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Sobre este blog

A veces es más interesante lo que sucede en la previa de una entrevista que la entrevista que se publica. A veces, también, las bambalinas de un reportaje merecen “una nota aparte”. ¿Cómo se preparó Esmeralda Mitre para recibir a elDiarioAR? ¿Qué era eso que tenía sobre su escritorio el empresario Claudio Belocopitt? ¿Y el momento exacto en el que Alberto Samid se enfureció delante del grabador encendido? Hay datos de archivo, referencias, climas, declaraciones o rodeos del personaje que no llegan a un texto. Y no hay entrevistado sin entrevistador así que este boletín también indaga en los fracasos y los aciertos a la hora de entrevistar, de la escucha y lo imprevisible. Gracias por venir será una ventana para que corra aire y también para conocernos.

Autora: Victoria De Masi

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A propósito del morbo

Cecilia Strzyzowski.

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Arranco por acá pero quiero llegar a otro lado. Desde que vi pasar la noticia de Joaquín, el nene de Laboulaye, consumo toda la información sobre el caso que puedo. Escribí que “consumo” porque sí, consumo: pago lo que sea, no importa si es la versión oficial o la panelística, le doy F5 a los portales de noticias locales y releo las notas que copian y pegan de los portales locales los portales porteños. Tengo información pero quiero más. Tiene que haber más. Porque: ¿cómo puede ser que un nene mate a otro?

Ahora, por ejemplo, el televisor de la redacción está encendido en C5N. Habla el intendente del pueblo, César Abdala. Suelto esto que escribo y subo el volumen. Escucho al intendente con atención aunque no diga nada revelador. Dice, sí, que no acompañó públicamente a los padres del chico porque no quiere “politizar el caso”. Interpreto que lo que no desea es aprovechar la exposición que podría darle la historia. El sol le pega de frente. Está mal escrito su apellido en el graph. Calculo que a nadie le importa. Fin de la nota. 

Joaquín entró en la escuela el jueves. Dejó la bicicleta en el patio. En algún momento salió con el amigo. Caminaron juntos, así lo registró una cámara de seguridad. En la escuela no se dieron cuenta de su presencia, tampoco de su ausencia. La familia denunció que no había vuelto a casa ese mismo día por la noche. El chico, todo indica, ya estaba muerto. La policía encontró su cuerpo en una casa abandonada, ubicada a una cuadra de la escuela, cuando llevaba tres días desaparecido. 

Conmoción total en Laboulaye, pequeña localidad ubicada al sur de Córdoba. El domingo a la tarde oí en una radio local a un periodista que daba cuenta de la aparición del cadáver. Estaba shockeado. El lunes velaron a Joaquín. Ayer, martes, se hicieron públicos algunos detalles de la autopsia. Leí todo, sin detenerme en la calidad del producto que estaba consumiendo. Insisto: ¿cómo hace un nene para matar a otro? ¿Por qué un nene mataría a otro?

Un quilombo de esos

En elDiarioAR tenemos un par de reglas para escribir las notas. Menciono dos que vienen a cuenta en esta entrega. Una es citar con nombre al medio y linkear a la nota de la que obtenemos la información: pensamos que el lector debe saber la fuente y también pensamos que está bueno que tenga a mano más información si el tema le interesa. La otra es una regla de oro: los datos que publicamos deben estar chequeados; entre las fuentes que usamos para validar la información están las fuentes oficiales. 

Por eso el lunes temprano, interesada en armar un texto sobre el caso de Joaquín, me puse en contacto con el área de comunicación del Fuero Penal Juvenil de Córdoba. A esa altura, el autor del crimen había confesado. Es decir: un nene dijo “yo maté a mi amigo”. Y acá apareció un quilombo de esos que te hacen tomar decisiones más éticas que profesionales, o las dos cosas. Era temprano para entender cómo un nene es capaz de matar a otro, pero no para saber cómo lo mató, con qué lo mató, dónde lo mató y cuándo lo mató. Lo que necesitaba eran datos específicos, objetivos. 

No fue posible conseguirlos de manera oficial. Hay una explicación y es legal. La Convención sobre los Derechos del Niño establece que “el interés superior del niño debe ser preservado por encima de cualquier otro”. Esta prevalencia opera, incluso, cuando se opone a la libertad de prensa o el derecho a la información. Por otro lado, la Ley 26.061 de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes prohíbe divulgar datos, informaciones o imágenes que permitan identificar, directa o indirectamente al menor asesinado o al menor que podría haber cometido el delito a través de cualquier medio de comunicación o publicación, cuando se lesionen su dignidad o su reputación.

A mí con estas pautas me pasa lo mismo que me pasa con mi analista: mano a mano con él, en su consultorio, entiendo todo; pero cuando salgo y camino dos cuadras hasta la parada del colectivo, dejé de entender. En elDiarioAR nos fuimos quedando atrás en términos periodísticos. Sin corresponsal en zona que consiguiera información de primera mano y con una agenda limitada, sólo podíamos levantar datos que daban otros medios. Pero la publicación de esos datos iba en contra de una ley nacional y una convención internacional. Me refiero a información objetiva: cómo, con qué, cuándo y dónde mataron a un nene de 14 años

En Rosario de la Frontera

Hace muchos años, muchos, me mandaron a Rosario de la Frontera, Salta, a cubrir una ola de suicidios de adolescentes. Yo era una periodista novata recién llegada a la gran sección Información General del Diario Clarín. Nuestro jefe era un periodista lúcido pero en intervalos de tiempo breves. Es decir que cuando el relámpago de su experiencia aparecía había que estar dispuesta a tomarlo todo. Era un tipo explosivo. 

Aquella cobertura fue muy difícil. El mismo día que ese jefe me mandaba a decir que por favor me pusiera a trabajar porque los suicidados “parecían tres tarados que no tenían otra cosa que hacer” (interpreto que yo no lograba explicar en mis notas por qué suicidaban), el Ministerio de Salud me invitaba por mail a leer su manual de estilo para coberturas de suicidios, una serie de pautas elaboradas por personas que jamás pisaron una redacción. Desde ese día, a los decálogos de lo que sea los leo y los guardo en un cajón y no los abro nunca más. 

Sigo acá, en la redacción. Temporal en Mar del Plata, dice el zócalo de TN. Empieza a pasar: Joaquín se diluye entre la dispersión noticiosa, en breve nadie se acordará de él. Yo sigo acá sin medio dato publicable queriendo entender cómo un chico mata a otro. Quiero todos los detalles, leer el expediente como si fuese un cuento, necesito precisiones, cantidades, que pasó antes, qué pasó después: por qué porqué por qué y cómo cómo cómo. ¿Qué será peor? ¿Tener un hijo asesinado o un hijo asesino? Mi mejor estado es este, el estado de pregunta. 

Cuando volví de la cobertura de los suicidios en Rosario de la Frontera conseguí una información valiosa: habían dado con el instigador y con un video en el que explicaba el paso a paso de un suicidio. Rápido, salté del escritorio, entré en la oficina del jefe (oh, el mapaternalismo extendido a las redacciones) y le conté, entusiasmada, la información que yo había conseguido. Me pidió que siguiera con el tema. Cambió una página y despejó un espacio para que escribiera un texto que se publicaría al día siguiente. Conté las novedades que llegaban del juzgado sin ningún tipo de reparo: había un video y unas instrucciones que habían pasado de computadora en computadora.

Al día siguiente, con el diario impreso, se acercó a mi escritorio una compañera respetable, de muchísima experiencia, una referencia total en la redacción, a retarme a viva voz y delante de todos mis compañeros. Lo que yo había hecho, me decía, era condenable desde todo punto de vista periodístico: con mi nota yo estaba dando “instrucciones para suicidarse”. En menos de una semana, mi jefe me había dicho que “mis suicidados” parecían “tres tarados”, el Ministerio de Salud me daba indicaciones para escribir y mi compañera, una eminencia, me ponía los puntos en público.

Muchas veces vuelvo a esa escena. Aparece con nitidez, la repaso. En Rosario de la Frontera, donde se había dado esta ola de suicidios que yo debía cubrir como “enviada especial”, ubiqué la casa de una adolescente que se había suicidado. Otras dos compañeras de colegio también se habían “quitado la vida”. Las enterraron juntas. Toqué el timbre, salió la madre, le expliqué quién era y qué hacía yo ahí. Me invitó a pasar. Entré en su casa oscura, me mostró la habitación de su hija y el cable que la nena había usado. Hablamos un ratito. Ella no sabía por qué. No entendía por qué.

Le pregunté si tenía una foto de su hija, una foto actual (en el diario te decían así, “que sea actual la foto”). La mujer tenía, por supuesto. Me la mostró. El fotógrafo con el que hacía equipo le tomó una foto a esa foto. Salí de la casa con la sensación de misión cumplida. Tenía la historia, tenía la foto. La historia tenía, además, ese plus insuperable de las amigas, que no sólo habían acordado su final sino que perpetraron el ritual una al lado de la otra en el cementerio del pueblo. Me las imaginaba bajo tierra tomadas de la mano. De vuelta en el hotel, cuando me puse a escribir, me di cuenta de que ese día perdí el corazón. Al jefe, por supuesto, mi historia le pareció “masomeno”.

A propósito del morbo

Es que no se trata de morbo. Joaquín habitaba el mismo universo que la persona que levantó una barra de hierro cromado y un pedazo de hormigón y fue y vino sobre la frente y la cara del chico por lo menos 18 veces hasta romperle la cabeza y matarlo. Joaquín y su asesino vivían en el mismo pueblo tranquilo, en este mismo país, en nuestro mundo. Y yo quiero saber con quién comparto el mundo. No es el morbo, es la excepcionalidad.

A Cecilia Strzyzowski, de cuya desaparición se cumplió un mes el domingo, la habrían descuartizado y triturado, habrían metido una mezcla de carne y hueso en unas bolsas de consorcio, el relleno de algunas bolsas las habrían vertido en un río, el contenido de otras bolsas habría sido quemado… La última vez que Cecilia tuvo forma fue en una cámara de seguridad. Ahí estaba, materializada. La madre pide aunque sea un pedacito de Cecilia. Se lo dio la tele antes que la fiscalía: un dije en forma de cruz chamuscado por el fuego. En el caso de Cecilia tampoco es el morbo, informar es romper con la impunidad con la que se maneja una familia poderosa.

Hay un género nuevo al que llamo periodismo de indignación que aparece cuando no hay información verificable/verificada. Textos larguísimos y lacrimógenos, editoriales en radio y televisión voceados desde el yo que no le importan a nadie. Hilos en Twitter que solo fijan poses más que posturas y posteos en Instagram hechos para el rejunte de likes. Esos discursos están por todos lados porque no hay manuales de estilo que los regulen y porque quien los enuncia trabaja su nombre como si fuese una marca. Somos periodistas trabajando para un sistema que está desbocado. Cecilia y las personas que intervinieron en su final, Joaquín y su asesino, vos y yo habitamos el mismo mundo. Yo necesito información para saber con quién comparto el mundo. Nada más. 

VDM

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A veces es más interesante lo que sucede en la previa de una entrevista que la entrevista que se publica. A veces, también, las bambalinas de un reportaje merecen “una nota aparte”. ¿Cómo se preparó Esmeralda Mitre para recibir a elDiarioAR? ¿Qué era eso que tenía sobre su escritorio el empresario Claudio Belocopitt? ¿Y el momento exacto en el que Alberto Samid se enfureció delante del grabador encendido? Hay datos de archivo, referencias, climas, declaraciones o rodeos del personaje que no llegan a un texto. Y no hay entrevistado sin entrevistador así que este boletín también indaga en los fracasos y los aciertos a la hora de entrevistar, de la escucha y lo imprevisible. Gracias por venir será una ventana para que corra aire y también para conocernos.

Autora: Victoria De Masi

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