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Perdón que interrumpa Opinión

Argentina de puño y letra

Perdón que interrumpa

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“Si estoy frente al jefe de policía o frente a un obrero o un barrendero, para mí es lo mismo... Eso, a causa de una especie de timidez infantil... A veces me cuesta incluso tutear a un perro... Debido al gran prestigio que atribuyo a la persona que está delante de mí. Todas las personas que tengo enfrente son casi siempre padres y madres para mí.” Pier Paolo Pasolini

 

El libro del año –aunque ya no sabemos ni de qué año–, Diario de una temporada en el quinto piso, de Juan Carlos Torre, también comienza con cartas: las que el autor le escribe a su hermana en los primeros años ochenta, en el desenlace de la dictadura. Ahí hay un gesto que prolonga el ingreso a la miga del libro. Al mismo tiempo, esas cartas íntimas también infringen algún grado de solemnidad: parecen análisis políticos que dialogan con la hermana. Uno es uno y es sus cartas. Volvamos sobre ellas. La Argentina se escribió en cartas. Las de Mansilla, Sarmiento, Alberdi, Mitre, Dominguito en las trincheras de la guerra en Paraguay, Alem -antes del tiro del final-, Victoria Ocampo, Evita y Perón, Perón y Cooke, la tinta limón, y sigue. Las cartas nuevas, viejas. Las de los soldados de la frontera: el diario Clarín publicó 15 cartas de soldados, suboficiales y oficiales “que fueron enviadas originalmente durante la guerra desde las Islas Malvinas”. Para conocer un tiempo hay que conocer sus cartas. Las cartas abiertas pero, también, las cartas con sobre cerrado.

Hace pocos días Matías Kulfas dejó el cargo de Ministerio de Producción. Y en una situación que leyó como probablemente desventajosa para él, con menos recursos –con menos trolls, con menos casi todo–, la voluntad de tener su propio relato de esa salida (ante esa gran máquina de relatar que es el cristinismo) fue escrita en una carta. Un extenso texto –14 páginas– en que la miga es la política energética: la segmentación de tarifas que no fue, y sobre todo, el desarrollo de Vaca Muerta. Así se lee: “internismo exasperante dentro del propio equipo de la Secretaría de Energía, es decir, internismo dentro del internismo”. Esa carta sacudió el tablero. Y mereció la respuesta de Energía Argentina, empresa estatal a cargo del Gasoducto. El periodista Carlos Pagni se hizo un picnic para gusto de sus lectores con la prosa de la “respuesta” de la empresa estatal y sus errores gramaticales. Pero esos funcionarios, en su defensa, no podrían ufanarse de ejercer una romántica “prosa plebeya”. Por el contrario, por posición dominante (son los subsecretarios que ningún ministro puede echar) hacen uso de otra extirpe: representan a las nuevas elites políticas. La carta en la manga de lo que otros aman odiar: la casta.

Pero volvamos sobre textos más importantes. La vida de cualquiera es también una caja de cartas. Ahí entra el amor, sí, pero también un telegrama de renuncia o, peor, el del despido. Capital y trabajo en puño y letra. Estas cartas históricas (como la carta documento o el telegrama) tienen valor legal porque son mandadas a través de una oficina pública o semi pública, se las considera un documento legal por sus mecanismos de notificación “fehaciente”. En muchos casos, reemplazan las presentaciones que se hacían con escribano para intimar a alguien. El correo que está autorizado legalmente para manejar ese tipo de instrumentos le permite a un “particular” hacer eso: notificar para que le entreguen la llave de un departamento, para decir que una persona tiene 72 horas para pagar un cheque rechazado, o la mujer que le notifica al marido que a partir del día de la fecha se retira del hogar conyugal con sus hijos o el marido que le dice a la ex que el día tal a tal hora pasa a retirar sus cosas. En definitiva, te llega una carta documento y rajás a averiguar si corren plazos o debés responder porque esas notas producen efectos legales. Las cartas y sus burocracias:

-Doctor, me llegó una carta documento.

-Vénganse esta tarde para el estudio.

Pero las cartas primero son una breve geografía: saber de qué lado va el remitente, de qué lado va el receptor. ¿Quién no se mandó una carta a sí mismo equivocando los lados? Bueno, nadie. Pero yo sí. Y vi la cara del portero que me la subió. Vi mi letra con birome bic azul, el trazo inseguro de la cursiva, el nombre del remitente. Carta a mí mismo. El Estado también podría ser visto, febrilmente, como un contenedor inmenso, infinito, de cartas. En el libro “La Canción del prisionero” (Editorial “La cocina del Museo”) se lee la historia de la familia Lupo. Llegaron de Italia a bordo del barco “Mendoza” el 7 de junio de 1948. Los recibió el puerto de Buenos Aires, floreciente, bullicioso, ya justicialista. En realidad el padre, Jorge Lupo, ciudadano argentino desde 1934, no pudo completar el desembarco familiar. Su hijo Nino peleó en el norte de África, fue prisionero de los ingleses en un campo en Trípoli, y es quien llevó encima, en su garganta, “La canción del prisionero” que le da título al libro. El joven Nino recuerda que en la prisión “un muchacho que era medio poeta” escribía canciones para las que usaba melodías. Sobre la pista melódica de la clásica y bellísima “Lilí Marlene” coló los versos este poeta anónimo que recuerda Nino: “Toda la noche bajo la carpa grande / con la sinfonía que tiran los cañones / no te enojes ni suspires / si quieres dormir tienes que tener / paciencia, oh prisionero… // Cuando es mediodía, la hora de comer / le dan un poquito de arroz que te hace vomitar / si comes eso es un dolor / si no lo comes es peor / paciencia prisionero / paciencia, oh prisionero // Bendición, Mamma, / tu hijo está prisionero / tristeza en este corazón / amor desilusionado // Si a la noche rezas, reza por mí / piensa en mí, Mamma, yo pienso en ti…”

Imaginemos el canto de los soldados italianos (“Mamma, yo pienso en ti…”), prisioneros bajo las estrellas, el tiempo que se pierde o se cambia porque el reloj de la prisión es otro. Porque el mundo ya era otro. Nino cantaba de noche y, a miles de kilómetros, era de día en el sur, en el que sería su “nuevo país”. El papá de Nino, Jorge, vuelve de Argentina tras la guerra y en Italia, desesperado, le escribe una carta nada menos que a Perón. Estamos en 1948. (Argentina era una carta de derechos por esos años, a la Fundación Eva Perón, sí, pero también a la constitución que saldría el año siguiente, al aguinaldo conquistado, a las alpargatas repartidas.) Mientras, en Italia, todos eran libres ya, pero necesitaban embarcar. Abandonar Italia, donde los comían los piojos. Perón, presidente, le contesta así: “preséntese con esta carta al consulado más cercano que lo repatríe inmediatamente”. Breve y tesoro a la vez, la familia Lupo viaja con esa carta, cruza el océano. Ya eran argentinos.

Trabajadores sociales, ¡uníos!

A mitad de los años noventa, Chiche Duhalde contrata un grupo de trabajadores y trabajadoras sociales en el Ente del Conurbano, el famoso ente de reparación histórica del Gran Buenos Aires. Lo que tenían que hacer era completar la tarea de otro grupo de administrativos que leían las cartas que, en diferentes actos políticos, muchas personas le daban al gobernador, a la esposa del gobernador o incluso a algún asesor o personal de seguridad.

Duhalde era un malón estatal que se hacía accesible en su paso, con la combinación de su prédica como hombre del peronismo poderoso de esos años pero que intentaba recoger los costos sociales del modelo que lo sostenía. Y ese montón de cartas iba a parar a La Plata y eran leídas, subrayadas en donde estaba la necesidad a cubrir y con una sugerencia de posible área de solución. Una vez que pasaban ese filtro, eran giradas a este grupo de ¿40? trabajadores sociales que, distribuidos geográficamente (zona norte, noroeste, oeste, sudoeste y sur de la Provincia de Buenos Aires), todas las semanas recogían las cartas en La Plata y las ordenaban en un diagrama para hacer las visitas domiciliarias. “Íbamos a las casas de estas personas que habían dejado su domicilio, con la carta en mano, y nos recibían y con cara de sorprendidos, nos decían: ‘¡el gobernador leyó mi carta!’”. Así lo cuenta una de esas trabajadoras sociales, que fue parte del equipo hace casi treinta años, dedicada al rastrillaje. Llegaban a la casa, y ahí nomás hacían la entrevista, y ganaban tiempo: ya tenían más o menos en carpeta alguna posible prestación vinculada a la demanda de la carta. “Si eran materiales de construcción, sabíamos hasta dónde podíamos; si eran elementos de salud de difícil acceso como prótesis o audífonos o dientes especiales también, u otras necesidades como alimentos y ropa; con el trabajo era más difícil porque no había acceso a bolsas de trabajo. Pero en todos los casos había una respuesta que llegaba a los 15 días. Las prestaciones llegaban directamente por los camiones que tenía la provincia de Buenos Aires.” Duhalde y Chiche pretendían acciones rápidas. “En mi caso –dice la trabajadora social– tenía asignada la zona oeste y norte junto con unos cinco o seis más. Entonces, tenía en ese momento el municipio de General Sarmiento, y viví también de ese municipio la transición a su división en San Miguel, José C. Paz y Malvinas. Una vez por semana iba a La Plata, traía unas cincuenta cartas, me sentaba en una mesa con una guía Filcar fotocopiada y ampliada y me hacía un recorrido en colectivo. Después pude comprarme mi primer auto porque ganábamos muy bien y ya hacía el recorrido en auto.” Golpear la casa de cada vecino o vecina en la visita mágica de un Papá Noel estatal: “vengo por la carta que usted le mandó al gobernador o la esposa”. Los hacían pasar, se sorprendían.

“Cuando un trabajador social llega, en general, lo que hacen las familias es ordenar la casa, es –dice Nicolás Rivas, Licenciado en Trabajo Social– la herencia del higienismo más duro”. Rivas escribió en plena pandemia los rastros de esta tradición: “La epidemia de cólera de 1869 y la de la fiebre amarilla de 1871 en Buenos Aires fueron la bisagra para crear un cuerpo de instituciones, normativas y profesiones que da inicio a las estructuras estatales de regulación de la vida cotidiana en las ciudades, en sus espacios públicos y domésticos. Ingenieros, maestros, médicos, y ‘visitadores sociales’, serán el grupo de ilustrados que dará inicio en 1875 a la ‘visita domiciliaria’.” “La regulación entre la enfermedad y los modos de vida”, dice Rivas, es el motivo de esa visita. El Estado golpea la puerta de las casas de los pobres. Hay una foto del Archivo General de la Nación que muestra a una madre sentada mientras sostiene a un niño pequeño al que un hombre de traje y galera le coloca una inyección en un brazo. Parece un pájaro negro. Los rodean otros niños más grandes entre risueños e inquietos; parecen pajaritos. Un hombre parado, detrás, también de negro pero sin galera, mira con gesto solemne. El bigote obligatorio. Es la epidemia de viruela, están en abril del año 1901. Todo por hacerse. Por romperse. Por empezar.

Conversar, tomar los documentos, ir al punto de la demanda inicial y adelantar si había posible solución o no. El protocolo básico de los trabajadores sociales. A las semanas llegaba el camión trayendo lo que habían solicitado, cuando se lograba. A veces había entregas comunitarias de materiales de construcción, en un barrio había veinte familias que lo habían pedido. Los trabajadores sociales dejaban sus teléfonos habilitados para los días de guardia, y a veces los beneficiarios se comunicaban para agradecerles o para tirarles la bronca porque no les habían llegado las cosas.

Viajemos en el tiempo dos décadas después. Viajemos en el espacio: de la provincia de Buenos Aires a San Juan. María Morales es la hija de un antiguo referente del pueblo huarpe en San Juan, de la comunidad Sawa (el llamado “cacique Sergio Morales”). María tiene 30 años, dos hijos y hace años que desempeña el rol (estatal) de referente sanitaria en el municipio de 25 de Mayo. El sureste de la provincia. Cerca de las Lagunas de Guanacache, ya secas, de donde el pueblo huarpe reclama históricamente tierras. Cumple una función: visitar a las familias de la zona. “Hacer rondas sanitarias”, dice. Ir a las casas, ver la estructura en la que están hechas, el material, controlar carnés de vacunas, “ver si tienen animales de consumo y ver si están vacunados, desparasitados, al igual que los animales domésticos”. Le pregunto por una anécdota que haya marcado esas rutinas de “visitas”. Me cuenta lo que le pasó a su pareja, también agente sanitario, dentro de la comunidad de Punta del Agua. “Ahí nuestras visitas son más frecuentes”, empieza. “Me acuerdo de una pareja joven: tenían un bebé y ella estaba embarazada. Vivían en una casa muy sencilla, de palo y adobe. Y tenían un tacho cisterna para el agua, que el muchacho lo había entallado en la tierra para que sea más fácil sacar el agua”. Continúa: “Un día la bebé de un año y seis meses va y pone una silla, se cae y se ahoga dentro del tanque de agua. Ellos quedaron muy mal. Y nosotros les empezamos a hacer la contención psicológica”. Pero el desenlace de la familia sería fatal: “No habían pasado ni dos semanas que el muchacho fue a pedir un turno al hospital para una ecografía. Sale a buscar el turno y a hacer las compras y tiene un accidente en la moto y se muere”. María cuenta que la mujer estaba rota, y además los padres de él la culpaban a ella de la muerte. “Tuvimos que intervenir porque ella intentó suicidarse”. Sigue María: “La ayudamos con el embarazo, cuando tiene el bebé es un varón y decide dárselo a la suegra y ella queda peor. Nosotros tratábamos de explicarle que no era su culpa lo que había pasado y ahora ella se ha ido a vivir con su suegra y con el niño”. Ese bebé hoy tiene dos años. “Hay miles pero una historia así marco a fuego nuestro trabajo”, finaliza María.

“Una carta siempre llega a su destino”. Como la carta robada del famoso cuento de Poe: no importa qué dice, importa quién la tiene o, más aún, dónde se puede esconder. Los diarios tienen las cartas de lectores. Escribir a “Clarín” era poder escribir al presidente. Empezar con un “Estimado” e ir a la papa caliente cuando las cosas queman. Otra forma de las cartas mandadas a los políticos. Un tío que se expresaba con exagerada corrección, una madre que nos dejaba helados con su dolor. Esas cartas de lectores, esas tradiciones, se perdieron con los comentarios de los portales de noticias. La sociedad varía pero encuentra la forma de que su carta llegue. Twitter, en el mejor de los casos, quiso ser una larga carta de lectores. La gente hace escuela en eso: el arte de hacerle llegar su carta el rey. Más formal, más ruidosa, más picante. Esas cartas nuevas, viejas, perdidas, respondidas o que fueron al basural infinito de la Historia siempre dicen y dirán: dejen de hablarse entre ustedes. Lean las cartas que les está escribiendo la gente.

MR

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