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THE GUARDIAN

Cuando vivís en un país con vacunas, pero tu familia está en otro donde escasean

Una trabajadora sanitaria recibe una vacuna de Johnson & Johnson contra la COVID-19 en un hospital en Klerksdorp, Sudáfrica.

Lizzy Davies / Simon Speakman Cordall

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Había soñado con ello durante meses y, finalmente, Susheela Moonsamy pudo hacerlo: se reunió con sus familiares y les dio un gran abrazo. Desde el comienzo de la pandemia, solo había podido ver a sus hermanos y sobrinos con distancia social y mascarillas de por medio. Pero unas pocas semanas atrás, a medida que su estado, California, proseguía con su eficaz campaña de vacunación, la familia pudo tener un encuentro real.

“Fue una experiencia tan emocionante que todos nos abrazamos y, con lágrimas en los ojos, agradecimos a Dios por estar con nosotros y darnos la oportunidad de vernos de cerca otra vez y de tener contacto físico”, dice. “Antes, no valorábamos tanto el abrazo de un familiar”.

Un par de semanas después, la orientadora de educación secundaria partió de su hogar en Oakland hacia un viaje familiar a Disneyland, en las afueras de Los Ángeles. Lo sintió “extraño… pero maravilloso”, tras un año recluida junto a sus padres ancianos. Mientras estaban de vacaciones, ella y su familia recibieron una triste noticia: una de las primas de Moonsamy, hija de la hermana de su padre, había muerto de COVID-19.

No se trataba de una pariente en California, donde Moonsamy vive desde hace 35 años, sino en Sudáfrica, el país donde ella nació y que sus padres abandonaron durante el apartheid. Allí, una virulenta tercera ola de COVID-19 azota a la población. Menos del 6% de la población ha recibido una dosis y menos del 1% ha recibido las dos.

El virus se ha cobrado la vida de 13 amigos y familiares de Moonsamy, y ella siente que cada día podría acarrear más malas noticias. Mientras que en California –donde más de la mitad de la población ha completado su pauta de vacunación– se habla de que la pandemia se acerca a su fin, Moonsamy tiene sentimientos encontrados.

“Sin duda, es emocionante. Pero al mismo tiempo, piensas en aquellos que se han ido, y piensas… Si tan solo hubieran logrado llegar a este punto y a celebrar con nosotros. Eso hubiera sido maravilloso. Necesitamos recordarlos… y mirar hacia delante. Celebrar la libertad pero, a su vez, tener en mente a quienes se han ido”.

Más desigualdad

Moonsamy está lejos de ser la única persona con sentimientos en conflicto ante el relajamiento de las restricciones. A lo largo de Europa y Estados Unidos, se espera que los programas de vacunación masiva traigan consigo cierta normalidad durante los próximos meses. Reino Unido prevé eliminar las restricciones el 19 de julio, el llamado “Día de la Libertad” según los tabloides británicos. En Estados Unidos, la mayoría de los estados ya ha levantado las restricciones. Los países de la Unión Europea, en mayor o menor medida, se preparan para las reaperturas de verano.

Pero en gran parte del resto del mundo –de Kampala a Ciudad del Cabo, de Filipinas a Perú–, la pandemia no solo sigue en marcha, sino que empeora. En los países de bajos ingresos, un promedio de tan solo el 1% de la población ha recibido al menos una dosis de la vacuna.

Atrapados en medio de esta creciente división se encuentran millones de personas con familiares en países en vías de desarrollo, que se encuentran sorprendidos por la asombrosa desigualdad global en sus reuniones familiares diarias a través de los grupos de WhatsApp y los chats de Skype.

Hace tiempo que estas grandes diferencias son una parte más de la experiencia de la diáspora, pero la pandemia las ha magnificado. Para muchos, las diferentes velocidades de las campañas de vacunación representan todo lo que una parte de la familia tiene y la otra no.

Preocupación, impotencia y tristeza

“Siento una gran culpa… y mucha tristeza”, dice Isabella (nombre ficticio), una estudiante de Derecho nacida en Colombia que vive en Canadá desde que tenía cuatro años.

“Sabes, ¿por qué el mundo es como es? ¿Por qué es que tienes que irte de tu país natal para estar seguro, para estar sano? ¿Por qué no podríamos habernos quedado en casa y tener la misma experiencia que Canadá?”.

Al igual que gran parte de Sudamérica, Colombia atraviesa una tercera ola de COVID-19. 45.000 personas han muerto desde mediados de marzo, lo que representa más del 40% del total de muertes causadas por pandemia. Alrededor del 24% de la población ha recibido su primera dosis. En Canadá, esa cifra llega al 69%.

Isabella, de 23 años, está completamente vacunada. Recibir su primera dosis el mes pasado fue una experiencia emotiva. “Me sentía feliz, pero también recuerdo querer romper en llanto mientras estaba sentada en la silla, porque cuando miraba a mi alrededor me resultaba increíble ver lo bien organizado que estaba el programa de vacunación, pero también sabía que en Colombia no es así y que pasaría al menos un año hasta que mi primo de mi misma edad, que vive en Colombia, estuviera sentado en una silla similar. ¿Y quién sabe qué puede pasar hasta ese entonces?”.

Farouk Triki, de 30 años, es un ingeniero de software tunecino que vive en París. Dejó a sus padres y a sus hermanos para mudarse a Francia junto a su esposa hace cuatro años. A diferencia de su familia en su tierra natal, ya ha recibido la vacuna. Para quienes viven en Túnez, la campaña ha resultado tortuosamente lenta: tan solo el 5% de su población cuenta con ambas dosis.

El mes pasado, mientras los contagios alcanzaban su récord histórico, se confirmaron los primeros casos de la variante delta entre la población tunecina, que ha tenido la mayor cantidad de muertes por COVID-19 per cápita de África.

“Estoy preocupado y asustado”, dice Triki, “porque he escuchado que es incluso peor que la variante británica”, contraída por su familia en marzo. Sus padres, Farouk y Hanen, son maestros en Sfax, una ciudad de la costa mediterránea. Ambos salieron indemnes de la enfermedad y no requirieron tratamiento hospitalario, pero Hanen recuerda con tristeza el tiempo que pasó enferma: “Muchos familiares y amigos murieron por la COVID-19”, dice.

Para Isabella, que solo podía ver desde lejos cómo la COVID-19 causaba estragos, primero entre la familia de su madre y, después, el mes pasado, entre la de su padre, el sentimiento predominante es la impotencia. “Creo que eso es lo peor, la sensación de no poder hacer nada. Intentamos ayudar a nuestra familia económicamente, enviándoles dinero si lo necesitan, pero más que eso… Eso es todo lo que podemos hacer desde aquí”.

Ayudar desde el extranjero

Otras personas que viven una situación similar han intentado organizarse junto a miembros de su comunidad para enviar dinero a sus países natales. Raj Ojha, un mediador hipotecario de Nepal que vive en Slough, al sur de Inglaterra, ha recolectado 2.000 libras esterlinas a través de su organización, el grupo Nepalese British Community UK (Comunidad Británico-nepalí de Reino Unido). El dinero se destinará a dos organizaciones benéficas locales que ayudan a aquellos más afectados por la pandemia en el pequeño país himalayo.

“Estamos aquí en el Reino Unido y no podemos regresar a Nepal. Todo lo que podemos hacer es darles una mano a las organizaciones que trabajan sin descanso allí”, dice.

Ojha, que ya pasó los 40 años, está completamente vacunado, mientras que su hermana mayor, de 62 años, le dijo el mes pasado que le habían denegado la primera dosis.

“Esa es la diferencia. Ella me dijo que la apartaron lejos de la gente, diciéndole 'todavía no tienes 65, no te puedes vacunar aún'. Y ella sufre de diabetes y otras enfermedades”. Ojha tiene familiares en Katmandú y al este de Nepal, y ninguno de ellos ha sido vacunado por completo. Menos del 3% de la población de ese país ha recibido ambas dosis.

“Es un problema mundial”

A principios de este año, el director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom Ghebreyesus, advirtió que el mundo se encontraba “al borde de un catastrófico fracaso moral” en caso de no conseguir más vacunas para los países en desarrollo. Pero tales esfuerzos se han detenido. El mecanismo COVAX, diseñado para entregar dosis más accesibles y promover el acceso equitativo en las vacunas, ha sido acusado de apuntar demasiado bajo tras que su principal proveedor, el Instituto Serum en India, anunciara que destinaría su producción de vacunas al uso doméstico.

Hasta ahora, COVAX solo ha distribuido 95 millones de los 2.000 millones de vacunas prometidas para este año. Los suministros no son el único problema: en muchos países de bajos y medianos ingresos, la logística de las campañas de vacunación masiva supone una enorme carga para los frágiles sistemas de salud.

Moonsamy, Ojha e Isabella están de acuerdo en que existe un imperativo ético para que los países ricos ayuden a aquellos con menos recursos. No se trata de mero altruismo: es lo más sensato.

“Ahora que los países desarrollados se encaminan a tener a sus poblaciones completamente vacunadas, deben hacerse grandes esfuerzos para conseguir vacunas para los países en desarrollo. Si no es por hacer algo bueno por los demás, al menos que sea para proteger al resto del mundo de la aparición de nuevas variantes”, dice Isabella.

Moonsamy concuerda. “Este es un problema mundial que nos afecta a todos. Al ayudar a otros, en realidad nos ayudamos a nosotros mismos”. El fin de semana pasado, Moonsamy organizó un festejo por el 4 de julio al que asistieron sus familiares californianos. Rieron, comieron y conversaron. También rezaron por su familia en Sudáfrica. “Su situación nos rompe el corazón”, dice.

“Por mucho que disfrutemos esta libertad increíble tras estar encerrados durante el último año, no seremos libres de verdad hasta que todos los seamos. Así que continuaremos aportando nuestra parte, ayudando a otros para que, algún día, podamos festejar la libertad todos juntos”.

Traducción de Julián Cnochaert

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