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Sobre este blog

A veces es más interesante lo que sucede en la previa de una entrevista que la entrevista que se publica. A veces, también, las bambalinas de un reportaje merecen “una nota aparte”. ¿Cómo se preparó Esmeralda Mitre para recibir a elDiarioAR? ¿Qué era eso que tenía sobre su escritorio el empresario Claudio Belocopitt? ¿Y el momento exacto en el que Alberto Samid se enfureció delante del grabador encendido? Hay datos de archivo, referencias, climas, declaraciones o rodeos del personaje que no llegan a un texto. Y no hay entrevistado sin entrevistador así que este boletín también indaga en los fracasos y los aciertos a la hora de entrevistar, de la escucha y lo imprevisible. Gracias por venir será una ventana para que corra aire y también para conocernos.

Autora: Victoria De Masi

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La pérdida

Empezar de nuevo.

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Miren, voy corto. La cuestión es doméstica: se rompió un caño en casa. Digo “un caño” para resumir, porque lo cierto es que hay varias pinchaduras a lo largo de unos caños que abrazan la cocina y el baño, desde la pileta de la bacha hasta la ducha. En los últimos quince días aprendí bastante de plomería básica. Voy acumulando toda esa información nueva en un rincón de la cabeza a la espera de que el agua deje de brotar de lugares insólitos.

Todo empezó con una mancha en la pared. Con una mancha, digo: la manera en que se presentan ciertas enfermedades. El diagnóstico fue “humedad de cimientos”, porque la casa es vieja. Pero a mí no me convencía. Insisto: no me convencía ese diagnóstico, es demasiado rápido para un lugar recién refaccionado. Con los meses, la mancha pasó de gris a amarrillo y de verde a negro. De a poco fue tomando la esquina de la cocina. Era como un gremlin, una criatura que se alimentaba de algo y crecía. A la misma altura pero del otro lado, el lado del baño, las juntas de los azulejos tornaron marrones.

Un año y medio así, diciéndole al tipo que tenía que ocuparse del asunto que su método de rasqueteo, enduido, espera y pintura no servía. Que la mancha no sólo volvía a aparecer sino que cada vez era más grande, más deforme. Una vez el tipo se sentó en el borde de la bañadera y escuchó mi queja sin mirarme, como si fuese un marido contando cuánto nos falta para las Bodas de Plata. Dijo que probaría con un líquido que “secaría” la humedad y que luego repetiría su fórmula, que esa mancha iba a desaparecer. Le di un ultimátum: lo resolvía o nos separábamos. Por supuesto nos divorciamos antes de dejar de compartir la cama. 

Hace quince días amanecí con la cocina inundada. Lo que había sido una mancha en la pared ahora era una ampolla que supuraba. Pisé. Dos, ¿tres? centímetros de agua potable cubriendo las baldosas. Estaba para chapotear. Pensé que menos mal que no tengo hijos porque ahora los chicos te cierran el grifo en la cara aunque estés en plena faena de limpieza porque una viene a ser la culpable del derroche de un recurso valioso que en cincuenta años será escaso. Los nenes dicen que nos habrá agua y que la culpa de su futuro sediento es -ya y ahora- nuestra. Tienen razón.  

Seguía mirando el charco. Pensé en Malena Galmarini y en las diez o doce ballenas que vienen zafando de la extinción -esto último, no sé por qué. Pensé en el tono que usaría para mandarle un audio al tipo que tenía que solucionar el problema y claro está, su pócima no resultó. Pensé que el tono era ese que tenía, a las ocho de la mañana de un día de semana, y que no había otro. También pensé que estaba frente a un milagro. Si hubo quién vio vírgenes llorando sangre, por qué a mí no habría de tocarme una pared que me diera vino. Pero no: agarré el secador y recé un rosario de puteadas.

Dos semanas después, acá estamos la pérdida y yo. Pasaron tres jornadas de picar paredes y azulejos, juntar escombros, colocar caños termofusión, estañar, unir con parséc 10 minutos, codear, enroscar, picar un poco más, abrir las llaves de paso y probar: la cosa falló, una y otra vez. Ando con la casa lastimada. La obra ganaría una Bienal de Arte contemporáneo, vengan a tasarla. Yo la decoro. Como ahora hay un agujero que conecta baño y cocina -cocina en suite, eh, qué tal- hago bollos con celofán de colores. A la noche, cuando todo está oscuro, enciendo la luz del baño y veo cómo se filtra el color sobre el piso de la cocina. Es muy tenue. Le da un “clima”. Estoy amargadísima.

Desde que la pared amaneció con panza, se me cruza la palabra “pérdida”. No en términos de ganar o perder, claro. Sino de todo que se escurre, lo que al menos no se recupera de la manera que apareció. Como cuando escribo y sacrifico esa frase que ohhhh, Pizarnik resucitaría (y menos mal que eso no es posible, porque Pizarnik hubo una sola y es justo), para salvar otra más humilde, más sencilla pero no por eso menos potente.

Pico el texto como Blas y César, los hermanos-plomeros que picaron mi pared y ayer me avisaron que habrá que seguir picando. Hay que picar y picar, me dijo Blas, sentencioso, para dar con esa fisura que hasta ahora no se hizo ver. Blas y César son paraguayos. Se criaron en una localidad que está a veinte minutos de Asunción. Los oigo hablando entre ellos en guaraní. Es como si dos pájaros se encontraran a piar en casa. Ellos pían y pican y estañan. Con lo que escribimos pasa lo mismo: si un bloque pierde, hay remendar o cambiar un párrafo por otro; reescribir para disminuir la fuga, achicar el agujero o, directamente, blindarlo. O hacer uno nuevo sin perder el tema, sin perder el foco.

La maravilla sucede en medio del desastre, cuando el fragmento de caño invisible se exhibió. Excavar y que aparezca el hueso de la nota. Pero incluso frente a esa reliquia, seguimos en “pérdida”: por más experiencia, por más técnica, extraer el fósil implica más rotura, más caos y más tiempo. Yo no supe, hasta estos días, cómo eran las entrañas de mi casa y un poco me gusta ver de qué está hecha. Me gusta conocer su revés, sus pliegues, la temperatura. 

Recuerdo las inundaciones que me tocó cubrir. Casi todas en pueblos orilleros. Una vaca parió en la ruta mientras me subía a un bote para llegar a la última casa dañada por el río. Fue en Chaco y había olor a pan y animales de la tierra trepados a los árboles. El sol caía y debajo nuestro, un metro o dos abajo, había antes de la crecida una calle de tierra. Un verde muy verde que impregnaba todas las cosas. Nadie lamentaba haber perdido algo. Ni el colchón ni las gallinas.

Siempre me pareció que el agua es peor que el fuego. Porque el fuego se lleva todo y el agua, en cambio, deja marcas, moho, humedad. El agua va en cadena, es flexible, escurridiza como una serpiente. Va en silencio, sin afectación. Siempre termina en algún lado. No dice el agua “acá estoy” hasta que aparece. Ahora veo la pared, veo el sólido ladrillo naranja que absorbió hasta donde pudo y cuando no pudo más, reventó como un bombucha de carnaval. Lo mismo sucede con los textos, la fisura los hace débiles. Trapeo y pienso cuál es el ritmo, qué música nueva trae este maná que tomó de repente el lugar que habito.

VDM

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A veces es más interesante lo que sucede en la previa de una entrevista que la entrevista que se publica. A veces, también, las bambalinas de un reportaje merecen “una nota aparte”. ¿Cómo se preparó Esmeralda Mitre para recibir a elDiarioAR? ¿Qué era eso que tenía sobre su escritorio el empresario Claudio Belocopitt? ¿Y el momento exacto en el que Alberto Samid se enfureció delante del grabador encendido? Hay datos de archivo, referencias, climas, declaraciones o rodeos del personaje que no llegan a un texto. Y no hay entrevistado sin entrevistador así que este boletín también indaga en los fracasos y los aciertos a la hora de entrevistar, de la escucha y lo imprevisible. Gracias por venir será una ventana para que corra aire y también para conocernos.

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