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Opinión

¿Cuánto valen mil pesos?: ilusiones y desilusiones democráticas

Billetes de 500 pesos la semana en la que el dolar blue pasó la barrera de los 200.

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¿Hasta qué año circularon los tickets canasta? Esos papelitos rosados por los que las empresas no pagaban impuestos. Eso que pasa de mano en mano. Para producir, para consumir, para vivir. Al final del día cada quién pone sobre la almohada lo que le permite su billetera. No hay tiempo histórico sin dinero que lo organice. Un país son sus relojes y sus monedas. Con el alza del dólar, esta semana algunos hicieron esta cuenta: el billete de 1000 pesos son 5 dólares. Así, sería uno de los que menos vale en dólares entre los de mayor denominación en América Latina. El hornero, uno de los animales autóctonos de la Argentina. ¿Cuánto aguanta? El billete circula desde 2017. En él se tramita la doble cola de la economía argentina: inflación y dólar.

El kirchnerismo no empezó en 2003. Ese año las y los trabajadores todavía cobraban y usaban tickets canasta. Había pasado la crisis, había pasado la devaluación, habían vuelto las urnas. Pero una mujer abría la billetera en un supermercado chino y ahí estaba: ¡el papelito rosa! Los billetes y las cosas. Si un ciclo económico son sus billetes, es una paradoja –sobre todo para el pueblo macrista que lo votó– que el billete de más alta denominación de la historia reciente de la moneda –el peso argentino– haya estado a cargo de un gobierno que nació con la ilusión de que se podía ejecutar un programa económico que estimulara el crecimiento y redujera la inflación.

El hornero –que ni siquiera tiene el “peso” de una imagen a la que amar o putear– pone junto aquello que no está separado en estas semanas que vivimos en carne viva: la inflación, el control de precios, la suba del dólar y la necesidad del acuerdo con el FMI. ¿Cuál es la piedra de toque de los problemas económicos? Cuatro puntas de una misma estrella. La inflación aumenta la cantidad de billetes que se requieren intercambiar para obtener un mismo producto: es una relación, también, entre dinero y tiempo. Pero la inflación se vuelve (más) problemática cuando la capacidad de crecimiento se estanca y los salarios no superan a la inflación –lo que sí pasaba aún en 2011–. El control de precios no acompaña siempre la política inflacionaria. Surge como intervención cuando se descompasa esa relación entre salarios e inflación: Precios cuidados, por ejemplo, comienza a finales de 2013. Y la necesidad de un acuerdo con el Fondo –no cualquier acuerdo, pero un acuerdo– se vincula con la otra variable superpuesta a la inflación que es la de la estabilidad del dólar. ¿Qué es lo que necesitamos del dólar? Que no sea tema. Que alguien –que ni siquiera puede comprar– no esté tan pendiente de cuánto sube.

Las cuatro puntas de esta estrella no son un manual de economía catch all entre ortodoxos y heterodoxos, en el medio tienen lo de siempre: la política. Nuestro ojo estrábico. Toda economía es al mismo tiempo nacional e internacional. Tiene un oído en la Tarjeta Alimentar y otro en la conversación bilateral: una economía nacional es lo que hace con lo que las condiciones internacionales hacen de ella. Toda economía es al mismo tiempo macro y micro. Tiene un oído en la caja del supermercado chino de la esquina y otro en las reservas del Banco Central: una economía nacional es lo que hace en la micro con lo que la macro hace de ella.

Ilusiones y desilusiones democráticas

La lectura de las urnas como “faltó plata en los bolsillos” lleva la ilusión democrática al mínimo. Retrocedamos. A dos meses de los veinte años de la crisis de 2001, la antesala de ese aniversario está cosida en una contradicción. Por un lado, un mandato decembrista cumplido. Argentina nunca más volvió a estallar: transita sus crisis en dosis homeopáticas. Ésa es la herencia que la política escuchó de la sociedad. Con la que se fundó una época. Durante los dos primeros años de Macri, “gradualismo” fue el nombre de tramitar el kirchnerismo que, incluso un gobierno opuesto, tenía que tener adentro para poder ser gobierno. El “no nos dejaron gobernar” de Juntos por el Cambio no sólo está lanzado al peronismo. Está lanzado a esa sociedad argentina post 2001 que tiene los derechos pegados encima.

Pero la otra herencia de 2001 es la parte de la política que no escucha a la sociedad: la política que “tramita” con más política. Esa conflictividad que ya no es social como exceso de conflictividad política. El ciclo organizado por la grieta, primero, y por el reparto entre moderados y extremos, después, está agotado. Eso que aprendió a reciclar sus fuerzas de la fuente de un conflicto. Porque la sociedad está diciendo que sólo con la ilusión democrática de no estallar ya no alcanza.

¿Cuáles fueron las ilusiones democráticas desde 1983? La primera fue la de la democracia misma. Incluso que esa primera victoria no haya sido peronista tenía por delante la ilusión de un orden que pudiera ser más grande que la tensión histórica entre peronistas y antiperonistas que había marcado la segunda mitad del siglo XX. Y que había marcado al peronismo mismo. Como si a todas las Ezeizas se les superpusiera una Viedma, un nuevo lugar, un “hacia el Sur hay un lugar”, una casa con diez pinos, donde edificar la ilusión democrática del “se come, se cura, se educa”. La democracia surge como una ilusión en sí misma, como si a la mesa de Mirtha Legrand o a la cama con Moria pudieran ir todos. Los civiles, los militares, los trotskistas, los peronistas, los radicales. El orden de la democracia es una casa de los espíritus donde todos tenemos una habitación. La modificación del ingreso a la UBA con la fundación del CBC es la imagen de esa democracia: las puertas abiertas de una universidad a la que entrarían todos. Pero a esta ilusión se la lleva puesta justamente la economía. Ésa es la marca de origen desde el 83. Ninguna ilusión democrática se sostiene sin billetes, sin negociar con las condiciones internacionales, sin la confianza en una moneda.

La casa de los espíritus no es el dibujo de la casa de los sueños. La ilusión no es un sueño eterno. Menem es el nombre de la habitación de la casa con la que Alfonsín no pudo lidiar: el mercado. La doble herencia democrática está hecha de ese orden mixto. La sociedad política que va a las marchas de la memoria y la sociedad de consumo que va al supermercado está grabada en la misma roca. Una persona puede tener en el auto un sticker de las Malvinas o de la bandera pero si junta 5000 pesos los ahorra en dólares. Sociedad política y sociedad de consumo.

Hasta 2001, las ilusiones democráticas contenían la gobernabilidad: tenían más cerca la dictadura, todavía pesaban los levantamientos militares y en 2001 el “que se vayan todos”. Como si hasta 2001 la ilusión democrática contuviera la pregunta ¿quién manda? El propio ciclo post 2001 organizó desde la política esta herencia social. El Centro Cultural de la Memoria en la ex ESMA, el Ministerio de Desarrollo Social a cargo de los movimientos sociales y el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad son las tres formas de nombrar la institucionalización de lo instituyente.

Las ilusiones democráticas post 2001 también tuvieron productividad social. Parte de la sociedad procesó las transformaciones económicas, sus precarizaciones y la crisis del trabajo como vía de integración social: inventó trabajo, inventó economía. Acá el billete se resemantiza: no sólo de arriba hacia abajo –el Estado que imprime– sino de abajo hacia arriba –la sociedad como la nueva fábrica–. El billete no solo se da, se crea.

El reloj

Una persona que iba a comprar a un supermercado chino el 26 de mayo del 2003 con tickets canasta no sabía que ya estaba dentro del kirchnerismo. (El final de los tickets canasta en 2007 fue parte de la iniciativa legislativa de Héctor Recalde). Los protagonistas de un tiempo histórico nunca lo saben. La épica nunca es en tiempo presente. Cuando es en tiempo presente, no es épica. La salida de la pandemia –esta semana se anunció que desde el 16 de noviembre, en los eventos masivos se habilitará el 100 por ciento de la capacidad de aforo– trae la pregunta sobre qué tiempo vivimos. Estamos hechos de ilusiones y desilusiones democráticas. Nuestra economía política con los relojes encendidos en el G20; con el mayor resguardo peronista del Papa que es nunca hacer la foto con los dedos en V.

Escribió Idea Vilariño en El reloj: “ Nada dice el violín / nada la flauta / nada las lanzaderas / rumorosas del agua / ni el mar sonando entero / ni el viento ni las ramas. / Tampoco esas porfiadas / patitas sin sosiego / que hace tanto / hace tanto / pisotean el tiempo”. Si está desacoplado el tiempo de la sociedad y el de la política, si vamos a tener otros “locos años veinte” después del aislamiento social, si puede haber en Argentina una Belle Époque sin plata, ¿qué hacer? Un ciclo político que nos resulta, al menos, extraño. Un ¿qué es esto? para la generación que tiene a sus padres en 1983 y a sí misma en el 2001. Esas filiaciones que nacen de sus dos primaveras. El país para el Estado y el país para el mercado. ¿Y ahora? Una primavera de flores negras que alumbra algo que a veces no se entiende adónde giran las cuerdas del reloj, ante ese desacople entre sociedad y política. Fundar un pueblo era fundar la cuadrícula de la plaza, la escuela y el reloj. Nada se funda sin esa cabecera del tic-tac. Una política para el tiempo que no sea solo estirarlo, domar el día el día. Los relojes aprietan. No es cuestión de tiempo ni de poesía: faltan soluciones, políticas y billetes.

FA

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