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Desde la tosquera

Junto a Liliana Esther Kunis y Nicolás Rechanik, Juan Grabois asumirá la representación jurídica de familiares de víctimas y de supervivientes.

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Nunca había pasado algo semejante en democracia. Hubo muertos, pero no matanzas por conflictos de tierra. En la dictadura, sí. Durante las ocupaciones de 1981, al menos 12 niños murieron por el cerco militar en Quilmes y Brown según los cronistas de la época. Más allá en el tiempo, también; cuando el Estado oligárquico —en múltiples oleadas— se apropió de las tierras que labraban gauchos, campesinos e indígenas, configurando una distribución inicial del territorio que todavía pagamos en este caos territorial llamado Argentina. Hubo matanzas, pero nunca había pasado algo semejante en democracia, jalonado hoy por la irrupción de la narco-estructura como factor de fuerza en el ordenamiento territorial

El rancho de madera no daba sombra; los nadie se agolpaban bajo el sol calcinante con su paraguas en reunión improvisada. No habían pasado 48 horas de la masacre, pero el dolor los unía nuevamente en esa tosquera, espacio abandonado en la que algún desarrollador inmobiliario o empresa constructora había extraído sin autorización la valiosa tierra arcillosa que requería su negocio, un country tal vez, un gran edificio, o alguna ruta.

Dolor y miedo, angustia e impotencia. Dolor sin techo ni sombra a la vera de ese pedazo de tierra comprado con esfuerzo en el mercado subterráneo de la tierra abandonada, manchada ahora con la sangre de cinco inocentes. El miedo a correr la misma suerte si se habla una palabra de más, una verdad peligrosa. Angustia del que se juega el cuero, con los niños a cuestas, por un terreno de 7x15 que en cualquier momento puede perder. La angustia del destino incierto y la frustración de la injusticia desoída. 

Bajo el sol que sale para todos, junto a los peores, los otros peores, esos militantes de la vida, jóvenes casi siempre, vapuleados permanentemente como creadores de males que solo ellos enfrentan. Siempre están donde nadie está. Escuchando, buscando caminos, poniendo el hombro con amor, compartiendo el dolor de las víctimas, comprendiendo lo que a otros resulta tan incomprensible, tan inmoral, tan inconcebible: todos necesitan un lugar donde vivir.  

En los asentamientos, la disputa por el lote es del más salvaje mercantilismo. Por eso odio las tomas. Las organizaciones populares no organizan tomas: intentan contrabalancear el peso de los loteadores, con la desventaja de que éstos últimos tienen armas y patotas. La militancia popular no tiene otra herramienta que su coraje cívico y la capacidad organizativa para transformar una masa de víctimas en un colectivo de lucha. 

En esta ocupación no había organizaciones. Los loteadores se habían encargado de prohibirlas. Ahí solo podía haber compradores, acatar a vendedores armados y pagar mensualmente la seguridad que brindaban sus propios verdugos. Ahí solo se podía construir con materiales comprados en determinados corralones. La policía sabía qué camiones dejar pasar y qué camiones incautar. 

El ágora del barrio eran los grupos de Whatsapp, que después de un año de abusos empezaron a activarse con mensajes de descontento, algunos más tímidos, otros más vociferantes. 

Cuando ese grupo se convirtió en un campo de batalla, donde no había armas sino caracteres, el grupo dominante convocó a una asamblea en un territorio más adecuado que la virtualidad para disciplinar a los díscolos. Un espacio lejos del mar de mensajes donde todos tenemos la sensación de ser iguales en poder. Ahí, en el barro de lo real, donde el peso de la fuerza se hace sentir brutalmente. 

Promediaba una asamblea tumultuosa donde la mayoría parecía imponer su criterio de realizar un censo verdadero y comenzar un diálogo oficial con la municipalidad, cuando un grupo desconocido, asociado a los loteadores, con armas cortas y caseras, abrió fuego contra la pequeña multitud, aunque sin acertar ningún tiro. La gente reaccionó con gritos, piedras y corridas. Corridas, sí, porque los pistoleros corrieron unos setecientos metros hacia la lomada. 

Había sido una trampa, una emboscada, premeditada y alevosa. En la lomada había otro grupo, con armas en serio, armas de grueso calibre, que sabía matar, que disparó a matar, que remató en el suelo a las cinco víctimas. 

Nunca había pasado nada semejante en democracia. 

Al otro día, los loteadores ya no estaban. La gente, sola con su dolor, miedo, angustia y frustración. La militancia de las organizaciones se acercó solidariamente como tantas otras veces. Algún pariente hizo el vínculo. Se fue juntando la gente en la asamblea con sus paraguas para tapar el calor. Los familiares de los muertos, desorientados, pidiendo ayuda con todo los miedos y desconfianzas. Fuera de los medios que vienen y se van, nadie allí, salvo esa militancia, vapuleada, sospechada. 

Como tantas otras veces, llegó el mensaje que sabía que iba a llegar. Llegó el mensaje y sabía que iba a estar, porque nunca le vamos a sacar el cuerpo al conflicto. Así fue como conocí a los deudos de los muertos y algunos sobrevivientes; en el salón de arriba de un bar del centro matancero propiedad de un comerciante, un tipo que “está hecho”, que no necesita meterse en las aguas turbias del subsuelo de la patria, pero no se olvida de su origen, no se olvida de su pueblo y aporta —silenciosamente— como puede. 

La conversación duró varias horas. El primer paso era comprender qué pasó, la cronología de los hechos y personajes involucrados. Éramos tres abogados convocados por las organizaciones sociales que se habían acercado a las víctimas. Decidimos asumir la representación de algunos de los familiares y sobrevivientes. La consigna que nos dieron fue clara: justicia… y tierra. Casi con vergüenza, con lágrimas, sintiendo la necesidad de darnos explicaciones y desnudar su dramática situación personal, ellos, ellas, que habían perdido a sus seres más queridos en esa tosquera inhabitable, nos pedían que defendamos su pedacito de tierra. 

Puedo darme una cierta idea de la mecánica de los hechos, pero todavía no comprendo el salto cualitativo de matones de asentamiento a sicarios entrenados. Puedo arriesgar una hipótesis que a esta altura parece obvia: los loteadores se contactaron con los narcos de la zona para contratar servicios de represión más sofisticados.  Pero… ¿Quién dio la orden de matar? ¿Con qué objetivo?

La irrupción de un sicariato de la narcoestructura cumpliendo funciones de ordenamiento territorial es un hecho de enorme relevancia e implicancias. Al fenómeno del narcotráfico se suma la utilización de sus soldados como fuerzas represivas en el mercado ilegal de tierras. Esta es otra señal de alarma de lo que venimos diciendo: si las millones de personas sin techo propio no encuentran una salida, sea en el mercado o en el estado, la única resolución es el espacio gris que existe en la frontera de ambos.  

Esta realidad, que de alguna manera empalma con el debate entre intervencionistas y libertarios, demuestra que si no hay asignación de propiedad en ese océano de toscas, baldíos, abandonados, basurales y descampados que existen en nuestro país, tal res derelictae —abandonadas por sus propietarios— termina siendo mercancía de un mercado clandestino que opera con la lógica de oferta y demanda más cruel ante un Estado presente pero indiferente, que delega por omisión el monopolio de la fuerza en grupos parapoliciales con la excusa tácita de falta de jurisdicción en la dimensión desconocida.  

El subsuelo de la Argentina es un no-lugar, tierra incógnita pasible de alojar el sobrante social cuando el “orden espontáneo” de la desplanificación arroja a las multitudes hacinadas, excluidas de las cartografías oficiales. Esto sucedió en todos los gobiernos porque es una tendencia natural que ni discursos represivos ni relatos sensibleros tuercen. Sin ir más lejos, durante la gestión de Mauricio Macri a nivel nacional y la de María Eugenia Vidal a nivel provincial se crearon más de 500 asentamientos, según el ReNaBaP. 

Aunque existen avances normativos importantes para formalizar los miles y miles de asentamientos informales existentes, el Estado casi siempre va detrás, una vez consumados los hechos, con las familias ya asentadas en trazas irregulares difíciles de organizar e integrar con el entramado urbano. Las organizaciones comunitarias resisten como pueden —hostigadas por gobernantes, medios de comunicación y grupos de matones— el avance territorial de los poderes fácticos de la deshumanización que, como dice la Iglesia, son mercaderes de la muerte, porque la muerte se ha convertido en un mercado. 

Que no exista un mercado legal de lotes para vivienda donde la oferta y la demanda se encuentren en un punto de equilibrio que permita el acceso a un techo para mayorías populares nos habla de una exclusión que no resuelve la mano invisible pero tampoco el Estado impotente. La ausencia de una política pública sostenida, priorizada y a gran escala nos habla de una exclusión que clama al cielo. 

Nuestra economía yuxtapuesta, desigual y combinada, con su sector público, privado y popular, no resuelven un problema tan elemental cómo el acceso a un terreno en un país dónde la tierra no es un recurso escaso. La articulación del sector privado y la organización popular, guiada por una planificación territorial inclusiva, debería ser una de las prioridades de cualquier proyecto político humanista. 

Frente a su ausencia, aparece el otro mercado, el otro estado, las otras organizaciones. Las de la muerte. 

En el caos de la tosquera, la exclusión social y habitacional es condición esencial para la consolidación de la narcoestructura asesina que comienza a operar como factor de ordenamiento territorial. Ningún problema se va a resolver si no se abordan de raíz las causas de la exclusión y se atacan sus consecuencias con toda la fuerza de un pueblo unido detrás de una utopía simple: ninguna familia sin techo. Los enfoques represivos o la pasividad indiferente solo aumentan una de las más aberrantes formas de injusticia social.  

En esta etapa política de la Argentina, a cuarenta años del pacto democrático que supimos sostener, algunos azuzan la represión como respuesta a la exclusión social y el retorno de las fuerzas armadas como respuesta a la criminalidad organizada. Frente a ello, debemos oponer un plan democrático inteligente y efectivo que atienda los problemas sociales, organizando al pueblo que padece para que acceda a los derechos conculcados. Las nuevas formas de criminalidad deben ser abordadas sin una ostentación populista de violencia bélica que termina siendo una guerra contra soldaditos y una amnistía para jefes y financistas. Debemos concretar un plan centrado en el valor de la Justicia y no en el pecado de la Guerra. 

El Registro Único de Solicitantes de Lotes con servicio recibió más de un millón de inscripciones para acceder a un pedazo de tierra. Hay cientos de proyectos de integración urbana presentados para hacer que los asentamientos sean barrios. La demanda está ahí. La articulación del sector público, privado y popular tiene que crear las condiciones para resolver la crisis habitacional en forma legal y viable. La integración urbana y el acceso al lote propio tiene que ser política de estado aunque, por los prejuicios y el cinismo de algunos, parece haber quedado truncada. En efecto, la famosa ley ómnibus cambia la fuente de financiamiento para cualquier proyecto que apunte a este objetivo. Ya no será el impuesto al dólar (PAIS) sino —literalmente— lo recaudado de las multas por “reunión o manifestación” (Art. 338). Qué mala leche, ¿no?

Sin embargo, hay que insistir en todos los niveles: municipal, provincial y, desde luego, nacional, gobierne quien gobierne. Por la tierra y la integración urbana, con la consiguiente creación de miles de puestos de trabajo destinados a la utopía posible de reordenar nuestro territorio para que sea un lugar vivible. La tierra y el trabajo deben ser política de Estado o no habrá más Estado que la fuerza del garrote o el dinero… como algunos añoran.   

Ninguna de las víctimas quería quedarse con lo ajeno. Ninguna quería usurpar. Solo querían sembrar su vida en esa tierra. Por Fernando, Víctor, Gregorio, Enzo y Waldo -recordemos sus nombres, recordemos sus rostros- que murieron intentándolo, con los sobrevivientes que sostienen ese sueño tan sencillo medio de la pesadilla y para todos los que  padecen una exclusión tan infame y una violencia tan intolerable, nosotros siempre vamos a estar, sin dudarlo un instante, comprendiendo que hasta que la política esté al servicio de la dignidad de los nadie, ellos, ellas, van a seguir buscando en los márgenes del sistema, en el subsuelo olvidado de la Patria, una u otra forma de resolver la tierra, el techo y el trabajo que se les niega.  

Junto a la Dr. Liliana Esther Kunis y el Dr. Nicolás Rechanik asumimos con enorme responsabilidad la representación jurídica de familaires de víctimas y de supervivientes de la masacre de la Tosquera de Gonzalez Catán. Vamos a llegar al fondo de ésto, caiga quien caiga: autores, coautores, instigadores, cómplices. Agradezco al Dr. Miguel Angel Pierri el respaldo técnico que nos brindará en la tarea. Nunca más muerte por un pedazo de tierra. Fuera narcos de los barrios. Tierra para vivir en paz.

JG/DTC

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