La crueldad y el perfume de violetas

La crueldad y el perfume de violetas
El Derecho Internacional Humanitario busca limitar el sufrimiento en conflictos armados, garantiza la asistencia sin discriminación, y protege bienes culturales. Sus principios encuentran ecos en textos antiguos como el Código de Hammurabi, el Corán, la Biblia y el derecho romano. La formulación moderna se basa en los Convenios de Ginebra, y refleja un consenso ético global sobre los límites de la guerra y el deber de preservar la dignidad humana.
Tal vez el abolengo del Derecho Internacional Humanitario no embelese a los promotores autóctonos de la cultura del rendimiento económico, a los “hombres, rubios y de ojos celestes”, a los apologistas de lo que hoy podría traducirse como: “si vas a lo ‘woke’, vas a la ruina” (“go woke, go broke”). Pero la humanidad eligió resurgir de la destrucción por ese camino.
Es cierto que la sociedad argentina votó a gente que había exteriorizado que odiaba; después de un año y medio, supo que −además− no odiaba “lo suficiente”. ¿Se habrá transformado la Argentina moderna?
Como bajo una garúa persistente, las personas empezaron a escuchar que eran responsables de ser intolerantes, que existía el “derecho a morirse de hambre”, que las rutas y sus baches eran incumbencia del mercado, que la discapacidad de los niños no era un quehacer del Estado, que debían someterse a “los superiores estéticamente, los mejores en todo”. La sociedad ¿se habría transformado o estaba enojada?
Se puede ser valiente sin hacer barullo. A veces, desentenderse es uno de los modos de la resistencia, la madriguera adónde van a parar los que no van a votar y no quieren volver al pasado. Lo que se presenta como una legalidad única, puede ser una aceptación pasajera. La Argentina moderna tanto no se transformó.
Estuvo enojada y lo sigue estando. Eric Calcagno escribió que los desengañados abstencionistas, aún no son contenidos por la dirigencia partidaria que se aferra al ayer. Se diría que, en algún sentido, el que se abstiene de votar no cambió, sino que prefiere no cambiar.
La microeconomía, que “no es el modelo” del gobierno, estudia cómo cambia la demanda si cambia el precio, el resultado de elegir entre dos alternativas, el poder de las empresas y las estructuras de mercado, y el análisis del equilibrio entre oferta y demanda. Tampoco son preocupaciones gubernativas la justicia social, la industria nacional, la presencia estatal, la soberanía, la inclusión educativa, la salud pública, y la dignidad jubilatoria.
La microeconomía no es su modelo, el bienestar de la población no está dentro de sus preocupaciones, y el vocabulario es para él una terra incógnita, expresión latina que significa “tierra desconocida”. Se usaba en viejos mapas para señalar regiones no exploradas, a veces con frases que advertían peligros, como hic sunt dracones (“aquí hay dragones”).
Se suele creer que la hecatombe de la Segunda Guerra mundial fue superada cuando se terminaron las explosiones y sobrevinieron en Europa los juicios de Núremberg y el Plan Marshall. Sin embargo, es errónea la pretensión de que los años de postguerra constituyen un período de paz, y de reparación de infraestructuras, valores, instituciones e identidades nacionales. Costó aceptar el desafío de reconstruir y tomar el control del destino propio.
Es que cuando se ataca algo considerado el “enemigo existencial”, no se despliega solamente una ofensiva contra él, sino también una cruzada ideológica. Cuando no hubo deberes ni límites, restaurar es haber renacido. Argentina no cambió copernicanamente, pero muchos de sus activos están siendo sometidos a una red intelectual, etnográfica, moral, estética y pedagógica, que busca no solo persuadir a los que coloniza, sino también asegurarse su servicio.
Si esta indignidad terminara mañana, como tantas otras que también se agotaron, “la batalla cultural” y “el mejor gobierno de la Historia” recién empezarían a mostrar sus secuelas. La destrucción deliberada y sistemática del Estado −el esoterismo confrontando con el rol del sector público−; la laceración infligida al atisbo de la menor resistencia −la elección del cuerpo de las mujeres para usar los calabozos−; la deflagración de las condiciones básicas de vida −la venta del agua potable a un privado−. No habrá Stunde Null (momento cero), como algunos alemanes llamaban al anhelo de recomenzar con una nueva conciencia. No se festejará al día siguiente; la Patria estará de luto.
Habrá que instituir una Comisión de Reparaciones para tasar y clasificar la destrucción, el expolio y la ruina. La sociedad deberá tratar de desterrar la degradación por medio de los números, y habrá que oficializar el deseo de medir, de calcular, de cuantificar el despojo. Nuestra historia no está dotada para describir esa “otra cosa” que habrá quedado, los resabios de la mística de la infertilidad, y nuestra memoria no recuerda momentos en los que las exigencias de la administración se hayan acurrucado en las entrañas de su retirada. Como Noé, los sobrevivientes que salgan del arca pisarán el suelo de un mundo distinto. La “batalla cultural” habrá lastimado las tradiciones cotidianas, asesinado las canciones lastimeras o celebratorias, y sembrado la semilla del daño futuro.
El concepto no es demasiado antiguo para los argentinos. El 9 de septiembre de 2018, Mauricio Macri dijo en Mendoza que tenía que hacer el esfuerzo de mantenerse tranquilo porque, si se volvía loco, “les puedo hacer mucho daño a todos ustedes”. La idea es de la misma familia, antes expresada con vacilación, y ahora con un rencor desaforado.
Sin embargo, los seres humanos se parecen en sus defectos y en sus virtudes. Edgard Lee Masters (1868) inventó un pueblo en Norteamérica (Spoon River), y escribió poemas con sus epitafios. El italiano Andrea Camilleri (1925) otro (Vigatá), e imaginó relatos. El premio Nobel de literatura chino, Mo Yan (1955), puso su universo mítico en Gaomi, en la provincia de Shandong. Tres personas separadas por lugares y años crearon belleza con utensilios semejantes.
El país no desea que mueran “suficientes jubilados como para que el resto gane mejor”, no encuentra en el baúl de un Ford Falcon “olor a Justicia”, no considera que Malvinas sea un tema irrelevante, ni comparte el espíritu de rendición. Le gustan las personas, las comunidades, la diversidad. Quiere vivir en paz, con sus hijos y sus familias, festejar el día del amigo y hacer crecer una esperanza. Sabe que, si la sicología de Argentina cambia, los hijos dudarán acerca de la solidez del mundo y su funcionamiento, y estarán más afligidos, serán más erráticos y habrá bajado su autoestima.
En la casa de mi abuela, cuando era un niño, a las violetas las llamaban “pensamientos” y las metían dentro de las fundas de las almohadas; se creía que alejaban los malos espíritus. Tenían un aroma empolvado y ligeramente dulce, uno de los olores de mi infancia. No hay crueldad que pueda hacerlo desaparecer.
RB/MG
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