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Aniversario
Magallanes, una gesta planetaria con su momento argentino

Retrato de Fernando de Magallanes (1480-1521)

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Hubiera bastado con el nombre: Sanlúcar de Barrameda. Pero si hubiese sido solamente por el nombre se me hubiese presentado un problema, porque esa zona de Andalucía es especialmente pródiga en nombres compuestos y encantadores: Los Caños de Meca, Vejer de la Frontera, Zahara de los Atunes. La razón por la que fui a Sanlúcar, y no a alguna de las otras localidades, es porque ahí el Guadalquivir desemboca en el mar y porque de ahí salió a dar la vuelta al mundo, a circunnavegar la tierra, en 1519, Fernando de Magallanes. Y ahí llegó, en 1522, Sebastián Elcano. 

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España y Portugal se habían repartido el mundo. Una línea vertical cruzaba el Atlántico y dividía el mundo en dos mitades. De ahí para la izquierda las cosas y las gentes eran de España: casi toda América. Para la derecha señoreaban los portugueses: Brasil y África y la India. Esto suponía un perjuicio para España, porque el camino a las “más orientales tierras, donde se ferian las especias” (Francisco López de Gómara, Historia general de las Indias, capítulo XCI) era propiedad de los portugueses: los españoles no podían llegar a Oriente porque no podían pasar por África y la India. Entonces Magallanes le propuso al rey de España, que tenía dieciocho años, llegar a Asia por el occidente y cumplir de una vez por todas el anhelo original de Cristóbal Colón: ir a las Molucas, las islas en las que se feriaban las especias, navegando hacia la izquierda del mapa. No atravesarían mares portugueses. 

Sólo se interponía América, una inmensa pared que corría de polo a polo. Había que encontrar un paso. Apunta López de Gómara: “Era larga esta navegación, difícil y costosa, y muchos no la entendían, y otros no la creían”. 

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La vuelta al mundo capitaneada por Magallanes primero y por Sebastián Elcano después abarcó tantos momentos y tantos paisajes que parece injusto recortarla. La expedición salió de Andalucía, hizo la escala de rigor en Canarias, cruzó el Atlántico, estacionó un tiempito en la bahía de Guanabara, cruzó el Pacífico, saludó los atolones de la Polinesia, descubrió las Filipinas, alcanzó Indonesia y Malasia, tocó en el Cabo de Buena Esperanza en la actual Sudáfrica, paró en las islas de Cabo Verde y finalmente volvió a Andalucía. Considerada unánimemente el primer hecho planetario, su escenario fueron los cinco continentes y los siete mares. Hoy hay monumentos a sus protagonistas en Filipinas y Chile, en Italia y en Malasia. 

Sin embargo basta leer algunos de los muchos libros dedicados a la hazaña inmortal para enterarse de que varias de sus escenas más dramáticas tuvieron lugar en lo que hoy es territorio argentino. Primero en el Río de la Plata (una de las primera cosas que hizo Magallanes después de cruzar el Atlántico fue explorarlo) y después en la Patagonia.

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Sobre el Río de la Plata dejó escrito Antonio Pigafetta, el cronista de la expedición: “todos pensábamos que se pasaba desde allí al mar del Sur”. Lo mismo había pensado Juan Díaz de Solís, el descubridor del río: Díaz de Solís también había buscado, como ahora buscaba Magallanes, el paso a oriente (la búsqueda de una ruta a los archipiélagos asiáticos yacía en fondo de todas expediciones descubridoras), y había terminado sus días comido por los indios charrúas.

Magallanes pensaba que la corriente marrón era el paso al otro mar, y por eso estuvo quince días explorándola. López de Gómara escribió: “Como miraba las ensenadas para ver si eran estrecho, tardaba mucho en cada parte que llegaba”. Algunas naves revisaban la banda occidental y otras la banda oriental. Uno de los pilotos era de Rodas, en el Egeo. 

Pero después de quince días de tanteos rioplatenses, con los chajás y teruteros rasgando el silencio, Magallanes se dio cuenta en un segundo incandescente, y no muy lejos de donde escribo esto, de que aquello no era un paso a otro mar. 

Algunos historiadores sostienen que en ese segundo universal y un poco porteño empezó verdaderamente la odisea magallánica. Hasta ese momento, argumentan, tanto el navegante como los heroicos forajidos que lo acompañaban se ilusionaban con que el río que había descubierto Díaz de Solís fuese la respuesta a la pregunta que traían. Y que cuando quedó claro que no lo era empezó la aventura propiamente dicha: ir hacia el sur a buscar un paso. Empezaba el momento patagónico.

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Las cosas no estaban bien. Aceptar que el Río de la Plata no era el anhelado paso implicaba aceptar que estaban a la deriva. Muchos querían volver a España, mientras que Magallanes quería proseguir en la búsqueda. Y si bien Magallanes era el capitán de la expedición, también es cierto que era portugués, o sea extranjero, lo cual hacía casi inevitable una conspiración.

En esa tesitura los cinco barcos rumbearon al sur y decidieron hacer un alto en lo que hoy es la provincia de Santa Cruz. Ahí pasarían el invierno. Antonio Pigafetta, el cronista de la expedición, escribió: “estuvimos en ese puerto, al que bautizamos Puerto de San Julián, cerca de cinco meses”. Gómara hizo su aporte: “estaba el cielo turbado, el aire tempestuoso, la mar brava y la tierra helada”.

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El motín empezó un día después de bajar. Buena parte de la tripulación temía por su vida y exigía volver inmediatamente. También varios de los otros capitanes, que eran españoles. Entonces los capitanes rebeldes planearon capturar un barco todavía fiel a Magallanes. Lo lograron, y desde ese momento ya eran tres los barcos rebeldes y solamente dos los que aceptaban sus ordenes. El portugués invitó a los sublevados a una comida para conversar pero ninguno fue. En ese momento terrible Magallanes le mandó una carta a uno de los capitanes rebeldes, y mientras este capitán la leía el mensajero le clavó, por orden de Magallanes, un cuchillo en la garganta. Así se apagó la rebelión, y la empresa descubridora volvió a su cauce: Magallanes volvía a tener la mayoría de los barcos bajo su dirección. 

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Un día apareció algo raro en el horizonte: una silueta humana. El hombre era gigante; según Pigafetta los europeos apenas le llegaban a la cintura.

El gigante parecía contento. Señalaba el cielo: seguramente los creía enviados de algún más allá. Cantaba y bailaba, y Magallanes le ordenó a uno de sus hombres que bailara igual que él. Después le acercaron comida (comía mucho) y un espejo. Al verse pegó un salto que lastimó a varios. Siglos después Borges escribiría en su «Milonga del infiel»: “Los dos indios se miraron / no cambiaron ni una seña, / Uno, ¿cuál?, miraba al otro / como el que sueña que sueña”. Lo bautizaron Juan y él, contento, aprendió a decir cosas como “Jesús” y “Juan”.

Pero los hombres de Magallanes querían apresarlo y llevarlo a España para mostrar lo que había en el Nuevo Mundo. Entonces, para no enfrentarlo, tramaron lo siguiente: primero le dieron un montón de objetos, con lo cual ya tenía las manos llenas. Y después le mostraron unos grilletes como si fuesen un regalo más. Estos eran brillantes y hacían un ruido nuevo. Pero Juan no podía agarrarlos. Entonces le ofrecieron estrechárselos a los pies. Juan aceptó y cuando entendió la situación ya era tarde: ahora daba alaridos. Pigafetta escribió: “el capitán general llamó a los de este pueblo patagones”. 

Juan moriría un buen tiempo después, cuando la expedición atravesara el Pacífico.

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Llegó el momento de levar anclar y seguir rumbo a las antárticas regiones a buscar el bendito paso. En San Julián habían perdido un barco, así que ahora eran cuatro los cascarones entre las olas y el viento. Siempre rumbo al sur bordeaban la costa de esa Patagonia recién bautizada por ellos mismos. Escribió Stefan Zweig: “y como se ensombrece su interior, se ensombrece también el mundo externo. La costa se muestra cada vez más ingrata, más desnuda y vacía”. Hasta que de repente vieron una pequeña abertura y empezaron a recorrerla. 

Terminaba así el momento argentino de la empresa.

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Tardaron un mes en cruzar la pequeña abertura, porque estaba llena de bifurcaciones y en cada bifurcación las naves se separaban explorando las distintas posibilidades para luego volver al punto de reunión. Lo que los alentaba era que el agua era siempre de mar y siempre salada, que nunca se estrechaba y que podían notar los movimientos de la marea: nada de esto había sucedido en el Río de la Plata. Hasta que de repente se abrió ante ellos el anhelado Mar del Sur y Magallanes lloró de alegría.

Seguían festejando cuando se dieron cuenta de que uno de los barcos que venían detrás estaba tardando demasiado. Pensaron que se había perdido y dejaron cartas clavadas en la tierra para decirles dónde estaban, hasta que intuyeron lo que en verdad había pasado: ese barco se había vuelto a España. Y con la mayoría de las provisiones. 

Quedaban tres frágiles barquichuelos, ya muy maltratados, para completar el viaje planetario.  

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Habían encontrado el paso, pero ahora se abría ante ellos la Mar del Sur, a la que sintieron muy pacífica y por supuesto bautizaron. Lo que no sabían era el tamaño. Pensaban que era más chica, porque en los mapas de la época se dibujaba a América muy cerca de las verdaderas Indias. Además, las condiciones eran las peores: su viaje había empezado hacía demasiado y los esperaba aún una inmensidad desconocida. Tomaban el agua que les quedaba con la nariz tapada para evitar la hediondez. 

Los barcos maltrechos llegaron finalmente al Oriente. Poco después, y ya habiendo logrado lo que anhelara Colón, Magallanes murió en una batahola en una playa filipina. El que tomó el mando de la expedición fue Juan Sebastián Elcano, que en el motín se había puesto del lado de los sublevados. Elcano eligió no volver por donde había venido sino navegar por los mares portugueses hacia el oeste, bordeando India y África y tratando de que los lusitanos no lo vieran. Eso significaba cubrir de un tirón la distancia que hay entre los archipiélagos asiáticos y Sanlúcar de Barrameda.

Habiendo logrado esta nueva hazaña, que se sumaba a las anteriores, Elcano aportó en Sanlúcar y, desde el barco, le escribió a Su Majestad. “Saberá tu alta magestad como somos llegado diez e ocho onbres solamente con una de las çinco naos que tu alta magestad enbió en descubrimiento de la Espeçiaría”. El rey le otorgó un escudo en el que pueden verse ramas de canela, nueces moscadas y clavos de olor. [“escudo armas elcano, hay especias!”] 

  Hoy en día, en una calle de Sanlúcar, un azulejo reproduce la carta de Elcano pero en vez de “Espeçiaría” dice “Especiería”. El sustantivo, que designaba aquellas “más orientales tierras donde se ferian las especias”, ha dejado de usarse. Pero basta con traerlo para que, lleno de resonancias, nos deje el sabor de una antigua aventura hecha de madera y viento.  

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“Solamente con una de las çinco naos”, escribió Elcano. En efecto, sólo una de las cinco naves completó el viaje: la Santiago fue destrozada por una tormenta en Santa Cruz. La San Antonio desertó en el Estrecho de Magallanes y se volvió a España. La Concepción fue incendiada a propósito en las Filipinas, porque no había tripulación suficiente para manejarla. Y la Trinidad se averió en el archipiélago de las Molucas, en la actual Indonesia. Solamente la Victoria completó la vuelta al mundo.

En esto no hay escalafones oficiales, pero la Victoria es, entre las naves legendarias que protagonizaron la Era de los Descubrimientos, de las más queridas, si no la más. Basta, para enaltecerla, con imaginarla en su pequeñez, con unos cuarenta hombres adentro, resbalando rudimentariamente por el planeta. Pues bien: al principio del viaje el capitán de la Victoria era Luis de Mendoza, que fue uno de los conspiradores y que murió en lo que hoy es territorio argentino: es aquel al que Magallanes le mandó una carta a su barco y, mientras la leía, el mensajero le clavó un puñal en la garganta. 

Todo eso pasó en la actual Santa Cruz y es, si no me equivoco, la página más deslumbrante en la historia de lo que más tarde sería el suelo provincial. 

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