De las burbujas al Obelisco: un recorrido por el gran desahogo argentino
Lo primero es un desahogo individual, que empieza con un salto para eyectarse del sillón y termina al lado de la ventana, gritando “dale, Argentinaaa” y “dale, campeón”. Lo de sacar la garganta -y medio cuerpo- por el balcón tal vez sea para estar más con los otros, los que gritan desde el pedacito de consorcio que les toca justo cuando Esteban Ostojich, el uruguayo que arbitró la Final entre Argentina y Brasil, sentencia Maracanazo.
Acaba de terminarse el miedo de que Messi no ganara ningún título con la Selección Mayor, acaba de evaporarse el terror de que después del mano a mano que tuvo y no convirtió sobre el final del partido se viniera un contragolpe letal del Scratch, acaban de mostrar a Lionel arrodillado en el rinconcito donde escuchó el pitido final y a sus compañeros corriendo hacia su gran capitán. “Te amo, Messi, te amo”, se escucha a una chica desde uno de los balcones. “Ahora sí, hermano, Messi campeón, basta hermano, Messi campeón, de una vez, de una buena vez”, grita un hombre. Dan ganas de alcanzarle una silla y un vaso de agua.
Los primeros en hacer sonar la calle son los que ya la estaban ocupando cuando el partido llegó a su final. Los repartidores que ponen su pedaleo o sus motos al servicio de alguna aplicación entran en pausa: los que tienen bocina la hacen sonar, los que tienen cajas de delivery les pegan algunos cachetazos que las vuelvan tambor. Cabildo y Juramento les pertenece primero a ellos, después a los que quieran sumarse a la fiesta.
En los edificios se repite un fenómeno que tiene lugar justo antes de los partidos importantes, a la hora que llegan los amigos o la familia con botellas y algo de picada, y después de esos partidos sólo si gana el equipo que convoca a la gran mayoría: hay demasiado tránsito para conseguir ascensor. Los ansiosos prefieren la escalera, algo que los saque rápido a la calle.
De un balcón del Abasto salen, verdes y rosadas, unas cañitas voladoras que cruzan Corrientes y distraen a los autos. Desde Chacarita hasta la 9 de julio, un desfile de gente se devuelve la sonrisa de ventanilla a ventanilla. Un amontonamiento repentino de autos avanza hacia el Obelisco -o lo más cerca que se pueda llegar-, que es la casa matriz de ser felices todos juntos. Parece haber llegado el momento de que ni la pandemia de CoVid-19 se interponga con ese ritual.
Con banderas o torsos asomados por las ventanillas, la fila de autos hace sonar más fuerte la bocina en las esquinas en las que cada barrio arma la sede local de la alegría. Canning, Ángel Gallardo, Medrano, Pueyrredón, Callao. Los de techo corredizo lo abren y alguien saca el cuerpo por allí, celular en mano: le pone filtro a la muchedumbre y la vuelve story de Instagram.
En las veredas y en los autos, los nenes y las nenas sonríen y abren los ojos enormes, tienen esas caras que ponen los chicos cuando están delante de algo que nunca habían visto. Se parece a mirarlos la primera vez que ven un elefante o una orca. Sonríen y miran la calle, escuchan el ruido, ven a sus papás y a sus mamás ponerse de acuerdo con el auto de al lado para que las bocinas suenen al mismo tiempo, los ven con una alegría que no les conocían y que, como la de ellos, tiene algo de infantil, de primaria.
“Evitar zona Obelisco”, dicen los carteles electrónicos que dan indicaciones en distintas avenidas de la Ciudad. No hay nadie dispuesto a obedecer. Nadie dispuesto a renunciar a que este Maracanazo sea no sólo una alegría de balcón, de burbuja, sino sobre todo una alegría ancha como la 9 de Julio, llena de vecinos desconocidos con los que volver a abrazarse, como cuando se podía ir a la cancha.
Pasaron 227 días desde la última vez que el fútbol sacó a la Argentina masivamente a la calle: fue el miércoles que a Maradona no le aguantó el corazón. Este sábado hubo revancha: de 28 años sin títulos, de varias finales dolorosamente perdidas, y de haber tenido que salir a la calle pero a llorar de tristeza. El Obelisco está otra vez repleto. Toca festejar. De una buena vez.
JR
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