despunta el expresionismo sin control. Faltan precisiones. Podría decir: “La concha de mi madre”, entonces no habría insulto siendo que el destinatario es también el emisor (la madre está en la casa, así que no se entera). O podría variar: “La concha de tu madre”, que el ayudante podría tomar a mal, salvo que al bajar del dolor el martillero le diga que estaba insultando al martillo. Y hasta podría gritar: “La concha de su madre”, y aludir de nuevo al martillo o a su jefe o a Dios.

La cuestión del determinante posesivo no es otra cosa que una cuestión de distancia, lo que establece un breve menú de relaciones insultantes: con uno mismo, con el que está al lado aun por accidente, con el que no está. Pero sin ese anclaje, las palabras “malas” flotarían solas, inocuas, de alguna manera santificadas por cualquier tipo de uso.

Otro ejemplo, para ilustrar un insulto “pasivo”, porque no solo de agresividad vive la palabra “mala”. Hace un tiempo almorzaban una mujer y un hombre. Hablaban de amor. Yo, escuchaba. De repente, hablaron de sexo y de animales. De lo que los animales son capaces de hacer con los humanos, y -ni hablar- de qué no hacen estos con sus mascotas. Entonces, la mujer dijo: “Si vos te ponés en cuatro patas, el perro te coge”. La seriedad de conferencista con que lo dijo me perturbó. Pero estaba claro que ese “si vos te ponés” no era destinado al hombre sino a ella misma. Significaba: “Si yo me pongo”. Por lo que a las distancias de los pronombres hay que agregarles el matiz de sus sentidos figurados. 

Unos párrafos más arriba quise traer a colación “El arte de injuriar”, de Borges, el escritor argentino adicto al insulto a tres bandas y las palabras “malas” (con un principio de compulsión a pronunciar la palabra “pija”) que brilla en el diario de Bioy Casares. Me distraje en el camino. La puta que lo parió. ¿Pero de qué vale recordar por enésima vez la escena que cuenta De Quincey del hombre que le arroja una copa de vino al rival, y este le contesta: “Esto, señor, es una digresión; espero su argumento”? 

¿Podría volver a existir un mundo de insultos de raíz literaria, que comprometan armamento verbal de funciones probadas como la sátira, la ironía, el oprobio, la burla, la injuria, la inversión de términos, todo más o menos encaminado a emular ese “buen malhumor” que Borges veía en Paul Groussac, cuyos insultos eran crímenes perfectos? La respuesta es no. 

No es un drama. En el fondo, el insulto directo, como las delicadezas retóricas que intervienen en las discusiones persiguen como buscadores de oro una sola cosa: tener la última palabra. Que el Censo 2022 que se avecina tenga en cuenta, por favor, cuántas discusiones concluyen con el insulto de uno de sus protagonistas. El insulto tiene facultades de corte. Busca la ruptura, y aunque se esconda detrás de las efusiones que derriten el lenguaje de quien lo pronuncia, nunca deja de apoyarse en la objeción moral, o sea en la reacción. 

Mirémosle el lado civilizado: un insulto no es un golpe, aunque ¿quién no ha visto a uno y otro aliarse en las refriegas? Esa combinación, la del lenguaje y el acto juntos, sigue siendo un misterio. ¿Cómo es posible reaccionar por una palabra? ¿Qué verdad particular podría tener la generalidad de un cliché? ¿O es que acaso “hijo de puta” o “la concha de tu madre” o “pelotudo” significan algo?

Pasan los siglos como flechas, y el lenguaje sigue siendo un instrumento mítico. Por las mismas razones equivocadas por las que el mundo existe si alguien cuenta su cuento, se cree en las palabras tanto o más que en los actos. Como si fuese posible hablar en serio, “el lenguaje tendría ese poder de provocar artificios que tiene unos efectos que se hacen pasar por esencias”. La cita es del inolvidable Germán García.

¿Por qué no se podría insultar a un periodista? ¿Qué daño podría producirle un artificio no esencial, es decir unas salvas, un fogueo? Por lo pronto, voy a aprovechar este postulado para extenderlo al mundo del arte izando las banderas del intratable Paul Groussac. 

No sé si vieron Titane, la película de Julia Ducornau que ganó el último Festival de Cannes. Una verdadera poronga. Una streaper tiene un hijo con un auto (un Cadillac saltarín de estilo Low Rider), cambia de identidad reventándose la nariz contra un lavabo, se enreda con un padre falso, trabaja de bombero voluntario y (luego de tres cuadros musicales insufribles) termina teniendo su bebé, previa pérdida de aceite 10W 40. ¿Nace un Fitito, un Up!, un Smart? No. Nace un niño con incrustaciones de metal, quizás con bielas y guardabarros (lo veremos en Titane 2), que llega al mundo llorando cuando hubiésemos jurado que lo haría tocando bocina. ¿Querían verla? Perdón. Insúltenme, si quieren.    

JJB

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