La familia palestina que vive encerrada en su propia casa: “Cuando los colonos nos ven salir, abren fuego”
Los gallos de Iyhish solían despertar a siete familias cada mañana. En este valle arenoso del sur de Hebrón, en la Cisjordania ocupada, había trigo y garbanzo suficientes para que vivieran de él los Nawaya, los Rawashdeh y otras cinco familias; cada una con sus respectivas cabezas de ganado, cada una con un hambre de forraje que la tierra conseguía saciar.
Un día, poco después de que empezara el genocidio en Gaza en octubre de 2023, los pastores de la zona advirtieron que alguien había plantado una tienda de campaña en el cerro de enfrente. Poco más tarde, una caravana móvil sustituyó a la jaima y en ella se instaló una familia israelí. En diciembre de 2023, se confirmó que la guerra se había extendido a este pequeño valle de Cisjordania: el Ejército decidió convertir en zona militarizada las siete casas de Iyhish, sus pozos de agua, sus ovejas, sus gallinas, sus cultivos, sus hijos y sus vidas.
Aquella caravana es hoy un puesto de avanzada (asentamientos considerados ilegales incluso bajo la legislación israelí) donde viven cinco familias de colonos israelíes. Desde las dos torres que han erigido en cada extremo del puesto, los nuevos habitantes vigilan la zona vestidos con uniformes del ejército. A pocos cientos de metros de distancia, al otro lado de Iyhish, ya solo queda un reducto de vida humana: la familia Daghamín.
Mahmud, Wafa y sus cuatro niños —dos de ellos nacidos después de octubre de 2023— entran ahora en su tercer año de confinamiento. Desde las cámaras de seguridad de su casa han visto cómo expulsaban a sus vecinos, cómo la tierra que antes les daba cebada se volvía un yermo y cómo por él campan ahora a sus anchas esos jóvenes colonos que les prohíben bajar al campo. “Cuando ven a alguien salir, abren fuego o vienen directos hacia nosotros”, explica a elDiario.es el padre de familia a diez metros de la puerta de su casa. Es el punto más lejano al que puede llegar sin correr riesgos.
Colonos muy violentos
El pasado mes de octubre –el más violento en Cisjordania desde que la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) tiene registros–, los Daghamín sufrieron uno de los 264 ataques que hubo en este territorio ocupado y que dio la vuelta al mundo por su brutalidad capturada por las cámaras de seguridad.
El día 27, a plena luz del día, los colonos se envalentonaron y rompieron las reglas de su escondite inglés. Desde las cámaras instaladas en su propiedad, Mahmud vio cómo ocho hombres se acercaban con porras y pasamontañas hasta su pequeño rancho. Destrozaron las lunas del coche y volcaron el depósito de agua —comprado después de que les prohibieran usar el pozo—. Wafa metió a los cuatro niños en el salón y se encerró bajo llave. Aun así, los colonos llegaron, rompieron una ventana y rociaron la estancia con una gran cantidad de gas pimienta.
“Estuvimos un rato sin respirar aire, solo gas pimienta”, relata a elDiario.es la madre. Uno de los niños, Saddam, de un año y siete meses, se desmayó y se golpeó el cráneo. Bajo el moretón, los ojos le seguían llorando diez días después del ataque. Al pequeño Omri, de solo seis meses, lo han llevado cada día al hospital de Al Samúa (el núcleo urbano más cercano) porque su respiración ahora depende de máscaras de oxígeno.
Tras dejar a los cuatro niños sin aire, los asaltantes pasaron al establo. Allí, los Daghamín guardaban veinte ovejas, sacos de grano y bloques de hormigón con el que un día habían soñado con agrandar su modesta casa. Los colonos se cebaron con los corderos: estamparon contra el suelo, apedrearon con el hormigón y apalearon hasta la muerte a las diez crías que había. A las diez ovejas adultas las golpearon, a algunas hasta desangrarlas, y prendieron fuego al grano y a la paja hasta que llegaron vecinos de Al Samúa y consiguieron expulsar a los colonos.
Mahmud no ha despegado el ojo de las cámaras de vigilancia desde aquel día. Pero de poco han servido las grabaciones. “Hemos contactado a la policía varias veces y no han movido un dedo. Ni siquiera han pedido los vídeos”, lamentaba en una conversación por WhatsApp a finales de noviembre. La policía israelí tiene competencias de seguridad en esta área de Cisjordania (la B, según la división de los acuerdos de Oslo), pero no ha arrestado a ninguno de los atacantes. Tampoco lo hicieron el año pasado, cuando los mismos jóvenes —a los que, a pesar de los pasamontañas, Mahmud reconoce— aporrearon a su vecino de 60 años de la familia de los Nawaya. Prácticamente la totalidad de los ataques colonos quedan impunes.
Los palestinos de Cisjordania esperaban que el pico de violencia del pasado octubre fuera una excepción. Los ataques suelen aumentar coincidiendo con la cosecha de la aceituna y la festividad judía de Sucot (a mediados de octubre). Además, la aplicación del alto el fuego en Gaza el 10 de octubre y la aprobación preliminar de dos propuestas de ley que buscan legalizar la anexión de los asentamientos israelíes en Cisjordania envalentonaron aún más a los colonos, cuya violencia superó la registrada en los últimos 19 años.
Pero la situación en noviembre no fue mejor: se han registrado alrededor de 100 ataques de colonos, casi el doble de la media entre enero y septiembre.
Armas y connivencia del Ejército
En Iyhish saben que la única amenaza no son los colonos. En octubre de 2023, poco después de que Israel lanzara su ofensiva de castigo contra Gaza (donde ha matado a más de 70.000 palestinos), las autoridades israelíes confiscaron las tuberías que los vecinos del valle habían comprado para tener agua corriente.
Más tarde llegó la declaración de zona militar y, desde entonces, el atosigamiento de los colonos ha hecho imposible la vida en este paraje. Para ello, ha sido crucial la colaboración del Ejército, que suministra drones, vehículos todoterreno y armas a los asentamientos en Cisjordania. En el puesto de avanzada que vigila a los Daghamín —al que no se le conoce nombre— tienen armas con las que en el pasado dispararon a la familia, apuntaron a Wafa y secuestraron a Mahmud para apalearlo.
Pese a todo, los últimos habitantes del valle aseguran que no se irán. Ni ellos ni los corderos ni los niños, que tras el ataque estuvieron más de una semana sin dormir una noche entera. “Quiero que vivan aquí y que vean a los colonos. Que sepan quiénes son los que intentan quitarles su tierra”, decía convencido Mahmud, señalando a Saddam, que correteaba en el único perímetro donde puede hacerlo, cerca de una jaula con un puñado de gallinas.
“Se hará mayor y tendrá grabado en su cabeza todo lo que ahora nos hacen. Y eso es lo que quiero. Se haga médico o pastor, lo que quiero es que no olvide toda esta injusticia”, añade el padre, insistiendo en que, si cualquiera de los colonos que habitan enfrente y les hace la vida imposible tuviera miedo a la Justicia, otro gallo cantaría.
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