Era sencillo: había que pasar un chip de un teléfono a otro. Reconozco mi falta de destreza para estas cosas. Hubo una publicidad, allá por 2004. Un nenito en la cocina de su casa afirmaba que el chip es el futuro --recordarán: “Es el chip, mamucha”--, que allí se guarda toda la información, que con esa piecita más pequeña que una tableta para mosquitos todo dato, personal y de los otros, está asegurado. Asegurado para siempre, es decir, eternizado. Hace 17 años no sabíamos que viviríamos mediados por la pantalla. Tampoco que nos tocaría atravesar una pandemia.
A mí la cuestión del chip me parece tan delicada que saqué turno en la Web para llevar los teléfonos a una sucursal de mi empresa de telefonía. “Que se ocupe alguien que sepa”, pensé. Aquel recitado del nenito de la publicidad se resignificó al llegar. El primer contacto virtual con la central de turnos devino en un encuentro presencial, ahora barbijo mediante. El empleado dio por sentado algo, o yo no supe explicar qué. No importa. Esperé una hora y media en la vereda. Todo por “el chip, mamucha”. En ese lapso pasó esto: un tipo salió del local a las puteadas, llovió, cuatro policías de civil detuvieron a una pareja que, al parecer, robaba celulares en Palermo.
De regreso en la bici, con el chip viejo en un teléfono usado pero más “moderno” que el que tenía, miré. Miré a un lado y otro de mi recorrido habitual: Gorriti, Serrano, Padilla, Gurruchaga, Tres Arroyos. Los locales de ropa con las persianas a media asta. Los cafecitos de especialidad en modalidad take away. Las verdulerías y su despliegue de cajones, obscenamente abiertas. Los chicos y chicas que pedalean para las apps de delivery. Los cartoneros y las familias cartoneras. Los murales que nos recuerdan, como si fuese posible olvidar, que Maradona ha muerto. “La bici es un punto de vista”, escribió una vez Josefina Licitra.
Las y los periodistas, que ya estábamos obligadxs a la reconversión, ahora además estamos en pérdida. ¿Qué pasa afuera mientras nos confinamos? ¿Dónde están las notas cuando los cuerpos se retiran del espacio público? ¿Cómo acontece la noticia? ¿Cuáles son los temas, si el tema es uno solo, y es invisible e interfiere en lo más íntimo y hasta en… no sé, la geopolítica? ¿Quiénes son ahora, mientras escribo, los protagonistas de las historias? No, no, sí, ya sé, claro, es obvio: los-que-están-en-la-línea-de-fuego.
Pero mi héroe anónimo también es el señor que hace arreglos de marroquinería a la vuelta de mi casa. Tiene 67 años y en siete meses perdió a su esposa, nuera y hermano por el Covid. Él está parado en la línea de un fuego personal. Y eso, a mi entender, lo convierte en esencial: trabaja para aportar en una casa diezmada por el virus.
Delfina Torres Cabreros es periodista y compañera en elDiarioAR. Cruza en sus notas economía dura con el día a día de las personas. No sólo es rápida para producir, es creativa. Cuando parece que nos tapa el agua, ella tiene resto: con la cabeza afuera, ve. Y mira. Entre el 23 y el 27 de mayo, es decir, hace poco y en apenas cinco días, contó cuanto alcanza la tarjeta Alimentar con la voz de tres madres. Firmó un texto sobre el lobby de las empresas y los tiempos legislativos respecto del etiquetado de alimentos. Otra sobre niñxs y adolescentes que salieron a trabajar durante la pandemia. Y una más, sobre la falta de viviendas para alquilar.
Le pregunté a Delfina cómo hace: “Más que nunca estamos sumidos en nuestra burbuja y las notas que se nos ocurren tal vez reflejan eso; nos cuesta asomar la cabeza. También perdimos la conversación cotidiana con los colegas en la redacción, otra fuente de temas y focos posibles. A veces, para salir del loop de las pantallas, a mí me sirve bajar los temas a testimonios. Digo, tomar algo de la agenda sobre lo que tal vez no tengo mucho para aportar y buscar a las personas a las que eso las afecta directamente”. Delfina es parte de la nueva generación de periodistas que entiende que el teletrabajo no es una consecuencia sanitaria, sino una continuidad de cómo se venía trabajando en las redacciones. Como respondió por escrito, corto y pego esta línea genial: “Antes de la pandemia gran parte del periodismo ya no ocurría en la calle; no es que todos éramos Kapuściński en el campo de batalla”.
“El cambio más grande que siento es que por teléfono hay mucho por reconstruir. Perdés lo cotidiano de la persona a la que entrevistas, gestos, reacciones del cuerpo. Hay que inferir a través del testimonio. Ahí se pierde mucho. Porque si vas a la casa, ves elementos que te permiten hacer una pregunta o sacar una conversación”, me cuenta Celeste del Bianco, periodista, redactora en Tiempo Argentino y productora en Radio Nacional. Ojo, también hay ventajas: ahorrar tiempo, de viaje por ejemplo.
Sobre viajes, Natalia Iocco, periodista, redactora en la sección Policiales de Clarín, extraña el tren. No tanto el medio de transporte, pero sí los sentidos que activaba ese recorrido: observar la diferencia entre vivir en Capital y el Conurbano, descubrir otras formas de socializar y despertar otros intereses. Descartó el método Zoom o videollamada para entrevistar porque, dice, le cuesta generar “un clima”. A cambio, habla por teléfono. Eso le habilitó un nuevo espacio: amplitud de fuentes, el uso a su favor del silencio y cierto “afloje” con los entrevistados.
“Las fuentes judiciales son muy acartonadas para hablar por teléfono. Pero ahora escuchás que les ladra el perro o que el nene llora, y eso hace que sea más... fácil. Por otro lado, hay algo en el arte de la conversación por teléfono. Como trato temas delicados, dolorosos, en general las personas están heridas, enojadas, furiosas y teléfono de por medio pierden la referencia. Entonces me quedo callada y dejo que el otro llene el espacio. Siempre con esta intención de suplantar lo que no podemos, como los gestos”, me cuenta Natalia, entre otras cosas. El audio dura casi 20 minutos y de ninguna manera lo adelantaría.
Hace quince meses que me cuesta escribir adjetivos, imágenes, metáforas, “como si”, asociaciones. Hay texturas en las voces, pero no me conforma el cuadradito que ofrece Zoom o Meet, ni el rectángulo de la videollamada. La conexión es una lotería y los pixeles son nuestro nuevo HD. Trabajar sólo con discurso y dato es limitante. La app del clima no pronosticaba lluvia para hoy. Pero mientras esperaba en la vereda por mi chip-mamucha el cielo se volvió gris, de plomo, un encaje apretado. Igual que el techo de esta habitación en la que, bajo una luz artificial, escribo.
VDM
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