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Opinión - Perdón que interrumpa

Un jefe de gabinete para el desierto albertista

Martin Rodríguez rojo Perdón que interrumpa

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Casi nada tan “hijo de la democracia” como la jefatura de gabinete. Revisás los nombres propios y se arma el mapa, el lado b del poder político. El “cargo” nació en las aspiraciones sublimes de la Constitución de 1994, el super bowl de una clase política nacida en 1983. Y nació con ese perfume: “hagamos el Estado de vuelta”. Los archivos de esa Constituyente dejan ver el cantón criollo: Alfonsín, Alasino, Chacho, Graciela, Cristina, incluso Rico. Nunca tan democrática la democracia: estaban todos. 

Esa nueva Constitución parió al Jefe de Gabinete de Ministros. Un cargo solemne que devino en una figura recurrente: es el ministro que todos aman odiar. La experiencia dice que –en principio– funcionan como el “permitido” de la crítica interna, la infracción sin sanción, el fusible. El jefe sin votos. Un vaso de agua y una crítica a un jefe de gabinete no se le niegan a nadie. El año pasado hubo una reunión virtual de ex JGM por los 25 años de la reforma. Sergio Massa, en un video grabado, dijo su verdad: “Termina siendo el ministro de las malas noticias. Cada ministro cuando tiene una buena noticia va al presidente y cuando tiene una mala noticia va al jefe de gabinete”. Pispiemos “estadísticas”.

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Un panorama sobre los vínculos entre el Poder Ejecutivo y la Política por Catalina De Elia

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Dos (Jorge Capitanich y Aníbal Fernández) fueron dos veces jefe de gabinete; un jefe de gabinete llegó a presidente (Alberto Fernández); Kirchner y Macri tuvieron todo su mandato al mismo jefe de gabinete (¿confiaban demasiado en demasiadas pocas personas?); Cristina tuvo tres en cada mandato (no confiaba mucho en nadie o en cada “salida” procesó las derrotas: a cada sopapo, un jefe de gabinete afuera); hubo dos jefes de gabinete que fueron gobernadores (Capitanich y Manzur); intendentes bonaerenses hubo uno solo (Sergio Massa); y, esto es demasiado formal: un abuelo y un nieto se calzaron el mismo traje, al menos por un día. Los Cafiero. Antonio y Santiago. Un joven peronista de Quilmes, voraz lector de Historia reciente, ensaya una clasificación sobre estos “jefes”: a los más teóricos (Terragno, Abal Medina o Peña) les fue peor que a los más prácticos (Rodríguez, Alberto, Aníbal). 

“Critican a Marcos porque me critican a mí”

Criticar al presidente indirectamente funciona como una teoría del cerco móvil. Se lo dijo Macri a Juana Viale: “Critican a Marcos Peña porque me critican a mí”. Se decía en esos cuatro años lo que se decía desde antes en el círculo amarillo: Marcos es el traductor de Macri. Le traducía el mundo a él, le traducía él al mundo. Larreta define su mediación: “Marcos pagó un costo altísimo, incluso personal”. Educar a la bestia blanca. A los jefes de gabinete Alfonsín los pensó de paragolpes para soltar lastre y que el presidente pueda seguir. Veamos. 

Eduardo Bauzá fue el primero que estrenó el traje en 1995. Un político sobrio, que acarreaba muchas de las virtudes que se le adjudican a la política mendocina: conversadores, buscadores de puntos en común. Convivía con dos pesos pesados: Cavallo (que disputaba la paternidad del modelo) y Corach (que armaba la agenda cuando salía de su casa en Barrio Parque a primera hora). El día que renunció Bauzá, el 5 de junio de 1996, el expresidente Alfonsín participa del almuerzo con Mirtha Legrand. Aquella tribuna del mediodía de canal 9 (como la noche de jueves de Mariano Grondona) era bastante receptiva de las voces críticas al menemismo. Un mundo tan corrido a la derecha los dejaba en el centro. Por aquella mesa podía pasar Graciela Fernández Meijide, Estela de Carlotto e incluso Hebe de Bonafini (que no comía, en una suerte de ayuno crítico por la situación social). Ese día Alfonsín le dijo a Mirtha que lamentaba la salida de Bauzá. Sonaba real, y también es cierto que Alfonsín fue un experto en llevarse los sentimientos a la cara. Ese día “triste” le distinguió al mendocino virtudes democráticas. Quien asumió después de Bauzá fue Jorge Rodríguez. Muchos pensaban que el cargo tenía los dos candidatos ya nombrados: Corach y Cavallo. El ala política o el ala económica. Menem optó por Rodríguez no sólo para no darle el triunfo a ninguna de las dos alas, sino porque muchos describían a Rodríguez como un “motorcito de gestión”. Que alguien lleve la gestión mientras me dedico a la política, razonaba Menem, ya pato rengo, y con un golpe en el alma por la muerte de su hijo.

La Alianza tuvo dos: Rodolfo Terragno el primer año, durante la era chachista, también crítico, y que finalmente renunció en octubre de 2000, acoplado dignamente a la salida del vicepresidente. Las malas lenguas radicales le decían “Te re engaño”, su carácter de librepensador los sacaba de las casillas. El contrato mínimo de la Alianza (si no hay economía, que no haya corrupción) resultaba apenas la apariencia de un antimenemismo de guante blanco que pretendía cumplir apenas un mandato paradójico: sostener la convertibilidad a como dé lugar. Tan así que fantaseó con Cavallo como jefe de gabinete, y finalmente terminó ministro de Economía. Pero, ni economía, ni transparencia, y después de Terrragno llegó Chrystian Colombo, un vikingo para el peor gobierno democrático, que se quedó aguantando los trapos con una dignidad que De la Rúa no merecía. 

2001 y la saga de la caída con sus detalles. Humberto Schiavoni, hombre del MID, asumió en la noche efímera de Ramón Puerta. Puerta estaba en San Luis, en la inauguración del aeropuerto a la que Adolfo había invitado a los demás gobernadores. Y pretendía que Colombo siguiera un tiempo en el cargo. A los pocos días asume Rodríguez Saá y espera nombrar a Jorge Obeid, quien es “vetado” por Lole Reutemann y no llega a asumir (Luis Lusquiños, fugaz secretario general de la presidencia, cumple el “rol” vacante esos días). Un notón acá de Sergio Moreno cuenta de esos nombramientos, de ese “equipo” para un país cuyo deporte criollo era escrachar políticos. Cae el Adolfo y sus siete días perduran en la memoria del peronismo como lo define Guillermo Moreno: “un gran presidente”. Una semana lisérgica. Los breves días de Eduardo Camaño llevan un homenaje en vida: Antonio Cafiero es nombrado jefe de gabinete. Luego llega Duhalde, el país se estabiliza y en su gobierno asumen dos: primero el joven Jorge Capitanich y luego asume Alfredo Atanassof, de quien Mario Wainfeld recuerda un apodo extraordinario: “Satanasof”. Como se decía antes: huelgan las palabras.

Con Kirchner, Alberto Fernández cumplió cuatro años de persistencia en el cargo. Había sido objeto de cuestionamientos. Era el ala “demócrata”, como lo llamaba Luis D’Elía, y a la vez quien más propiciaba la transversalidad. Aunque Alberto funcionaba un poco en tono “reunión de padres” ante cada “transgresión”. Y ya promediando el gobierno encarnaba la oposición interna a Julio De Vido. Tras su renuncia después del conflicto con el campo llega Sergio Massa con cara de venir a animar un velorio. Tan rápido y eléctrico, no tardó en encontrar el límite. Y llegó Aníbal Fernández con su impronta del que crece sobre un decálogo que se podría idear así: yo digo lo que no conviene, voy adonde no me esperan, manejo lo que nadie quiere y abrazo las granadas. Pero Cristina tuvo tres jefes de gabinete por mandato. En 2011, en su segundo, asume Abal Medina mientras se intentaba un trasvasamiento generacional e ideológico en un gobierno que trastabillaba y retornó Aníbal sobre el final del mandato a bancar los trapos. En el peor momento. Marcos Peña, como Alberto con Kirchner, cumple un mandato entero junto a Macri en un cumplimiento pedagógico surrealista: “donde ven a Macri vean a Obama”. A la era Cafiero se la tragó la Pandemia, la crisis y con mucho fuego amigo dio paso a la nueva etapa que abre Manzur y a la que invariablemente los ansiosos ya nombraron y quemaron en su descripción a coro: “volumen político”, “musculatura”. El jefe del gabinete es el guilty pleasure de la politología. “Volumen” y “musculatura” pasaron de jerga politológica a eslogan televisivo, y de eslogan a meme, la muerte de la palabra por otros medios. 

La llegada de Manzur tuvo una celebración que mostró la necesidad peronista de festejar en la política lo que no pudieron festejar en la sociedad. La derrota electoral nos pone barrocos. ¿Quién es Manzur? ¿Qué vino a salvar? ¿Una elección, un gobierno? ¿De dónde viene? Hace un tiempo Facundo Cabral escribió esta historia de café de la política tucumana con un mapa de lealtades y traiciones en el peronismo tucumano que explica de dónde viene Manzur. ¿Y de dónde viene? De la casita del Estado, del jardín de la República, del corazón de las tinieblas. 

El jardín

Cada 24 de septiembre es el día de la Virgen de la Merced, patrona de la Batalla de Tucumán. Ese día Belgrano derrotó a los realistas desobedeciendo las órdenes de repliegue del triunvirato porteño. El viernes 24 Manzur tuiteó: “Los tucumanos celebramos también cada 24 de septiembre, la fiesta de Nuestra Señora de la Merced, patrona de la Arquidiócesis y Virgen Generala del Ejército Argentino. Saludamos a la comunidad católica de la provincia en esta memoria agradecida de la madre del pueblo cristiano”.

Tucumán dio dos presidentes (Nicolás Avellaneda y Julio Argentino Roca) y la voz maciza de Mercedes Sosa. En la provincia de Tucumán, la más pequeña del país, se escribió la definitiva saga del “muchacho pobre del interior” que cruza nuestro siglo XX… la vida de Ramón “Palito” Ortega. La movilidad social argentina contada de a uno. Movilidad del yo como gran tema tucumano. La larga vida de miles que se adaptaron a los vaivenes de cada tiempo es la religión de Palito, el fondo de un pueblo que vive como puede el sol de cada época. El chico lustrador, el vendedor de café, el que llegó en tren a Retiro y quedó mudo, el cantante popular que hizo fácil lo difícil: la fórmula de la canción sencilla. En la película “Yo tengo fe” endulza su propia historia. “Cuánto trabajábamos, de sol a sol, en la quinta, en los naranjales, y yo siempre con la misma obsesión de los trenes, aquellas ganas de irme lejos, lejos”. Palito llegó lejos, incluso su pueblo lo hizo gobernador y nada menos que contra Bussi (a quien también su pueblo haría gobernador). De crónica del niño solo a mandamás. 

El 22 de agosto de 1966, en plena dictadura de Onganía, los ingenios azucareros de la provincia son cerrados casi a la mitad y 50 mil obreros despedidos. Tucumán empieza a arder. Dos años después, varios artistas toman Tucumán como “material” para el nacimiento del “arte político” cuando a la modernidad del Instituto Di Tella se la lleva puesta la llama encendida de la época y rompen “desde adentro”. De la pluma al fusil, el otro cuento del “conceptualismo latinoamericano” del arte. La huelga azucarera de septiembre de 1974 en Tucumán es un hito del movimiento obrero durante el tercer gobierno peronista. 1966, 1968, 1974: los años rojos son los años de Tucumán. 

En Tucumán nació la primera experiencia guerrillera peronista (Los Uturuncos). Y fue también donde se inició la experiencia de guerrilla rural más importante, la compañía de Monte “Ramón Rosa Jiménez” del ERP en los años setenta. Mario Santucho, hijo de Roberto Santucho, publicó Bombo, el reaparecido, la historia de un guerrillero del ERP del monte tucumano cuya leyenda se perdió en los matorrales represivos y cuya última noticia (o fake news) anima su libro: habría reaparecido en el bar de un pueblo. Al revés que el viaje de Isidro Velázquez, el bandolero social del Chaco que el sociólogo Roberto Carri retrató como origen de un tipo de violencia política, “formas prerevolucionarias de la violencia”, por momentos Santucho invierte el trayecto de aquella violencia política a la actual violencia social, del terrorismo de Estado a la violencia narco. Reescribe una impresionante historia de Tucumán, esa provincia en la que Bussi pudo con la “Estrella Roja” del ERP en los años setenta pero no pudo en los noventa contra la mafia de la remisería “5 Estrellas” que gerenciaba la seguridad y el transporte con una organización para-estatal en la ciudad. 

El “Operativo Independencia” fue la represión modelo con sus operativos para la foto, su crueldad quirúrgica y sus noches de Napalm. Los setenta laten en Tucumán. Buenos días, Vietnam. De esa historia también viene una larga imagen que codifica los cambios: la rendición de ese policía caudillo, de sombrero y camisa negra, que sacaba pecho diciendo que había matado montoneros y que hizo de su motín en los noventa un mito. La historia del Malevo Ferreyra. Su final, un 21 de noviembre de 2008, en una torre junto a los tanques de agua de su finca en el departamento de San Andrés fue filmado en vivo por el camarógrafo de Crónica TV. Cumplió su última amenaza. La gendarmería estaba en la puerta con la orden de detención del juez Daniel Bejas en la causa por delitos de lesa humanidad del ex Arsenal “Miguel de Azcuénaga”. El Malevo juraba inocencia, invocaba la obediencia debida de miles de policías que habían acatado las órdenes militares. Entre ruidos de patos, risas de sus hijos más chicos en la pelopincho y acompañado de su hijo más grande, el Malevo protagoniza su última escena subido a la torre, llevando “tres cuchillos de monte y la pistola calibre 45 cromada de cachas blancas, con la que se había escapado en 1993 de Tribunales y que había quedado secuestrada cuando se entregó en Zorro Muerto”, como describe Sibila Camps en su libro El Sheriff, sobre la vida y leyenda del Malevo. Llega el tiro del final. El Malevo se lo pega en vivo. Y su agonía filmada, el cuerpo bajado con sogas de los gendarmes, y el llanto de su familia cuando ya están sus ojos blancos, es el eco de otra agonía: la del viejo páramo del Estado matadero. Tucumán ardió y quedan estas cenizas. Leviatán y monte. Volvamos. 

Juan o “Sopita”

Un joven militante tucumano recuerda hace años a un Manzur callado, voluntarioso y cortés. Cuando los jóvenes militantes iban a hablar con el entonces gobernador José Alperovich eran testigos del trato a Manzur, órdenes breves y naturales: “Juan, cerrá la puerta que estoy con los changos acá”, “Juan, sacanos una foto”. Un che pibe momentos previos a que Alperovich lo eligiera su sucesor. El jardín de la república es un jardín de plantas carnívoras. Manzur siempre tranquilo, “miraba calladito, como un monje, y obedecía con una sonrisa”. Su procesión iba por dentro. 

Manzur nunca quiere que se la cuenten. Juan –para los amigos– suele ufanarse de un tipo de acción en campaña: desprenderse de los asesores y el personal de seguridad para caminar solo algunos barrios pobres porque, dice, “ahí olfateo cómo está la cosa de verdad”. “Sabe bajar al barro porque viene del barro”. “Sopita”, como aún lo llaman sus adversarios para recordarle su origen humilde, cuando iba a tomar sopa a la casa de los demás, pudo en Buenos Aires costearse un máster de medicina gracias al mecenazgo de los hermanos Yedlin, a quienes reconoce como amigos y socios políticos inseparables. Ahora, de golpe, ese tucumano al que le recuerdan su origen religioso como un pecado, su pasado humilde, sus amistades de laboratorio, su cordialidad con el país del norte y “el mundo empresario”, resulta la íntima esperanza de un peronismo golpeado en su orgullo, una carta sacada de un mazo más “pejotista”, no porque pueda revertir en noviembre lo que dejó septiembre, sino, más de fondo, porque quedan dos años de mandato. A una campaña que sobre-miró al Gran Buenos Aires, un jefe de gabinete traído de una provincia del norte. Se subraya en Manzur –campo, Iglesia, empresariado, más orden que progreso– lo que desborda los “lenguajes” del AMBA. La irrupción, después de mucho tiempo, de una figura del interior. Manzur pretende imprimir otra velocidad y reorientar el “gobierno de la pandemia” (el sábado a la mañana lo pasó discutiendo el cepo a la carne). Pero será demasiado pronto para opinar, y, sobre todo, demasiado pronto para las ilusiones que en noviembre pueden ser letra muerta. Un jefe de gabinete para el desierto albertista.

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