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Opinión

Todas las izquierdas la izquierda

Movilización de las agrupaciones de izquierda.

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En el último episodio del podcast de conversación política que comparten María Esperanza Casullo y Andrés Malamud (“Ágora”) abordan la cuestión de ¿Por qué no crece más la izquierda en Argentina? Repasan algunos momentos históricos, comparan el escenario nacional con otros países del subcontinente y plantean algunas hipótesis. A partir de su intercambio, me surgieron algunas reflexiones para aportar al debate o al intento de responder a un interrogante que interpela.

Todavía corresponde esperar el resultado de las primarias de septiembre y de las generales de noviembre para validar la pertinencia de la pregunta. En un escenario donde reina la incertidumbre, pandemia de por medio, sería apresurado dar por cierto lo que auguran las encuestas que vienen de protagonizar un pobre papel en los últimos actos eleccionarios y demostrando que son bastante menos que su reputación.

Partiendo de esto, en términos más generales e históricos, es cierto lo que afirman sobre el péndulo del peronismo, un partido que mantiene una centralidad en la política argentina. La “versatilidad” del movimiento (para decirlo en términos diplomáticos) plantea un problema cuando gira hacia la centroizquierda y obtura relativamente las perspectivas de la izquierda porque ocupa un espacio político y toma banderas tradicionalmente identificadas con esa corriente o cercanas a ellas. Sucedió así con el kirchnerismo histórico que debió gobernar bajo la impronta del 2001 y con la obligación de dialogar a su manera con ese acontecimiento; sucede menos hoy con la coalición que encabeza Alberto Fernández que tiende a girar sobre sí misma. Dentro de una orientación que fue de ajuste (por el recorte del gasto público o por el siga siga de los mecanismos “automáticos” de la economía como la inflación) padece un empate interno que lo conduce a esa especie de “gobierno con VAR” (como graficó Martín Rodríguez) donde, en general, se anula la jugada. Esto sin contar los errores no forzados. Queda ubicado en el “extremo centro” un poco por opción y otro poco por relación de fuerzas.

Malamud pone en duda este factor (los giros del peronismo) y recuerda que en los años noventa y de la mano del inefable Carlos Menem, el peronismo viró hacia la derecha y sin embargo la izquierda política tampoco dio un salto cualitativo. La reflexión se relativiza si tenemos en cuenta que en el mundo había caído el Muro de Berlín y reinaba el neoliberalismo que habían impuesto a golpes de derrotas tanto Ronald Reagan como Margaret Thatcher. Hubiese sido por lo menos extraño que —en ese contexto— emergiera una izquierda política potente en la Argentina solo porque el peronismo había girado a la derecha. Si la famosa “crisis del marxismo” fue pronosticada permanentemente casi desde su nacimiento, ese momento fue verdaderamente crítico, no solo para la perspectiva socialista, sino también para el movimiento obrero. 

La tesis de la “falta de renovación” que se plantea en el intercambio tampoco parece fundamentada del todo cuando las figuras principales del Frente de Izquierda y de los Trabajadores que nuclea a mayoría de ese espacio (Nicolás del Caño y Myriam Bregman) son emergentes relativamente recientes en el escena argentina (si comparamos con el personal político estable de las demás coaliciones). También es dudosa (aunque puede tener aspectos de verdad) la hipótesis sobre la carencia de presencia público-mediática, por la participación general en la conversación pública, la mediación de las redes sociales y la creación de medios propios que hacen su aporte para equilibrar esa insuficiencia. 

El factor que, desde mi punto de vista, es el más importante y que está ausente en el análisis para pensar las potencialidades de una izquierda radical o clasista es la conflictividad o, planteado en términos más clásicos, la lucha de clases. Con las particularidades que le son propias a cada país y a cada momento histórico, ese factor concentra la gran diferencia del presente con el 2001 argentino, con el proceso chileno o hasta con la experiencia que sacudió a Perú.

Si nos remontamos al 2001 (en diciembre se cumplen veinte años), unos meses antes, en octubre tuvieron lugar unas elecciones únicas: la abstención electoral alcanzó un sorprendente 26,6 % en aquellos comicios y el mayor impacto fue producido por la combinación de votos blancos y nulos que alcanzó la friolera del 21,1 % del padrón total. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (que luego se convertiría en centro de gravedad de la rebelión), las distintas variantes de izquierda más o menos radical en su conjunto llegaron a obtener alrededor del 27 % de los sufragios. Fue la obertura de una ópera que más temprano que tarde bramaría en las calles. Pero, es imposible explicar este fenómeno político sin la extendida convulsión social previa: se puede rastrear una precuela en el temprano Santiagazo del año 1993, pero si no se quiere ir tan lejos se puede afirmar que los conflictos que tuvieron lugar durante los años 2000 y 2001 profundizaron tendencias observadas por lo menos desde mediados de la década del noventa. El piquete recuperado de las viejas tradiciones del movimiento obrero en las puebladas neuquinas de Cutral Có y Plaza Huincul en 1996, Mosconi y Tartagal en Salta un año después y Corrientes en 1999. En ese mismo periodo tuvieron lugar siete paros generales protagonizados por todas las centrales sindicales en las que estaba dividido el llamado “movimiento obrero organizado”, cifra que pasa al doble si se cuentan los que fueron impulsados por el llamado “sindicalismo disidente” que encabezaba Hugo Moyano (Movimiento de Trabajadores Argentinos – MTA) y los referentes de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA). En el lustro que transcurrió desde el ocaso del menemismo hasta el desmoronamiento de la efímera experiencia de la Alianza, también se produjeron manifestaciones que comenzaban a mostrar la impronta de un “espíritu de época”. Y una semana antes de las jornadas tuvo lugar un paro general al que las dirigencias sindicales no le dieron continuidad (más allá del programa pro-devaluación que más o menos abiertamente planteaban) para evitar que confluya con el estallido que se estaba gestando en la Argentina profunda. 

El momento actual es muy diferente: desde las jornadas con tendencias revueltistas de diciembre de 2017 contra la reforma previsional macrista, todo un régimen político y las organizaciones del “estado ampliado” trabajaron con un relativo éxito para “pasivizar” a la sociedad, anestesiar la rebeldía. Para que el palacio se imponga sobre la calle, para construir una arquitectura política cuyo principal desafío fuera mantener la paz social. Primero con la aspiración de cambiar las cosas solo por la vía electoral, después con el uso del escenario de la pandemia. Si Néstor Kirchner (emulando a Perón con el 17 de octubre) trabajó para evitar un nuevo 2001, el peronismo unificado militó para obturar el desarrollo de lo que diciembre de 2017 contenía embrionariamente en su seno. Partido del orden y partido de la contención, no importa cuando leas esto. La sombra terrible de Guernica desentonó en la precaria melodía de esta orquesta, por eso recibió como respuesta primero la zanahoria de Andrés Larroque que preparó el terreno para el garrote de Sergio Berni. Orden sin progresismo.

Paradójicamente, tuvieron éxito relativo en la tarea que más favorece a las derechas: la producción de una quietud, el impulso a la desmovilización inédita para el promedio histórico argentino. Porque los Javier Milei son —en parte— una consecuencia de esa situación: el producto del desencanto y la impotencia, y no la expresión de una rebeldía positiva por ahora relativamente contenida. Con más razones cuando ante la debacle general, el Gobierno se postuló no como un solucionador de problemas, sino como un acompañante terapéutico.

Todos estos factores explicativos no eximen de responsabilidades a la izquierda ni la relevan del desafío de crecer y conquistar mayor gravitación en la vida política nacional, pero ponen sus perspectivas en contexto. 

Si se podrá mantener ese precario equilibrio en un país históricamente contencioso que tiene a la mitad de la población expulsada del mapa y todos los indicadores sociales estallados, es una cuestión que tendrá un episodio en las elecciones para el “recuento globular de fuerzas” pero, como todos los grandes acontecimientos de este país, tendrá sus momentos decisivos cuando hable la voz de la calle. En ese terreno para la izquierda, parafraseando a Antonio Gramsci cuando ironizaba contra el fatalismo positivista, lo único que se puede prever “científicamente” es la lucha.

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