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Crítica

Tal vez no estamos hechos para vivir: la 'Aniquilación' según Michel Houellebecq

El escritor francés Michel Houellebecq entrega al mundo una nueva novela: 600 páginas de 'Aniquilación'

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Ya se habrá escrito todo. Con Houellebecq siempre hay prisas. Menos mal que nadie lee nada. Pasado el revuelo de la novedad, y a día de hoy bastan un par de días para que algo deje de serlo, la última novela de Michel Houellebecq resulta ser la novela que el autor francés escribió siempre, de nuevo literatura política y sentimental. Política en el sentido en que las relaciones humanas son penosa actividad administrativa mientras la gestión administrativa, lo que entendemos por política en sí, no es más que propaganda y estrategia bélica, puro juego al servicio de la siniestra disciplina económica. Sentimental, decimos, porque Aniquilación es, una vez más, una novela sobre el amor y su falta, sobre la pérdida (y no poca, sino la pérdida de todo), y es también el lamento ya sabido en un escritor que no se permite ser sentimental precisamente porque lo es hasta la miga del hueso.

El futuro ya está aquí

“Mucha gente hoy se había vuelto idiota: era un fenómeno contemporáneo evidente, indiscutible”, se lee en algún momento de Aniquilación. Antes, en la primera página, se deslizó un dato accesorio: el protagonista tiene un iPhone 11 aunque el mundo va por el modelo 23. Se trata, por tanto, de una novela futurista con un protagonista rendido, o al menos algo cansado de la estafa tecnológica.

Cualquier individuo de sensibilidad y sentido ha de aborrecer, al menos en días impares, el mundo que le ha tocado vivir y la generación que le corresponde, sin que su pertenencia a la misma sea óbice para la náusea. La vida en pareja, las cenas en la ciudad, la culpa, por suerte siempre delegable (en el mundo moderno no hay hijos de puta sino personas tóxicas), el respeto a la biodiversidad como ideología, la pamema de los huertos urbanos y, en fin, una bombonera de razones para la depresión profunda.

Aniquilación, que transcurre –igualmente disfrutable pero tal vez algo más rutinaria que obras anteriores del autor– en el año 2027, pone en escena un mundo desactualizado en todos los aspectos que lo conforman. En lo político, en lo moral, en lo religioso y por descontado en lo intelectual, tal vez porque sea cierto que “la reflexión y la vida son simplemente incompatibles”.

La trama se abre con modales delirantes de manga (pongamos uno de Hiroya Oku): Paul Raison es asesor del ministro de Economía y Finanzas Bruno Juge, que cavila su candidatura para las elecciones presidenciales francesas, cuando de pronto ve recreada de manera hiperrealista su ejecución (guillotina, of course) en un misterioso video viral al que sucederán varios atentados de resonancia mundial: la explosión de un carguero en A Coruña, un ataque contra un banco de semen en Dinamarca o una masacre de migrantes en costas pitiusas.

Gobernada por ese terrorismo fantasmal con trazas de activismo esotérico, la novela, además de salpicada por algunas imágenes, diagramas y dibujos a doble página que operan extrañas respiraciones frente a la apnea general, está puntuada por los avatares de la vida personal del protagonista, afectada por el infarto cerebral que ha dejado pajarito a su padre, espía jubilado de la DGSI, y, cómo no, por una peripecia matrimonial insípida y en descomposición, circunstancias que lo llevan a lamentar su incapacidad para discrepar con los terroristas “si su objetivo era aniquilar el mundo moderno”.

Velocidades malignas

“Devaluar el pasado y el presente en beneficio del futuro, devaluar lo real para preferir una virtualidad situada en un futuro incierto, son síntomas del nihilismo europeo mucho más decisivos que todo lo que Nietzsche pudo detectar”.

La idea del progreso como principio de decadencia y credo de idiotas, y esto sería paráfrasis de Baudelaire, le ha supuesto a un autor como Houellebecq, cuya obra se adscribe a esa cepa romántica tan malentendida pero todavía de provecho, ser instrumentalizado precipitadamente por sectores conservadores de su país al tiempo que sigue siendo auscultado y comprendido en su lucidez y en su poética de lo inmediato por una intelectualidad burguesa de presunta izquierda, boquiabierta ante uno de los pocos autores contemporáneos capaz de dar la hora exacta (el pulso de su tiempo, escribiría alguno) y con el talento necesario para expresar cosas que todavía no habían sido expresadas.

Como todos sus personajes, también estos se sienten “a disgusto (…) ante el sesgo general que habían tomado las cosas, aquel ambiente pseudolúdico, pero en realidad de una normativa cuasi fascista que poco a poco había infestado hasta los menores recovecos de la vida”. Y es que Aniquilación parece preludio o anunciación pero es crónica y presente vibrante.

De la pandemia no hay rastro en el texto porque sería una vulgaridad y, aunque en su corazón late un tecno-thriller con querencia por los géneros chicos y el siempre nutriente petardeo de la serie Z (para acceder a un supuesto plano simbólico, la novela incorpora un recurso maldito y amateur como es el relato de los sueños del protagonista todas y cada una de las veces que este se duerme o echa una cabezada, sea en misa, repicando o a la sombra de un almendro), el ritmo global de la novela viene dictado, a lo largo y tendido de sus seiscientas páginas, por la lentificación y la inmovilización de Occidente, los mismos síntomas que, en los últimos tiempos, autores más cosméticos habían confundido con velocidad y aceleración del sistema.

Apenas esto que somos

El héroe de Houellebecq es una sombra de sí mismo que nunca come caliente y que al final del día mira abotargado documentales de ratas, ocas y tapires para elucidarse pero que, pese a todo, “ha conseguido conservar algunas ilusiones sobre el mundo”. El escritor lo observa, le escucha y atiende sus necesidades, si bien sus personajes se explican siempre en base al obstáculo que son para sí mismos y a los presupuestos económicos en que se basan sus relaciones humanas, establecidas como una burocracia llena de dificultades técnicas.

Pero Houellebecq no engaña a nadie. Pese a las sempiternas acusaciones de nihilismo, en lectura atenta es indulgente y otorga confianza a todas las encarnaciones del afecto, desde la amistad hasta el amor filial pasando por el bendito infierno de la pareja, asociación que, sostiene, “suele constituirse en torno a un proyecto, a excepción del caso de las parejas fusionales, cuyo único proyecto es contemplarse eternamente, prodigarse hasta el fin de sus días atenciones acariciadoras, personas así existen, Paul había oído hablar de ellas”.

Esa melancolía romántica y cierta posibilidad idílica del amor como actividad abnegada y ajena a la producción, como noción de pérdida, limosna o bálsamo, es una resistencia característica en la obra del autor que aquí le lleva a nuevas meditaciones sobre la pareja como lugar “muy separado de la existencia humana, diferente tanto de la vida en general como de la vida social común a muchos mamíferos (…), es una experiencia de otro orden, ni siquiera una experiencia propiamente dicha, una tentativa”.

Pero Aniquilación no deja de ser una novela de Michel Houellebecq y es por tanto un relato –porque el fuego se combate con fuego– apesadumbrado y entrópico. Sobre la pareja, sobre el abstracto social, sobre la privatización de la identidad, sobre la absoluta falta de garantías emocionales y sobre números primos, que son aquellos, no lo olvidemos, únicamente divisibles por sí mismos y por la unidad.

Es una pieza de costumbrismo de confección clásica y tradicional en sus mimbres, que se posa sobre temas delicados como las competencias de hombres y mujeres, y que trae consideraciones sexuales (no tantas) que aquí quedarían descontextualizadas y sometidas a las inercias estúpidas y majaderas de internet, pero que tonterías no son y que en ocasiones deslumbran como reflejos súbitos en el retrovisor.

Es también una enumeración de hitos existenciales que se da morbosamente a los pormenores del infortunio como solo saben hacerlo, siempre por gusto, aquellos moralistas que son a la vez pornógrafos; y es, como de costumbre en su autor, un perseverante y tierno canto a la vida en toda su dolorosa e intratable magnitud. Un tranquilizador arrullo decadentista (y qué es el decadentismo sino vitalismo destilado en espirituoso) que nos recuerda, página a página y en cada una de sus líneas, que uno nunca llega a imaginar “hasta qué punto suele ser poca cosa la vida de la gente, y tampoco llega uno muy lejos cuando forma parte de esa ‘gente’, cosa que más o menos sucede siempre”.

RL

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