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Tribuna abierta

El peronismo y la tragedia del empate permanente

Alberto Fernández el día de las elecciones generales.

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Todos ganamos algo, todos perdimos algo. Si se la mira bien, la frase anterior es casi una descripción del ciclo vital. Se crece hacia la madurez, y se crece hacia el declive.

El peronismo ganó la constatación de que la llama sigue viva. No será la llama olímpica o la votiva, pero no hay dudas de que ese sustantivo (“ése” hombre, “esa mujer”, esos hombres y mujeres peronistas), todavía abriga con un modesto calorcito, frente a las fauces de la intemperie que despliega el mundo.

Amado y odiado por igual, hay que decir que el peronismo es mejor amador que odiante, y que quienes lo han enfrentado y lo enfrentan odian mejor de lo que aman. Al menos, a las grandes mayorías populares que el peronismo evoca, invoca y todavía convoca.

Una tibia llamita. Pero esto no debe ser pensado como un tibio consuelo administrado en el bulevar de los sueños rotos. El peronismo no puede ser una vieja maquinaria a la que se le reemplazan las piezas con ingenio o picardía.

Precisamente, en el “por igual” está el dato ominoso. Para el peronismo, porque siempre fue expresión de multitudes, de mayorías, y ahora deberá dividir por dos. Para la(s) oposición(es), porque perpetúa un mal de décadas que sufre la Argentina: el estado de empate, adormecedor, auto-complaciente y haragán. Hace demasiado tiempo que en nuestro país nadie gana del todo y nadie es derrotado del todo. Ése es uno de los modos de ver de nuestro fatídico volver a empezar periódicamente.

Hace demasiado tiempo que la Argentina declina. La expresión “ganar tiempo” tiene un prestigio inestable, que no merece. Si la lectura de los resultados del domingo es que el gobierno “ganó tiempo”, entonces fue derrotado no sólo en lo numérico.

Porque al tiempo se lo gana si se sabe qué hacer con él. Si se sigue haciendo lo mismo esperando que alguna vez funcione porque alguna vez funcionó, se pierde el tiempo, por mucho que se lo haya “ganado”. Como aprendimos hace mucho: no hay buen viento para el navío que no sabe dónde va.

Todos sabemos, en mayor o en menor medida y a cierta altura de la vida, en qué vereda elegimos pararnos. Pero las veredas son para ir o para volver. La tragedia del empate permanente, es que hace demasiado tiempo que estamos yendo y viniendo, sin acertar a quedarnos a tocar la campana o a marchar en la procesión. Y hay un tiempo para haber tocado la campana, y otro para marchar con la procesión.

En Argentina, está visto, hay vuelos de campanas cortos y procesiones fugaces. Cada vez más cortos, cada vez más fugaces. Esta es otra de las razones del tobogán: la carencia de un proyecto mayoritario claramente orientado hacia un punto cardinal, de un manojo de certezas compartidas que nos definan, de un acuerdo de mínimos comunes que nos den identidad, que nos permitan pensar(nos).

¿El oficialismo “ganó tiempo”? ¿La oposición “ganó tiempo”? ¿La Argentina “ganó tiempo”? Los tres términos del polinomio deberíamos entender que, como ésa no es la pregunta, responderla es ocioso. Por lo demás, el “tiempo”, hace rato que dejó de ser lo que era.

Hubo un tiempo, (que ¿fue hermoso?) en el que el tiempo podía usarse para la reflexión creativa, para el conciliábulo, incluso para armar comisiones. Sólo se trataba de encontrar un título lo suficientemente pomposo o atractivo y la nave seguía yendo. Hoy, el mundo pondrá sobre la mesa de las decisiones dirimentes más cosas en los próximos seis meses, de las que puso en la década íntegra del ‘70 al ‘80. Y recién está tomando carrera.

Los estadistas tradicionales han cambiado la flema por la ciclotimia. Es el resultado de que arroja el uso de la lógica de perder, y a partir de entonces trabajar para que el otro no haya ganado. Ésa es la consecuencia del empate. Sólo muy pocos, guiados por las urgencias hormonales o por haber sido capaces de alzarse sobre los hombros de su época y de ver un poco más allá, se eximen. Pero la aceleración de algo que –por naturaleza– siempre fue inexorable, es indefectible.

Es necesario comprender eso y aceptarlo. Y desde allí surge la perentoriedad de tener en claro cuáles son los puntos básicos que nos constituyen: ¿productos primarios y añadido de valor? ¿Compras llave en mano o generación local de conocimientos? ¿Negación del cambio climático o energías renovables?

Luego de que se definen esos puntos, el resto es como en los cócteles o como en la belleza: una cuestión de proporciones. Esperar sólo para comenzar de nuevo es propio de un cazador solitario, no de una comunidad con intereses compartidos.

Tenemos el hábito de poner en pie de igualdad la firmeza de las ideas junto a la violencia de las opiniones. Así, podemos discutir durante largos minutos cuanto suma el M 1 (el concepto más líquido de dinero, compuesto por los billetes y monedas en circulación, las cuentas corrientes y las cuentas a la vista), o sobre el porcentaje de la inflación (el aumento generalizado y sostenido de los precios de bienes y servicios en un país, durante un tiempo sostenido). Las cifras debieran ser a la política, lo que la Torá, la Biblia y el Corán son al monoteísmo. Y las instituciones encargadas de brindarlas, como sus Templos, Mezquitas e Iglesias.

No menos importante es declarar cuál es la orientación política de un medio de comunicación, o manifestar que carece de ella. La opinión pública tiene derecho a opinar y también a ser informada sin que la engatusen.

El peronismo –está dicho– debe flexibilizarse (que no es sinónimo de ser “pragmático”), elegir su público en función de las proles y no de las elecciones, preocuparse por el voto generacional, adelgazar, rejuvenecer temáticas y propuestas, abrir espacios de diálogo no necesariamente partidarios. Todavía hay vida entre una ultraizquierda que considera que el Estado es un instrumento de dominación de clase, y una ultraderecha que dice que es caro e inútil (fiscalismo económico), posturas que finalmente se refugian en el Estado a la hora de participar, y son un mejor diagnóstico del desprestigio de la política, que una receta para el bienestar general.

Desde ya que siempre es mejor tener tiempo que no tenerlo, pero es peor no saber qué hacer con él y dilapidarlo. Por eso es que no hay que ser complacientes con la anti-política: Cuando los hombres dejan de creer en Dios, es inexacto que no creen en nada; creen en cualquier cosa. En política, los errores suelen pagarse con horrores.

 

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