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Análisis

Lo que nombra el silencio de Cristina

CFK, en un acto en Lomas de Zamora de 2021.

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Hace semanas que se habla del “estratégico” silencio de Cristina tras el acuerdo con el FMI y la renuncia de Máximo. En simultáneo, la prensa sigue de cerca las palabras de Alberto luego del acuerdo, tras su gira por Europa y en sede judicial. La deuda y la justicia son los temas políticos del momento y son también los temas de Cristina, aún en su silencio. Pero no es necesario que Cristina hable mucho, ni que lo haga seguido ni acceder a informantes cercanos para conocer sus posiciones. En la cuenta @CFKArgentina flotan, como un eco, sus últimas dos publicaciones: su discurso en Honduras del 26 de enero (“Los pueblos siempre vuelven”) y su carta “¿Pandemia macrista vs. Pandemia COVID-19” del 18 de enero. Aunque breves y ya lejanas, esas dos intervenciones dejan su estela porque contienen dos de las fórmulas más exitosas, por así decir, del kirchnerismo tardío: pandemia macrista y golpe judicial

“La pandemia del COVID-19 estaría llegando a su fin. (…) en Argentina lo que nunca se va acabar es lo que nos pasó –y nos pasa– por la pandemia macrista, cuando en el año 2018 Macri trajo al FMI de vuelta a la Argentina. (…) Y no es burlarse de la tragedia de la pandemia, al contrario”, dijo Cristina en su carta. Días más tarde, en su clase magistral en Tegucigalpa, Cristina se refirió a la cuestión de la justicia: “ahora ya no es necesario llevar militares a educarlos en Panamá en la Escuela de las Américas, ahora hay que conseguir jueces que, educados y en comisiones, en foros que siempre financian de la misma manera que se financiaban los golpes militares… Se comienzan a financiar los golpes judiciales también en la América Latina, de la misma manera y con los mismos financiadores”. Son ideas –o más bien, figuras de discurso– que anclan en una operación ya clásica: el kirchnerismo siempre fue una máquina creativa, potente, ingeniosa y efectiva de nominación. Se sabe: el que nomina, domina y crea su propia lengua de madera. 

Encuentro puntos en común entre estos dos juegos de palabras, estos giros del lenguaje certeros y efectivos por su poder de síntesis y fijación, que, creo, paralizan la discusión política. Técnicamente se pueden llamar fórmulas, sustantivos con gran poder de etiquetar; retóricamente, tienen algo de la metonimia y del quiasmo, en cuanto cruzan dos universos aparentemente diversos (la pandemia y el macrismo; la dictadura militar y el poder judicial), desplazando rasgos del primero hacia el segundo. Muchas veces pienso por qué estos juegos de palabras, aunque picantes e ingeniosos, me resultan políticamente improductivos, si son términos que encienden la imaginación, que estimulan el pensamiento asociativo, que movilizan el poder metafórico del lenguaje. ¿Con qué razón diría que son expresiones políticamente pobres, si la política es –como aprendimos con Laclau– esencialmente metonímica por su capacidad de articular y desplazar los sentidos?

Es inevitable notar que esas fórmulas aplanan, ponen en pie de igualdad lo inconmensurable y, de ese modo, borran la singularidad y el carácter extraordinario del golpe de estado o de la pandemia. Diría que incluso esta yuxtaposición me parece abusiva. Aunque hubo quienes imaginaron un nombre –infectadura– que, de forma igualmente funambulesca, igualaba la pandemia al autoritarismo, no hay experiencia más singular que el horror de un golpe de estado o la tragedia de una pandemia. Como todo acontecimiento, cada uno de ellos es único, sucede una vez, disloca los horizontes conocidos, pone el tiempo patas para arriba, sacude la experiencia vital, desafía lo conocido. Difícilmente podrían ser reducidos a una acción judicial –por más arbitraria que sea– o a una política económica –por más errónea que nos parezca–. 

La propia Cristina se anticipa a esta crítica cuando dice que no pretende “burlarse de la pandemia”. Yo no soy quién para decir qué hizo más daño, si el macrismo o la pandemia, porque al fin y al cabo la deuda va a durar años y la pandemia con suerte va a pasar, pero ¿quién puede saber qué causa más dolor en el pueblo? Aunque la pandemia y la deuda sean asimilables en cuanto nos afectan a todos, los diferencia el hecho de que el virus no tiene responsables identificables mientras que la deuda sí los tiene. Ese es el riesgo de usar metáforas médicas en el discurso político: diluyen las responsabilidades. Y no solo tiene responsables sino que –nos gusten o no– esos responsables son actores políticos legítimos. En todo caso, creo que lo despolitizador de la idea de pandemia macrista reside precisamente en esa reducción de lo político democrático a un virus sin agente. 

Con la figura de golpe judicial, la homologación entre golpe militar y poder judicial es una banalización flagrante del golpe militar –del último golpe, quiero decir, y el hecho de poder nombrarlo así, definido y en singular, habla de su carácter de acontecimiento–, un golpe que sí tiene responsables. En este caso, la continuidad se establece a nivel de los nombres propios y de las intenciones de los actores: como si los golpes de ayer y hoy fueran “financiados” y ejecutados por las mismas personas (o por sus encarnaciones actuales). Como si hubiera una esencia –a menudo reducida al mero interés económico– que explique el horror. 

Pensé en esto cuando leí el relato que Mariana Pérez hizo de la declaración de Camilo y Bárbara García en el juicio por delitos de lesa humanidad “RIM-6 de Mercedes/ Imprenta PRT-ERP” contra Emilio Morello y Martín Sánchez Zinny por la desaparición de su madre en 1976. Lo que cuenta Mariana es casi indecible. Cuenta las palabras, el pánico, el terror de esos dos niños apuntados con un rifle, solo cubiertos por una sábana, sus estrategias para sobrevivir, sus miedos actuales al ver cara a cara al asesino de su madre. Es un horror singular, irrepetible, único, y nada le hace justicia a ese dolor, ni siquiera la afirmación –por otro lado, necesaria– de que es un dolor nacional porque no, no todos lo vivimos igual. Asimilarlo a un caso o a varios casos judiciales, por más arbitrarios e injustos que puedan resultar, es bastardear ese dolor. Cada tanto hay que volver a leer esas cosas para no olvidar, para recordar, otra vez, lo que fue la dictadura en Argentina. 

Estos discursos dicen algo de un pasado más o menos reciente pero, sobre todo, de nuestro presente democrático: dicen que nuestra democracia está amenazada por una suerte de virus, y que por lo tanto es necesario curarla; dicen que, incrustados en el corazón de la democracia, todavía hay sectores golpistas como los de antaño, y que entonces sería preciso depurarla. Claro que la democracia no es pura ni impoluta, pero ¿desde qué posición podría pretenderse, legítimamente, curarla o depurarla?

SM

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