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Fragmentos de un amor salvaje, infierno tras las rejas

"Time", una de las miniseries más interesantes de 2021 que ahora se puede ver en HBO Max.

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No sé por qué no puedes hacer bien las cosas –dijo– o aprender a vivir con lo que no hiciste. La vida es eso.

Subrayo esa línea en La tierra hundida ya vuelve a levantarse, de M. John Harrison (Editorial Sigilo, 2022; de pie: la traducción es del escritor Marcelo Cohen). Es la novela que estoy leyendo. O mejor: el libro que picoteo, agarro de a ratos, dejo tirado, retomo, subrayo, vuelvo a largar.

No sé cómo estarán llevándola ustedes. Por acá, son días de dispersión, de ráfagas, de intermitencias, con suerte de algún destello. La novela, llena de chispazos y gracias a la prosa siempre centelleante de Harrison, alimenta ese efecto.

La que habla arriba es la madre de Shaw, el hombre que es uno de los personajes centrales de la historia. Está internada, por lo que podemos inferir, por algún tipo de degradación en su salud mental. Por momentos rabiosa, por momentos con una lucidez que desconcierta –otro parpadeo, también: esa claridad al final de la vida– larga cosas así, con la impunidad que traen los años (en otro momento, por ejemplo, le recrimina al hijo: “Déjate de bobadas. Nada de esperar que tu vida empiece. Yo siempre estaba esperando que empezase la vida. Cualquier cosa que pasara parecía un buen comienzo, pero al fin era la cosa misma”).

Me quedo con las palabras del principio, en especial con eso de aprender a vivir con lo que no hiciste. La vida es eso, dice esta mujer un poco resignada, un poco crepuscular. Pienso en esa materia hecha de posibilidades que no tomamos, lo que insiste con la contundencia del silencio. Esos agujeros. Un eco que se enreda, que nos hace volver sobre nuestros pasos. Vivir con el zumbido de los qué hubiera pasado si y seguir con la ucronía al costado. Un aprendizaje roto, apenas una modulación: bajar el volumen no es apagar del todo. Vivir como quien busca modular, la tierra hundida, un intento por levantarse cada vez. 

Un ruido por otro: alguien pasa por la calle cantando muy fuerte la canción del momento (sí, esa) y me saca del trance. Sonrío, pese a todo, porque en ese loop estamos varios. Prendo el televisor, siguen las intermitencias, esta vez al ritmo del zapping. Le doy play a Pinocho, de Guillermo del Toro. Está desde hace poquito en Netflix y, además de ofrecer un tipo de animación alucinante (una vez que pasen estos días agitados, no se la pierdan), arranca con algo novedoso. Porque la película viene con la previa, es decir, con la vida Gepetto antes de Pinocho. O de Gepetto antes de la herida trágica, que es la muerte de un modo atroz de su hijo Carlo. Con dificultad, entregado al alcohol Gepetto, que es puro hacer, incluso con torpezas, incluso con esa vida y esa falta –con todo el duelo encima– intenta sobrevivir: se enfurece, planta un árbol, inventa algo con lo que tiene a mano, la madera. Hasta que, con la ayuda de un hada muy particular (en este caso, lejos de los modelos de Disney, viene con la voz de Tilda Swinton), llega Pinocho. Una vida nueva y posible con todos esos qué hubiera pasado si de fondo. Lo que hizo y lo que no: otra tierra que se sabe hundida, otro que busca levantarse.

Unos días después –¿o unas horas? en estos tiempos un poco desbordados, un poco entre paréntesis como un insomnio infinito, se vuelven difusos los días y los minutos– vuelvo a cruzarme con el asunto de hacer y no hacer. Y también el de la pérdida. Es que me encuentro con una nueva edición de Atención Flotante, el newsletter de Alexandra Kohan. En esta entrega está dedicado a los rituales (los invito a pasar porque es un texto divino y, si todavía no lo reciben por correo, pueden suscribirse aquí). Acá, sin embargo, no se trata de eso que no hicimos y de algún modo espectral reaparece, sino que apunta a eso que hacemos una y otra vez, siguiendo los mismos pasos, caminando por los mismos lugares. Aunque se pueda hacer de otra manera, aunque no haya un motivo muy concreto más que la propia repetición. La vida también es eso, anoto por acá.

“Hay una diferencia entre no poder dejar de hacer algo, verse compelido a hacerlo, no poder no hacerlo y este otro modo: poder no hacerlo y sin embargo, querer hacerlo; poder no hacerlo y sin embargo hacerlo, aun sin saber que lo hacemos. Quizás en esa diferencia se halla la diferencia entre compulsión-superstición (si no hago X, va a pasar Y) y esa otra cosa más ligada a las ganas, a los gustos, a las preferencias, a las costumbres y, por qué no, a la angustia y al deseo. A veces se trata de que algo permanezca ahí donde hubo pérdida, para que no se pierda todo. Los rituales no siempre son eso que se nos impone, muchas veces son eso que hacemos para, como dice Barthes, producir algo de libertad”, escribe la autora y es como un mazazo.

Otra vez la repetición que es este espacio (un ritual para ustedes que lo leen y para mí que lo escribo), otra vez un comienzo que apenas es esbozo, algo hundido que intenta levantarse también. Que se proyecta para adelante, que en cualquier momento se convierte en otra cosa o se diluye. Algo que hago y al mismo tiempo, en este instante, dejo de hacer. Como el protagonista de la novela que no termino de leer: habrá que aprender a vivir con eso.

Empieza una nueva –y muy dispersa– edición de Mil lianas.

Pasen.

1. Time. Con pocos elementos (las manos tensas en primer plano, la cara que muestra a un protagonista desfasado y aturdido, los ruidos de un cuerpo que se choca contra algo presumiblemente metálico, los alaridos) el comienzo de la miniserie británica Time construye un clima y arma un universo: el de un hombre que es trasplantado –ya se sabrán los motivos– a un mundo con reglas y un tipo de hostilidad que desconoce

Mark Cobden (Sean Bean) debe afrontar una condena de cuatro años de reclusión en una cárcel. Un descenso a los infiernos para un docente, un tipo en apariencia común, alguien que hasta que pasó lo que pasó llevaba una vida más o menos respetable. A él mismo le va a costar explicar quién es o cómo llegó hasta donde está, qué fue lo que hizo y, sobre todo, qué fue lo que no llegó ni siquiera a intentar. Con el tiempo tendrá que ir entendiendo códigos, descifrando palabras, leyendo a las personas que lo rodean.

Tras las rejas se va a cruzar con otros presos y sus historias. También lo hará con un personaje en apariencia común, en apariencia respetable, que es su carcelero y a la vez el hombre que tiene la experiencia y la facilidad para comunicarse con todos: el oficial Eric McNelly (una interpretación notable de Stephen Graham, una vez más, un favorito de esta casa virtual del que hablamos por acá y también por acá). McNelly tendrá, desde ese otro lado del espejo que encarnan siempre los agentes penitenciarios (pasar los días en la cárcel pero no ser parte de) su propio descenso y su propia caída por algo que no puede evitar: su hijo queda preso en el sistema carcelario, brutal y despiadado que él mismo representa.

Con actuaciones muy destacadas, con un ritmo vertiginoso y escenas en las que la tensión se respira hasta en los detalles más pequeños, la ministerie Time, una producción de la BBC, fue una de las mejores que ofreció la televisión británica en 2021. Hace unas semanas HBO Max la subió a su plataforma y sus cuatro episodios, de alrededor de 40 minutos cada uno, están disponibles para ver por streaming.

La miniserie británica Time está disponible en HBO Max.

2. Animalia, de Sylvia Molloy. Un catálogo. De los animales posibles, de los soñados, de los anhelados, de los leídos, de los que finalmente llegaron a su vida. Animalia, el último libro de la escritora Sylvia Molloy (venía trabajando en este texto mientras atravesaba una enfermedad y la pandemia, lo entregó a su editora y poco después murió, en julio de 2022) contiene una colección de animales domésticos. Armado con pequeñas apostillas, el entramado de relatos va desde su infancia y todas esas mascotas que no le estaba permitido tener, hasta la llegada –diría, la elección– de los animales de compañía propios. Prácticamente –y con el correr de los años y de las casas– una legión.

En todos los casos, teros, perros, gatos, insectos, gallinas y todo tipo de especies están vistas desde una convivencia (sobre esa posibilidad, ya que estamos, hablamos acerca de otros libros de este año por acá). Con sutileza y brevedad, entre memoria y repaso vital, Molloy describe lo doméstico desde lo más entrañable y lo más pequeño para trazar también una despedida.

“Me llevó mucho tiempo, y el paso por dos países que no eran el mío, para darme cuenta de que para ser uno mismo es siempre mejor estar con otro, sobre todo si el otro pertenece a una especie distinta, es decir, si es totalmente no uno”, señala la autora para pensar ese vínculo lleno de gestos y de roces. De cuerpos que se acompañan, se escriben, se leen y comparten sus días hasta el final.

Animalia, de Sylvia Molloy, salió por la editorial Eterna Cadencia.  

3. Kaidú, de Paula Pérez Alonso. Por estas horas se anunció que la escritora y editora argentina Paula Pérez Alonso ganó el Premio Nacional de Novela Sara Gallardo por su libro Kaidú. Cuando salió, me referí a la novela por acá y este reconocimiento reciente me pareció una buena excusa para volver sobre lo que salió en este espacio por aquellos días.

En Kaidú, una novela de amor salvaje, aparecen el flechazo, las cavilaciones, los momentos de hipótesis, la observación de los movimientos del ser amado, el roce de los cuerpos, el extrañar, la certeza de un romance arrasador y de a tres

Todo esto puede sonar raro, aunque no lo es para Aína, la narradora, que apenas arranca la historia queda cautivada por Juan y también por su perro, que se llama Kaidú. El animal la inquieta, le abre la puerta a un mundo desconocido al que ella se arroja sin pistas, pero también sin tapujos. Aunque al principio se cuestiona si se trata de una especie de affaire entre ella y Kaidú (“¿se puede ser infiel con un perro?”, se pregunta), con el correr de los días se va dando cuenta de que el vínculo incluye también a Juan, que es tripartito, que hay algo en ese triángulo que atrae a todos por igual y los ubica fuera de los límites conocidos.

“Yo solo me entrego a este amor que me sustrae de todos los otros espacios o tiempos por venir. No hay centro, me disgrego; desprovista de coordenadas anteriores que me sirvan de guía, no puedo descifrarlo y aun así, o por eso, soy feliz”, apunta Aína cuando se da cuenta de que está completamente entregada a un trance que la encandila.

Narrada en una primera persona exquisita, con observaciones muy sutiles y un tono intrigante, la novela de Paula Pérez Alonso es una invitación profunda a pensar en el deseo y también en el desenfreno, en el desborde como una posibilidad concreta y estimulante. En el encanto embriagador que trae siempre lo inesperado.

Kaidú, de Paula Pérez Alonso, salió por Tusquets. Se puede leer por aquí un fragmento de la novela.

Banda sonora. Palabras que se repiten estos días: ilusión, sentimiento, fantasía, sueño, magia, gloria, fiesta. Las canciones que elegí esta semana para la banda sonora de Mil lianas están orientadas en esa dirección: de Supertramp a Marisa Monte y Julieta Venegas, además de algo de tango y folk, hay de todo. 

Hablando de ilusiones, una del mundo del indie rock: Ben Gibbard y los suyos (hablamos de él y de sus proyectos musicales por acá: la banda sonora de buena parte de mis veintipico) anunciaron para 2023 una gira por los Estados Unidos con las formaciones de Death Cab For Cutie y The Postal Service. Se cumplen 20 años de los lanzamientos de sus clásicos Transatlanticism y Give Up y decidieron celebrarlo. Por acá (mientras cruzo dedos para ver de qué modo estar en alguno de esos shows, soñar, soñar) puse algunas de sus canciones de fondo y las sumé a nuestra playlist.

Por último, como veníamos hablando de perros y de mascotas en general, recordé que Weezer, otra banda que me encanta, lanzó por estos días el single I Want a Dog y lo agregué también.

¡Hasta la próxima!

AL

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