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Pulpa es un suplemento de ficción semanal editado por El Cuaderno Azul que publica textos breves y potentes, directo de nuevas voces para lectores hambrientos. Recibimos textos de manera abierta, a través de este link. 

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Los días perfectos de los flamencos

flamenco en la playa

Noelia Torres

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Los días perfectos de los flamencos

Luego del incendio del hotel, nos quedamos un par de días más en la habitación. En nuestro piso, el quinto, estábamos solo nosotras. Mi mamá, casi todas las tardes, cuando volvíamos de la playa, se ponía a jugar con el eco del pasillo. Abría la boca y decía “ahí vienen los bomberos”, “sálvese quien pueda”, “hora de evacuar”, “oh, señor policía, sálveme”, “eco, eco, eco”. Una música extraña le volvía, pero el rebote no tenía el parecido simétrico de su voz. Después, uno de los encargados nos llamó por teléfono al cuarto y nos dijo que ya teníamos permiso de ir a la parte más alejada, donde estaban las instalaciones más lujosas. Así también lo dijo el que nos vino a ayudar con las valijas. Alto, morocho, extraño como un espantapájaros de traje formal oscuro. Su boca estiraba la o hasta abrirla y casi convertirla en una a. “LU - JOOOAAA - SAS”. Guardamos nuestras cosas en las valijas. La mía era azul oscuro y tenía mis cosas guardadas en rollos. Ese era mi método. Tomar una remera, lila de algodón por ejemplo, y apretujarla en un cilindro casi perfecto. Los dedos se metían en la masa de la tela hasta domarla. Mi mamá guardaba todo en cuadrados. Pequeños se apilaban como la torre de Babel, pero más esponjosa.

El día del cambio bajamos al lobby. Todavía quedaban algunos empleados en nuestra área. Una mujer bajita de pelo teñido y rojo. Un señor grande que arrastraba una pierna. El que parecía ser un gerente o alguien con más autoridad que el resto. Joven y asustado nos dijo que… que… que… ya era seguro, que el área ya estaba despejada.

Nos mudamos al otro lado. Cruzamos el patio vidriado y alto. El sonido de nuestras pisadas y el ruido de las ruedas de las valijas rebotaban y se escondían en las paredes de cemento.

***

—Tenés dos posibilidades: o aprendés a nadar o no venimos más a la pileta, pero te vas a arrepentir, me dijo mi mamá. Su cuerpo flotaba como una botella cerca del borde donde estaba yo. Su piel blanca territorializada por venas verdes, complejas y por una cantidad esparcida de lunares desmedidos. Sus amenazas aéreas dobles eran su deporte favorito. Cuando era chica, habré tenido 7 u 8 años, me dijo que si no aprendía a andar en bicicleta se me iban a caer las piernas. Resultado: me subí con miedo a la noche en el patio de atrás y me caí y me abrí la pera. Era la primera vez que sangraba tanto, ni siquiera cuando dejé de ser

virgen, vi que me saliera tanta sangre de adentro mío. Se me pintó la piel de un rojo sabroso. Todavía tengo una cicatriz de cinco puntos como testigo irregular de la anécdota.

—No tengo ganas, má. —Y me seguí mojando los pies en el agua. Esa era mi estrategia flotante de contraataque. No tener la voluntad suficiente para salir adelante de los problemas. Esquivarlos como pelotas a los 32 años. Tampoco ceder, no moverme, no claudicar, no avanzar. Era el meridiano de Greenwich, inexistente a la vista, aunque necesario su dibujo en los mapas para ordenar los territorios emocionales.

—¿Querés que vayamos a ver a los flamencos de nuevo?

—Sí, dale. Pero después.

***

El estanque de los flamencos era la atracción principal del hotel. “Un oasis natural al alcance de la vista. Una cura para los nervios. Un cuidado especial de la naturaleza”. Decían los folletos que estaban en el revistero al costado del lobby. Los papeles se hamacaban doblados por el tiempo, llenos de una enumeración caótica de cualidades del hábitat de los pájaros. Caminamos por la pasarela de madera que unía la zona de huéspedes con el estanque. Había carteles que indicaban el camino y cuánto faltaba para llegar. “10 minutos”, “Gire a la derecha”. Seguimos un rato por el sendero hasta un claro con un mirador elevado desde donde se podía ver a los flamencos. A los costados, había unos pastos muy altos y finos que tintineaban rasposos con el viento. También cuando los rozabas con los brazos para pasar entre ellos.

“Mar Chiquita, como ya dijimos, alberga tres de las seis especies de flamencos del mundo (las tres que están presentes en Argentina): el flamenco austral, el flamenco andino y la parina chica (Figs. 1, 2 y 3). El flamenco austral es, por lejos, la especie más abundante y se la encuentra durante todo el año. Las otras dos son visitantes de verano, cuando descienden de sus áreas de cría ubicadas en las lagunas altoandinas de la Puna argentina, boliviana y peruana. El flamenco andino es un visitante estival regular, que puede concentrarse en números que superan los varios millares. La parina chica aparece en Mar Chiquita en bajas cantidades y más esporádicamente”.

—¿Cuáles serán estos? ¿Los andinos o los australes? Fijate vos, que ves mejor.

—Ni idea. A ver, pasame el folleto.

Miré un rato las fotos pequeñitas y mal impresas de las aves. Borroneadas no llegaba a distinguir bien el color para poder diferenciar a las especies.

—Cosas potentes de la vida suceden en el campo.

—La verdad no sé, má, no llego a distinguir.

Sentí pena por ellos porque venimos hace una semana, todos los días a verlos y todavía no aprendimos nada.

—Nos quedan unos días más en el hotel, no te preocupes.

—Tengo hambre. Ya me empezó a picar el yup-yup.

Así le decíamos al lunar enorme que tenía en la espalda. El único que sobrevivió al cáncer de piel. Los cirujanos no quisieron retirarlo porque no hacía falta, no tenía células malas. Entonces se quedó ahí para siempre en la espalda de mi mamá como un recordatorio vivo.

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