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Literatura

Las múltiples vidas de Margaret Atwood: la escritora publica sus memorias en la obra más personal de su carrera

La escritora Margaret Atwood

Cristina Ros

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No entraba en sus planes escribir unas memorias. La vida de un escritor es demasiado aburrida, pensaba, al menos cuando este se dedica a lo fundamental: leer, leer, leer, escribir, escribir, escribir. Publicar un libro, y luego otro, y luego otro más. Esto, durante sesenta años; los que dura la carrera de un autor que comenzó a publicar en su juventud y ya entonces se comprometió con este oficio, que no implica otra cosa que levantarse cada mañana y sentarse a escribir. Un día tras otro, llueva o queme, con dolor de muelas o tras una discusión. Escribir, escribir y escribir, a mano, a máquina, a ordenador o al dictado en el móvil. Seguir escribiendo, hasta que el cuerpo aguante.

A Margaret Atwood (Ottawa, Ontario, 1939) el cuerpo le resiste, aunque este año ya no esté para hacer una larga gira de promoción como las de antaño por el lanzamiento de la obra más personal de su vasta carrera, Libro de mis vidas. Como unas memorias (2025). Desde ese cuerpo de mujer que se acerca a los noventa años, un cuerpo en sintonía con una mente en plenas facultades, echó la vista atrás para, después de tanto empeño puesto en la ficción, ponerse a sí misma en el centro. Es mayor, y ya no tiene nada que perder. Muchos de quienes aparecen en sus páginas ya murieron; y ella misma asume con templanza lo que vendrá. Este libro no habría sido igual en otra etapa de su vida.

Nunca cultivó la autoficción –de hecho, sus títulos más conocidos, y en particular El cuento de la criada (1985), que cumple cuarenta años, son sus obras de ficción pura–, pero parte de lo que relata en sus memorias ya lo había contado en ensayos, entrevistas e, incluso, en alguna novela, camuflado, eso sí, con la máscara de la ficción. De su niñez le viene la conciencia ecológica, una mirada imprescindible en títulos como la Trilogía de MaddAddam (2003-2013). De niña pasó mucho tiempo en la montaña, entre carpas y cabañas donde muchas veces no había electricidad ni agua corriente.

Sus padres, un matrimonio de la provincia de Nueva Escocia, llevaban ese estilo de vida para que él, Carl Atwood, un entomólogo que llegó a ser profesor de la Universidad de Toronto, pudiera dedicarse a estudiar insectos. La pequeña Atwood, apodada Peggy –no comenzó a utilizar su nombre de nacimiento hasta que publicó su ópera prima y decidió que tenía que resultar más formal–, se fundió con la naturaleza: aprendió a pescar, a navegar en canoa, a recolectar hongos y bayas, a observar las aves –una afición, la ornitología, que mantuvo con pasión en su vida adulta y la llevó a tener una existencia errante, durante cuarenta años junto a su segundo marido, el novelista Graeme Gibson (Ontario, 1934-Londres, 2019), y desde entonces con amigos–.

Como a Anne Tyler (Minneapolis, 1941), que también tuvo una infancia asilvestrada, la entrada en el colegio le resultó traumática, y no por motivos académicos (se graduó con honores): sufrió acoso escolar, una experiencia que le enseñó que las niñas no son seres angelicales y que la intimidación adopta formas distintas según el género del perpetrador (basada en la jerarquía, el dominio sobre los demás de quien posee algo, en el caso de los chicos; y más sibilina, intrincada y mudable en el caso de las chicas). Por una vez, canalizó ese trauma en una novela, muchos años después: Ojo de gato (1988).

Atwood, sin embargo, no se regodea en el papel de víctima; se reconoce, incluso ahora, una anciana traviesa, mordaz y, quién sabe, quizá hasta mentirosa; todo escritor lo es, en mayor o menor medida. Ella siempre se sintió libre, no tuvo pelos en la lengua ni en la escritura ni en la vida misma, a pesar de las sombras de sus múltiples “vidas”: la niñez rural en la posguerra, la etapa universitaria con sus pinitos literarios, la revolución juvenil y la segunda ola del feminismo en los sesenta, la deriva conservadora de Ronald Reagan y Margaret Thatcher en los ochenta, la amenaza global de la Guerra Fría con la posterior caída del Telón de Acero, el 11-S, la digitalización, el #MeToo y la nueva ola feminista, la llegada de Donald Trump al poder y la incertidumbre contemporánea.

La deconstrucción de las estructuras de poder

Si por algo se caracteriza su narrativa, tanto cuando imagina escenarios hipotéticos (El año del diluvio, 2009) como cuando adopta un cariz más realista (Nada se acaba, 1979) o histórico (Alias Grace, 1996), es la perspectiva crítica que deconstruye las estructuras de poder, sean de tipo gubernamental o más bien íntimas, en las relaciones de pareja o la violencia contra las mujeres a lo largo de la historia y en diferentes civilizaciones. En la investigación del pasado, a propósito, encuentra mucho de lo que ha nutrido su obra, no solo en El cuento de la criada; la caza de brujas, por ejemplo, es una gran inspiración.

Ahora se lee (y se celebra) a Atwood como a una escritora feminista, tanto por las ideas que subyacen en sus libros como por las declaraciones que ella misma ha hecho en los últimos años, sobre todo a raíz del estreno de la serie basada en su novela más conocida, un acontecimiento que la situó en el centro de la escena cultural. Sin embargo, y pese a la evidencia de que ese pensamiento siempre estuvo ahí –su primera novela, La mujer comestible (1969), es una fábula perturbadora que muestra cómo la tiranía de los roles de género cristaliza en el cuerpo de la protagonista–, ella no se pone medallas: admite que entonces no se consideraba feminista, porque no existía una conciencia al respecto.

Esa es otra de las claves que dan sentido a estas memorias: el aprendizaje continuo, los cambios, el hecho de saber leer las inquietudes de los tiempos y amoldarse a ellos. Ella lo ha hecho con astucia, expandiendo su territorio, sin aferrarse al pasado ni glorificarlo, pero utilizando su experiencia para llamar la atención sobre un peligro que tiene claro: cualquier estructura sociopolítica, en cualquier parte, puede caer en cualquier momento. La ley del péndulo es real, la ha vivido y la vive hoy con la enésima reacción contra el feminismo, las amenazas a las minorías y los derechos civiles.

La autora Margaret Atwood

Porque Atwood escribió El libro de mis vidas con la mochila a cuestas, esto es, con la mirada de la mujer de ochenta y cinco años que no cae en la tentación de la nostalgia y hace valer las cualidades que la han colocado en lo alto del panorama literario, a saber: la ironía, el ingenio, la destreza narrativa, que esta vez aplica a sí misma, en forma de unas memorias pizpiretas en las que no se vende como ejemplar ni como “maldita”; no se droga, no bebe, tiene alguna que otra excentricidad (como su pasión por la astrología y las ciencias ocultas) y su vida se sale de ciertas convenciones, pero, aun así, para ella no es más que la rutina de una mujer corriente con una profesión que cosiste en escribir.

De esa vocación, desde fuera se ven sus tareas aledañas –presentaciones, conferencias, entrevistas, premios, adaptaciones audiovisuales–, pero para llegar ahí (si se tiene esa suerte; no todo el que escribe recibe atención) hay que teclear muchas palabras y borrar incluso más. Ella comenzó con la poesía, aunque han sido las novelas, como suele ser habitual, las que le han granjeado más lectores. También se ha prodigado en el relato y el ensayo, ha escrito literatura infantil y se ha encargado de diferentes antologías (con un compromiso especial con la en su día naciente narrativa canadiense moderna). Otra faceta creativa menos conocida es el dibujo y la pintura (se pueden encontrar bocetos).

Su trayectoria ha estado ligada a la consolidación de la industria editorial en Canadá, al igual que coetáneos como Robertson Davies (Ontario, 1913-1995) y Alice Munro (Wingham, 1931-Ontario, 2024). De esta última, por cierto, explica que mantenían una amistad “literaria”, hablaban de sus lecturas e intereses comunes, no eran lo que se dice amigas íntimas; y Atwood desconocía el secreto que había estado guardando sobre los abusos de su segundo esposo a su hija. Volviendo al sector de la edición, hasta que surgió esta generación, el país carecía de una tradición narrativa fuerte en inglés (de poesía, en cambio, sí), de modo que protagonizaron un momento de eclosión que, a juzgar por las voces que no han dejado de surgir desde entonces, se ha asentado.

Los estragos de la vejez

En el último tramo, Atwood afronta uno de los temas más personales: la viudez, desde la muerte de Graeme Gibson en 2019. La autora no recurre a eufemismos, habla de los estragos de la vejez sin adornar nada (su marido padecía demencia, como Alice Munro). Su forma de encarar la pérdida dice mucho de su talante: ha continuado trabajando en su obra; prefiere tener la agenda ocupada que arriesgarse a sumirse en el desaliento. Con la misma actitud afronta el futuro: lamenta los estragos de la senectud, pero los sobrelleva con la dignidad de quien sabe que ha aprovechado el tiempo.

Ha sido, y lo sigue siendo mientras el cuerpo aguante, una trabajadora infatigable; ahora bien, no se ha olvidado de vivir en un sentido más amplio: aunque en estas memorias se centra más en su carrera, en el trasfondo de sus libros, abre asimismo la puerta a su lado más personal, la relación con su marido, la vida familiar con su hija en común, aficiones y anécdotas. No idealiza nada; es más, reconoce los altibajos, los defectos de cada cual, y se ríe de sí misma. Su interés por la historia, por otra parte, está presente en todo, más allá de sus novelas: rebusca entre los orígenes de su árbol familiar, conocer el pasado le parece clave para entender el presente, quiénes somos y cómo hemos llegado hasta aquí.

Y para ser conscientes de lo que puede suceder, también; no en vano para construir sus historias de ficción especulativa toma siempre elementos y situaciones que han ocurrido de verdad, en algún lugar, en algún momento. Ella no es apocalíptica, con todo; su voz emana la curiosidad, la alegría y la inteligencia de una escritora con una sed de vida que no se rinde ni se doblega. Sus memorias no solo nos acercan más a ella, sino que, como todo buen libro, invitan a reflexionar, a hacernos preguntas; son como una amalgama de píldoras de sabiduría para ir por el mundo, enunciadas, eso sí, sin aleccionar, sin perder el desparpajo. ¿Uno de los libros del año? Y de la vida.

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