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QUÉ ESCUCHAR
Lo mejor de 2022, de Björk a Rosalía, del Negro Aguirre a Joshua Redman y de Ravel a Beyoncé

Rosalía en el Movistar Arena

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La primera vez que escribí para un diario, Tomás Eloy Martínez, entonces editor del suplemento Primer Plano de Página/12, me dijo: “No usamos la primera persona del plural. Todo en impersonal y, si hay algo realmente personal para decir, la primera del singular”. Uso, entonces, esa temida, impúdica primera voz, para decir que esta lista de los mejores discos publicados en 2022 es mía y no lo es. Se corresponde con mis escuchas pero no necesariamente con mi gusto.

Explico: por más abierto que uno sea –o intente ser–, en la soledad –o en la compañía de los pocos con quienes se comparte la vida– uno escucha siempre más o menos lo mismo.  En mi caso música clásica (o música de tradición europea y académica, si se quiere ser más preciso), jazz, tangos (y no Tango; hay algunos que me gustan mucho y otros que no me gustan nada), músicas tradicionales de diversas partes del mundo y nuevas creaciones que dialogan con ellas, y lo que ahora tiende a llamarse rock clásico y sus eventuales derivaciones actuales.

Eso no me impide entender el valor, y la excepcionalidad, y la creatividad de las publicaciones de Renaissance de Beyoncé, Un verano sin ti de Bad Bunny, Motomani de Rosalía o Mr. Morale & The Big Steppers de Kendrick Lamar. Tal vez no vuelva a escucharlos en mi vida (cosa que sí haré con New Standards Vol 1 de Terry Lyne Carrington, con el Concierto en Bordeaux de Keith Jarrett, con los conciertos para violín de Ludwig van Beethoven, Alban Berg y Béla Bartók por Franz Peter Zimmermann con la Filarmónica de Berlín, con el encuentro del Negro Aguirre y Juan Quintero o con Fossora de Björk). Pero sería injusto empezar a hablar de lo relevante del año sin referirme a ellos y a un impensado aire de familia (un sonido de época, podría decir) que, de manera impensada, comparten con ¡Ay!, de la artista sonora Lucrecia Dalt (nacida en Colombia y radicada en Alemania), The Blue Hour, una obra colaborativa entre varias compositoras, entre ellas Shara Nova y la notable Caroline Shaw (cuya Partita a 8 voces fue parte de la sugerente música de la serie Dark) y la Drone Mass de Jóhann Jóhannsson –un compositor islandés de música para cine, teatro y danza, fallecido hace cuatro años por una sobredosis de cocaína– que editó este año la otrora conservadora Deutsche Grammophon.

En todo caso, esos elementos en común entre estéticas sumamente diferentes entre sí no podrían ser más sincrónicos con su época y con la idea de lo transgenérico. Una suerte de pos-posmodernismo donde el hip hop, las músicas tradicionales, el barroco à la Vivaldi, los paisajes sonoros o la pulsación electrónica, el trap, el reggaetón, lo experimental o el ambient no son más (ni menos) que enciclopedias que ya nadie –o casi nadie– toma literalmente. Una gigantesca mesa poblada de platos en la que cada uno elige –en distintas proporciones– cuánto y de cuál se sirve. Finalmente, en los trabajos de Rosalía, Beyoncé y Bad Bunny hay originalidad y miradas creativas sobre sus respectivos géneros. Y esa suerte de zapping (algo empieza por un lado, sigue por otro y nunca se sabe exactamente cómo terminará) que atraviesa mucho de lo hecho últimamente alrededor del pop.

Varios discos, por su parte, se acercan a tradiciones latinoamericanas de la canción y lo hacen con resultados sumamente interesantes. La mencionada Lucrecia Dalt en ¡Ay!, Natalia Lafourcade en De todas las flores, Silvana Estrada en Marchita y Roxana Amed en Unánime encuentran caminos diferentes pero unidos en el cultivo de la expresividad lacerante, y de la pasión (incluyendo su desborde) como una de las bellas artes.

Abrazo, de Carlos “El Negro” Aguirre y Juan Quintero, rescata una actuación conjunta de hace doce años, en el Teatro Independencia de Mendoza. Podría hablarse de la importancia de ambos artistas en el plano de la música argentina de tradición popular. De sus trayectorias. De discos como Rojo, Caminos o La música del agua, de Aguirre, o del gran trío Aca Seca, del que Quintero fue pieza esencial. Pero no alcanzaría para nombrar ­­–o para describir– esa virtuosa e improbable combinación –que comparten– entre la modernidad de sus miradas, el conocimiento profundo de las tradiciones, el registro en tiempo real de las vibraciones de su época y un swing de naturalidad apabullante. Y, en este caso en particular, una milagrosa confluencia que hace que el total sea aún más que la suma de las partes.

En el caso de Fossora, el nuevo disco de Björk, me remito al extraordinario análisis de Abel Gilbert publicado en Otra Parte. Apenas agrego mi propia fascinación por esta artista de 56 años y con treinta de carrera que se mantiene fiel a algunas de las premisas que –en este caso sí– articulan mi sistema de valores estéticos y mi gusto: la idea de que la complejidad del arte nos ayuda a ser más complejos y de que esa complejidad nos hace mejores.

Todavía por el lado del pop, el neo folk y el rock, dos o tres sorpresas (agradables): la voz y las canciones del artista queer S. G. Goodman en Teeth Marks, la relectura del bolero en Nacarile de iLe, la melancolía en Big Time, de Angel Olsen, la luminosa oscuridad de The Smile –la reencarnación de Radiohead– en A Light for Attracting Attention y los inteligentísimos (nuevamente) cruces entre géneros en The Car de The Arctic Monkeys.

La música contemporánea ya no es lo que era, podrá decir algún recoleto vanguardista prendado de ese pasado que se imaginaba futuro inmutable. Eventualmente, en las fronteras de la modernidad tolerable para las masas (algo así como las empanadas picantes sin demasiado picante o el locro vegano) resaltan tres ediciones: las ya nombradas Drone Mass de Jóhannsson y The Blue Hour, un ciclo de canciones creado por las compositoras Rachel Grimes, Angélica Negrón, Shara Nova, Caroline Shaw y Sarah Kirkland Snider y comisionado e interpretado por A Far Cry, una orquesta de cámara de Boston, y el notable homenaje a Nina Simone (y a la negritud y a la militancia) de la cantante Julia Bullock en Walking in the Dark, donde conviven los spirituals, John Adams, Samuel Barber y Connie Converse.

En su Concierto de Bordeaux, parte de la última gira, en 2016, más que de la cama al living Keith Jarret va, como en sus fundantes presentaciones en Bremen y Lausanne, del atonalismo al rhythm & blues y lo hace en su nivel más alto (lo que significa muy pero muy alto); la baterista Terry Lyne Carrington, en New Standards Vol 1, comienza a trazar un nuevo canon, a partir de la obra de autoras como Alice Coltrane, Mary Lou Williams, Maria Schneider, Cecile McLorin Salvant, Geri Allen, Eliane Elias, Brandee Young, Abbey Lincoln y Esperanza Spalding con un grupo en el que brilla una base de instrumentistas extraordinarias –la propia Carrington, la pianista Kris Davis y la contrabajista Linda May Han Oh– junto con el trompetista Nicholas Payton y el guitarrista Matthew Stevens; el saxofonista Immanuel Wilkins, en The 7th Hand, ofrece un disco fantástico, original y lleno de fuerza y sutileza a la vez, con participaciones excelentes del grupo de percusión Farafina Kan, del contrabajista Daryl Johns y de la flautista Elena Pinderhughes, y dos grandes nombres del saxo tenor, Joe Lovano y Joshua Redman, confirman su estatura, el primero en dúo con el guitarrista Jakob Bro en Once Around The Room y el segundo con un cuarteto de luminarias en estado de gracia (él, Brad Mehldau, Christian McBride y Brian Blade) en Long Gone. John Scofield a solas (en un disco con su nombre como título), un dúo de inquietante poesía con el ya legendario trompetista Enrico Rava y el pianista Fred Hersch (Retrato em branco e preto) y el exquisito Amaryllis de la guitarrista Mary Halvorson (que forma parte de un díptico con Belladona), con Adam O`Farrill en trompeta y Patricia Brennan en vibráfono encabezando un grupo perfecto, muestran un escenario extremadamente rico en el mundo del jazz.

Un libro excelente, el que el investigador Sergio Pujol dedicó al Gato Barbieri (Gato Barbieri. Un sonido para el Tercer Mundo, Planeta) da el pretexto, por su parte, para acercarse a los revolucionarios primeros discos del rosarino que marcaron no solo una revolución en el género sino un camino de lo latino mucho más cercano a la guturalidad de las vidaleras que al Caribe. 

En el campo de la música de tradición académica, unos cuantos álbumes resaltan por la calidad de sus interpretaciones. El violinista Franz Peter Zimmermann, uno de los grandes solistas del momento, logra versiones de referencia de los conciertos de Beethoven, Bartók y, en particular, del inmensamente expresivo Concierto a la memoria de un ángel de Alban Berg. Los registros son en vivo, junto con la Filarmónica de Berlín y con tres directores diferentes, Daniel Harding, Alan Gilbert y Kirill Petrenko. El Ensemble Sésame registra una fantástica integral de la música de cámara de Maurice Ravel. François-Xavier Roth, al frente de su orquesta Les Siecles (con instrumentos de época y cuerdas de tripa) y junto con la soprano Sabine Devieilhe interpreta una Sinfonía Nº 4 de Gustav Mahler de singular transparencia. El pianista Krystian Zimerman encuentra la voz interna del polaco Karol Szymanowski –contemporáneo exacto de Ravel– en un conjunto de notables piezas casi olvidadas. El gran clavecinista Francesco Corti revive (en sentido literal) las 8 Grandes Suites de Georg Friedrich Händel. Y la Orquesta de Filadelfia, con la cómplice dirección de Yannick Nézet-Séguin graba por primera vez las seductoras Sinfonías Nos. 1 y 3 de la compositora afronorteamericana Florence Price, nacida en 1887 y precursora de Gershwin –aunque Gershwin no lo supiera– en más de un aspecto.

DF

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