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Los cuadernos de verano
Opinión

Vindicación del teléfono fijo

Fabian Casas Los cuadernos de verano rojo

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Sonó el teléfono de línea a las cuatro de la mañana. Salté de la cama y atendí: era la voz de una mujer joven, pero que estaba hecha pedazos. Decía: “Papi, papi, entraron a la casa y me robaron todo”. Le dije que estaba llamando a un número equivocado y cortó. Me quedé pensando que hubiera pasado si hubiera aceptado ser el padre, anotar su dirección, vestirme y salir para resolverle el problema que tenía. 

Me costó volver a dormirme. Me puse a recordar. Una vez yo estaba en un trabajo en el que también trabajaba mi hermano Juan. Sonó mi teléfono celular y mi padre me gritaba desde el otro lado de la línea: “¡Secuestraron a tu hermano, secuestraron a tu hermano!”. Lo mire a mi hermano que estaba del otro lado de la mesa y le dije a mi padre que él estaba acá conmigo, enfrente. No le importó. Siguió gritando que habían secuestrado a mi hermano. Le pasé el teléfono a mi hermano para que hablara con él. Mi padre le dijo: ¡Entonces secuestraron a Fabián! 

Debe haber algo que produce la voz, una autoridad alucinatoria que se da cuando sale por el teléfono de línea. Hablar por teléfono celular es una demencia, sin cables, de un lado a otro del mundo. El teléfono de línea, aunque también es extraño, por lo menos tiene cables y uno puede imaginar que por ahí pasa la voz. Como cuando uno era chico y pensaba que los actores estaban adentro de la tele. 

En mi casa natal había un culto al teléfono. En esa época era difícil conseguir que te instalaran uno y nosotros lo teníamos desde hace mucho. Estaba en la pieza de adelante donde comíamos. Moraba en un pequeño altar, era negro, grande, pesado. Tenía un olor particular y si lo levantabas y acercabas tu oído cuando no había ninguna llamada (como cuando escuchamos el interior de una concha de caracol que recogimos), se escuchaba un pequeño y constante ruido a fritura, o a una lluvia que estaba sucediendo muy lejos. 

Hace poco encontramos ese teléfono revolviendo las cosas de la casa de mi viejo después de que él murió. Le dije a mis hermanos que ese fono negro era la caja negra del matrimonio de nuestros padres, que ahí estaba guardada toda la información sobre su relación. Que los unió, que los alejó, que los hizo convertirse en hermanos. ¿Quieren escucharla?, dije levantando el auricular. No, me dijeron al unísono. 

Cuando es de noche apago el celular antes de dormir. Y sólo queda funcionando el teléfono de línea. Me gusta tener un teléfono de línea aunque lo use poco. Siento que es como un cordón umbilical que me protegé de la locura de las miles de imágenes intrusivas que produce la telefonía móvil. 

V me cuenta que su madre era azafata y que en un momento se enamoró profundamente de un hombre que conoció en Portugal. V era muy chica cuando pasó esto y recuerda todo a retazos. Pero me dice que la madre le contó que pasó una temporada breve con el hombre en Portugal y que éste le pidió que se quedara. La madre le dijo que no podía y volvió al país. Pero, cuenta V, estaba nerviosa, siempre probando el teléfono para ver si tenía tono. Años después la madre le dijo que el hombre le había dicho: “Te voy a llamar por teléfono una vez más, una única vez, para ver si te puedo convencer”. Y para desesperación de la madre, Entel tuvo que hacer unos trabajos en la calle y cortaron la línea por dos semanas. Nunca pudo volver a hablar con ese hombre. ¿Pero tu mamá no tenía el teléfono para hablarle? No sé, me dice V. ¿Y el tipo la iba a llamar sólo una única vez? No sé, me dice V, eso me dijo mi madre.

Pienso que la narración necesita modificar los hechos reales para poder sostenerlos con el paso del tiempo, darle una potencia que la haga resistir a la banalidad de la vida y construir una historia que pueda ser narrada en una llamada telefónica a altas horas de la noche. 

En su libro “Y sin embargo, el amor”, Alexandra Kohan transcribe una sección de “Fragmentos de un discurso amoroso” de Roland Barthes. Esa parte en la que el escritor narra como ansía la llegada de la voz amada a través del teléfono de línea: “Espero una llegada, una reciprocidad, un signo prometido. Puede ser fútil o enormemente patético: En Erwartung (Espera) una mujer espera a su amante, por la noche, en el bosque; yo no espero más que una llamada pero es la misma angustia. Todo es solemne, no tengo sentido de las proporciones”. Recuerdo una vez que un amigo mío se había separado y estaba viviendo en un cuarto que le prestaba otro amigo en su casa. El anfitrión estaba viviendo un romance tormentoso, de esos que consumen el oxígeno y que funcionan a golpe de adrenalina, farmacia y teléfono. Me acuerdo que yo llamé a la casa para hablar con mi amigo separado y me atendió el anfitrión, y la desilusión profunda que sintió cuando la voz humana que salía por el teléfono era la mía y no la voz amada. 

En el teléfono negro de mi casa natal alguien llamó una vez para decir que se había muerto Eusebio, el mejor amigo de mi papá. Atendió él y salió corriendo como estaba, en piyama, a la calle. A ese teléfono llamó mi primera novia para decirme que sí. A ese teléfono llamó una vez Leonardo Favio para avisarnos que mi primo Carlos estaba a salvo de los acontecimientos de Ezeiza. Ese teléfono negro desenchufamos un día cuando nos mudamos a otra casa y decidimos cambiarlo por uno más moderno, liviano y gris.

FC

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