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“Estoy triste”: la vida de Berthe en Venecia, a un año del vuelo de refugiados Níger-Roma del que participó elDiarioAR

Durante los primeros meses en Italia, Berthe vendió artesanías hechas en el campo de refugiados

Delfina Torres Cabreros

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El 26 de noviembre de 2021 un Boeing 787 de la ONG Solidaire, que preside el piloto argentino Enrique Piñeyro, trasladó a 50 personas desde un campo de refugiados a Níger a Roma, desde donde se distribuyeron en todo el país con el objetivo –el sueño– de empezar una vida nueva. Todos ellos habían intentado ya cruzar de manera ilegal a Europa, lanzándose al mar desde Libia. Habían sido capturados por la guardia costera, encarcelados y sometidos a torturas.

Ese día, en el Aeropuerto Internacional Diori Hamani, se vivió un abordaje calmo. La euforia llegó después, ya con el avión suspendido en el aire, y explotó en forma de cánticos religiosos y vivas a Italia. Berthe, sentada en las butacas de la primera fila, lideró la celebración aérea y fue la encargada de agradecerle por altoparlante a Piñeyro, quien pilotó todo el trayecto. Un año después, consumido el entusiasmo inicial, su ánimo es otro. 

“Estoy triste: todavía no pude conseguir un trabajo y me estoy por quedar sin hogar”, dice a elDiarioAR desde Venecia, donde vive. Berthe, que tiene 40 años, usa bastones y solo puede apoyar una de sus piernas, cuenta que por su discapacidad solo puede trabajar en puestos de atención al cliente, pero que todavía no domina lo suficiente el idioma como para conseguir un empleo de ese tipo. Vive sola en una casa, pero el compromiso de Cáritas Italiana, ONG que organizó la misión junto a Solidaire y Open Arms, era garantizarle alojamiento y comida por un año. Un plazo que ya termina. 

Lo que más le preocupa es que, sin trabajo ni hogar permanente, no puede avanzar con las gestiones para intentar llevar a Italia a sus hijos. Los dejó hace siete años en Camerún, su país de origen, y salió con el objetivo de cruzar el desierto y alcanzar el Mediterráneo. Su hija más chica tenía entonces siete meses y nunca más la volvió a ver.

Primero llegó a Argelia y luego le pagó 2.000 euros a una persona que prometió despacharla a Italia vía Libia en un “barco seguro”, pero la abandonó en la costa, donde durmió dos meses esperando la chance de cruzar. La encontró la guardia costera y estuvo un año presa antes de ser evacuada gracias a una gestión de las Naciones Unidas a un campamento en Níger, donde pasó cuatro años. 

En el campamento Berthe vendía cigarrillos y hacía “pequeños negocios” para intentar juntar algo de dinero y mandarle a los hijos. También fabricó un montón de pelucas –de trencitas negras o castañas decoradas con caracoles, mostacillas o hilos de colores; peinados elaborados para mujeres africanas–, pero como se las pagaban muy poco decidió guardarlas para vender una vez que llegara a Europa. 

Eso hizo. El 18 de diciembre, ya en Venecia y liberada del período de cuarentena inicial, envió fotos. En la imagen Berthe, detrás de una mesa montada en una plaza de adoquines, vende unas túnicas africanas, bijouterie, ojotas y cestitas hechas con mostacillas, pelucas. Está sentada en una silla de ruedas, abrigada con guantes en las manos y un saco largo. Se ríe. 

“Vine a vender mis bienes que traje de Níger, gracias a la ayuda de mi comunidad anfitriona”, escribió entonces. “Tengo una buena comunidad, todos me cuidan bien, estoy muy contenta. Me dan coraje, amor y el deseo de tomar el control de mi vida”. Contaba que Cáritas le proveía de todo lo que necesitaba: “Tenemos comida, mucha comida, no tenemos la capacidad de comerla todo. En Níger sufrimos tanto, sin nada que comer, que esto me parece demasiado”. Soñaba, por esos días, con escribir un libro con su historia o incluso actuarla en cine; darle a conocer al mundo lo que sucede en África y, también, “la gracia de Dios”. 

Pocos días antes de la Navidad, Berthe logró enviarle dinero a sus hijos en Camerún. También los llamó por teléfono, algo que cuando estaba en el campamento nigerino había dejado de hacer: les generaba más dolor que alivio. “Cuando llegué acá los llamé y empezaron a llorar. Me decían: ‘Mamá, ¿por qué nos abandonaste? Estamos sufriendo mucho’. Lloraban, lloraban, todos lloramos. Pero ahora que estoy acá les dije que voy a hacer todo lo posible para traerlos y empezar una vida de familia”, contó, y envió tres fotos más.     

En una está su hijo más grande, adolescente, en una selfie tomada en la vereda de alguna ciudad de Camerún. De fondo, una casa con una galería precaria, un nene con un bidón de agua sobre la cabeza, un grupo de hombres empujando una carretilla. En otra foto, sus mellizos, ambos con mochila en la espalda y el uniforme del colegio: la nena, con un vestido largo hasta el piso color beige, que contrasta con su piel oscura. Su hijo, una camisa manga corta y un pantalón de la misma tela, ambos de pie en el piso de tierra. En la tercera foto, su hija más chiquita con el guardapolvo azul del jardín. La que vio por última vez cuando tenía siete meses. 

“Ellos no tienen un buen cuidado. Después de que yo me fui de Camerún empezaron a sufrir malos tratos. Mi hijo más grande se escapó de la casa varias veces. Se fue, pero lo encontraron. Después de eso me contó por teléfono que en esa casa los tienen como esclavos: todos los días tienen que empaquetar camotes y llevarlos al mercado para vender. Tienen que vender, vender, vender, no comer. Y si sacan algo de dinero para comprar comida, cuando vuelven a la casa les pegan y los castigan”, cuenta Berthe, e insiste una y otra vez sobre esta idea: “Toda mi esperanza es encontrarlos y traerlos conmigo”. 

Hasta febrero continuó vendiendo algunos productos, y luego ya no tuvo más mercadería. Se le acabó la producción de los últimos cuatro años en el campo de refugiados. Si bien terminó la escuela y tiene facilidad con los idiomas –habla francés y algo de inglés–, recién está aprendiendo el italiano. 

Lucía Forlino, integrante de Cáritas Italiana, que organizó la misión de noviembre de 2021,  explica que si bien hay cientos de personas en la misma situación, tienen un criterio para seleccionar a los refugiados a trasladar a Italia. El primero es el de la vulnerabilidad y por eso la mayoría son mujeres solas con sus hijos pequeños. Pero también buscan que sus perfiles encajen con las familias que los guían durante el primer año y que tengan posibilidad de insertarse en las comunidades a las que llegan.  

Berthe perdió contacto con el resto de los refugiados que llegaron con ella, que fueron distribuidos en ciudades de todo el país: Matera, Verona, Avellino, Milano. Pero, según escuchó, a algunos de ellos les “va bien”. Sin discapacidad física, la posibilidad de adaptación al mundo laboral de los recién llegados se multiplica; los inmigrantes representan una parte importante de la fuerza laboral europea. 

En ese grupo diverso de 50 personas, es posible que haya muchas historias diferentes. Uno de los refugiados, de 36 años y oriundo de República Centroafricana, murió el mismo día que arribó a su destino. Llegó a Verona, cenó con la gente de la diócesis y horas más tardes lo encontraron sin vida en la cama. “Suele pasar. La lucha y la esperanza de salir de la situación los mantiene vivos y cuando llegan o sus familias están a salvo, se descompensan”, reflexionó una médica.  

Berthe no consiguió todavía empleo y ya no tiene garantizado el techo por muchos días más. Al menos no en una vivienda individual, como la que habita ahora. “Tengo que ser paciente y seguir estudiando el idioma, buscar un trabajo. Pero tengo miedo de compartir la casa con otras personas, ya sufrí demasiado por el comportamiento de otros. Prefiero compartir una casa con mis hijos en vez de con extraños. Estoy triste”, dice en su inglés afrancesado.  

Asegura que en otros países los refugiados con discapacidad son alojados en departamentos apropiados y reciben una pensión con la que pueden pagar el alquiler y alimentarse. Ella averiguó en la municipalidad de Venecia, pero le explicaron que de acuerdo a la ley italiana es necesario que tenga cinco años de residencia en el país para aplicar. No escuchó hablar de Giorgia Meloni, la flamante ministra italiana y, si bien vive la experiencia en su escala personal, desconoce que la hostilidad ha crecido contra los refugiados –los africanos– a nivel nacional.    

DT

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