Roberto Batista, hijo del dictador cubano: “Durante años no quise buscar la verdad”
Inocente, Roberto Batista, de 11 años, pensaba que se iba de vacaciones a Nueva York con su hermano, de nueve, a celebrar el Fin de Año de 1958 con sus padrinos. O eso le dijeron sus padres. Era 30 de diciembre, las milicias dirigidas por el Che Guevara habían iniciado la ofensiva sobre Santa Clara, último reducto antes de La Habana, y el padre de Roberto, el dictador Fulgencio Batista, estaba a punto de caer. Pero él no sabía nada de eso.
A su llegada, bajando las escalerillas del avión, se encontró con un grupo de gente que les esperaba al otro lado de la valla. “Nos insultaban, nos vejaban, nos humillaban… No sabíamos de qué estaban hablando”, cuenta a elDiario.es. “A la hora de recoger las maletas se reprodujo la misma escena, pero con un agravante: los flashes de los periodistas. Estaba asustado. Tenía miedo”.
Según informó entonces The New York Times, solo eran cinco simpatizantes de los rebeldes cubanos. Entre los gritos se escuchaba el de “criminales de guerra”. “Salieron del aeropuerto en dos limusinas hacia las Torres Waldorf. Una suite a menudo ocupada por los duques de Windsor estaba reservada para ellos”, decía la noticia de aquel día. Ya en el hotel, se produjo un nuevo asalto de los periodistas.
“Esa noche nos acostamos temblando. El shock había sido muy fuerte. Pusimos la televisión el 1 de enero y vimos cómo La Habana se había convertido en un campo de batalla. Cuando nos comunicaron que nuestros padres habían partido hacia la República Dominicana nos sentimos muy solos. Abandonados”, dice Roberto Batista.
Aquellas primeras horas en Nueva York le marcaron profundamente, y siguen haciéndolo. Entonces se dio cuenta de que tendría que lidiar para siempre con el legado político de su padre.
Durante muchos años, su respuesta fue evitar el tema. El elefante en la habitación, que se diría en inglés. “Si salía Cuba en una conversación con amigos, compañeros o conocidos, yo no podía hablar. No tenía el suficiente valor, ni conocimientos, ni fuerza. Era como un sentimiento de inferioridad muy grande ante ese monstruo que era la política cubana”, dice. “De no poder evitar el tema, resurgiría un abanico de atribulaciones que ni años de tratamiento psiquiátrico han logrado curar”.
“Si iba por la calle y oía algo de acento cubano, me paralizaba. Me entraba como un temblor. La salida de Cuba me influyó muchísimo y me pasó una factura cuyas heridas aún no han cicatrizado”, confiesa. “Yo creo que no quise buscar la verdad porque todo lo que tocaba a Cuba me estremecía, me dolía y no tenía una respuesta. Por tanto, hasta los 50 o 52 años traté de vivir de espaldas a Cuba”.
Una noche, trabajando hasta tarde, algo cambió y pensó: “Tengo que aprender más de Cuba. No puedo seguir más en esta ignorancia ni en esta comodidad entre comillas”.
“Tardé años, pero a partir de esa noche empecé muy lentamente con alguna conversación, alguna lectura, la prensa… No fue hasta 2017 que, trabajando en Nueva York, pude asistir a la Biblioteca Pública de la Quinta Avenida y leer la prensa cubana de finales de los 40 y principios de los 50”, dice. Iba allí, leía, subrayaba, tomaba sus apuntes… pero la pandemia, cuenta, le obligó a frenar la investigación sobre su propia historia.
Tras adentrarse en el legado de su padre como figura pública, Roberto Batista se sentó a escribir sus memorias, recién publicadas en España en Hijo de Batista (Verbum). “Escribir este libro ha sido muy doloroso. Muy difícil. Y estas memorias son fruto del desconsuelo”, dice.
El libro parte de una premisa: “¿Cómo puede un hijo juzgar a su padre?”. Sus páginas son una reflexión sentimental en la que un hijo describe a un padre cariñoso en el ámbito familiar. Sin embargo, incluye también deliberaciones políticas que durante tantos años había intentado esquivar: juzga como un “error” el golpe de 1952 y la dictadura, critica la revolución cubana y presume de la gestión económica de su padre en un intento constante por limpiar su imagen.
Tampoco esquiva los temas más espinosos, aunque no ahonda demasiado en ellos. Desde la corrupción, los atropellos de derechos o incluso las relaciones de su padre con la mafia. Sin embargo, cree que buena parte de lo escrito sobre Fulgencio es “una leyenda negra producto de la propaganda castrista”.
“Queda la dolorosa incógnita de la procedencia del patrimonio doméstico [...] Lo hiriente y desgarrador de esa duda me acompaña, pero si quiero llegar a cierta paz personal, debo expresarme con honestidad. Cabe preguntarme: ¿me dañó mi padre? Seguiré interrogando a la historia”, escribe en el libro.
Roberto cuenta que “nunca” le ha “dolido” el apellido Batista, pero sí se ha sentido “observado y juzgado”. “Yo creía que entraba a un lugar y la gente me miraba pensando 'ahí llega el hijo del dictador', 'son unos ladrones'... pero he llevado el apellido con cierto orgullo y cierta determinación”, dice.
Sin embargo, en su carrera profesional confiesa que siempre intentó no revelar su pasado familiar. “Pensé que mi apellido en una ciudad tan del partido demócrata como Nueva York podía chocar y a lo mejor no conseguía trabajo. Tenía miedo de que aquí se me hubiese puesto alguna traba”, le dijo a una compañera de trabajo en su último despacho cuando esta se enteró de quién era su padre.
Estando con su hermano en Nueva York, su padre permaneció exiliado unos meses en la República Dominicana del dictador Rafael Leónidas Trujillo, periodo que recuerda con mucho dolor. “Cuando hablábamos con él por teléfono se cortaba y se escuchaban ametralladoras como si estuvieran matándolo”, cuenta. Trujillo, dice, le trató muy mal y Roberto nunca entendió por qué su padre se exilio allí. A los pocos meses se fue a la Portugal de Salazar y después a la España de Franco, donde falleció en 1973.
Durante todos esos años hizo varias solicitudes para entrar en EEUU, pero Washington nunca le aceptó. “Siempre pensó que era amigo de los americanos y entonces no había motivo para negarle la entrada. Eso sí se hablaba en casa con claridad”, dice.
Tras una vida de exilio, a sus 74 años, Roberto Batista no ha pisado Cuba desde aquellas navidades del 58. “No he vuelto y no pienso volver hasta que no esté totalmente restablecida la democracia”, dice convencido.
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