Del burrito al traidor

La pascua es una fiesta caracterizada por la entrega de huevos. No está mal. Los huevos son una etapa previa al nacimiento. Es un momento de felicidad. Ojalá los cristianos, aunque no sean practicantes, puedan enseñar esto a sus hijos. Es un juego infantil, pero es la confirmación de que alguien te ama, quiere que estés bien y pases un buen momento: tus amigos, tu tío, tu padrino, tus viejos, tus abuelos. Ese chocolate, del quiosco o de Rapanui, es el cariño de los que quieren a los pequeños.
La pascua es la consumación de la Semana Santa y conmemora la resurrección. En general, se presta más atención a los días de cruz y renacimiento de Cristo que a los hechos previos. Por ese motivo, quisiera compartir con el lector algunas reflexiones acerca de lo que pasó entonces; les pido perdón si yerro en la cronología. Los hechos están dispersos en el Evangelio y voy a hacerlo tal como lo recuerdo.

Arranco con un breve prólogo. En la previa al “domingo de ramos” se produjo la resurrección de Lázaro. Ese signo de divinidad fue demasiado para los que detentaban el poder en Israel, por entonces un reino títere de los romanos. La casta dominante decidió matar a Jesús con un argumento que, en distintas variaciones, se repite a lo largo de la historia. “Este tipo se está zarpando, su doctrina es peligrosa, sus acciones subversivas, nos van a traer problemas”. De algún modo, Jesús estaba desafiando al poder del imperio romano y eso, indudablemente supondría una reacción.
En la mente de los beneficiarios locales del poder imperial, matar a Jesús era “el mal menor” para evitar que las pequeñas prerrogativas del Imperio hacia su Nación fueran destruidas: “Es mejor que muera uno y no todo un pueblo”. Cobardes excusas para preservar su seguridad.
Para entonces, Jesus ya era casi un prófugo. Todos sabían que los poderosos lo esperaban para arrestarlo. Sin embargo, él entró en Jerusalén cumpliendo con las profecías que prometían al pueblo elegido un salvador, un libertador. No intentó ser el nuevo David, ni lucirse como un rey-guerrero sobre un enorme corcel, sino que lo hizo cómo un hombre humilde, sencillo, andando sobre un animal de carga, un burrito cualunque. Aunque provocador, el pueblo fue el que actuó como disuasor de sus enemigos. No fueron sus palabras ni discurso, fue su acción la que conmovió a la gente sencilla.
Quiero detenerme en la promesa de devolución del burrito: hay una pista de lo que va a suceder después. Jesús toma prestada la gloria y el poder mundano que, aunque en el marco de una acción modesta, recibe el fervor del pueblo que arroja sus ramos cómo símbolo de veneración y esperanza. Sabe que esa parte dura poco, que la gente es volátil, que la propaganda pesa, que el poder represor atrae, que la tentación de ver la sangre ajena derramada es fuerte… porque este mundo tiene un Príncipe que no es bueno.
La gente le gritaba “Hosana” que es un pedido, un grito, ¡sálvanos! ¿Sálvanos de qué? Tantas realidades destructivas, tantas cosas del cielo y de la tierra. Cada uno piense la suya. También lo llamaron Mesías y enviado de Dios. Los fariseos, escribas, sumos sacerdotes, los detentadores del poder político, social, económico, religioso, montaron en cólera. Le pidieron que acallara el reclamo y la esperanza del pueblo.
Sin embargo, Jesus no desacreditó el fervor del pueblo y ejerció plenamente su autoridad real; cuando estos hipócritas pidieron al Rey Servidor que prohibiera a su pueblo aclamarlo, Jesús respondió: si ellos no hablan, hablarán las piedras. No puedo dejar de asociar aquellas piedras con el grito de los excluidos cuando el poder pretende robarles la esperanza, acallar sus expectativas, silenciar su profesión de amor y lealtad, quitarles la esperanza de una salvación.
Luego, así como tomó el asno para devolverlo, según algunas cronologías, Jesus tomó la gloria mundana para devolverla y se volvió a Betania, un pueblo pequeño dónde vivían tres de sus amigos.
Fue precisamente con sus amigos dónde comenzó a revelar lo que iba sucederle. Cuando una amiga suya, María, con un amor sincero y apasionado, en un acto de contacto físico entre una mujer y un hombre, en un caricia que apela a los sentidos del cuerpo y a la pulsión de vida, lo perfumó y acarició sus pies con su pelo. Sus amigos, que lo saben perseguido y difamado, en un rapto de puritanismo, pretendieron negarle ese momento, le reclamaron al más abnegado de todos los hombres que renunciara a ese instante, a la dulzura de ese contacto. Podría objetar el lector a lo narrado que no fueron sus discípulos fieles ni sus amigos verdaderos, sino Judas, el futuro traidor. Pero el silencio de los otros parecía aprobar lo que decía aquel. Así me lo imagino.
Lo critican indirectamente, atacando a la mujer, apelando a los pobres. Señalando de mezquino al mejor amigo de los pobres. Los críticos son los suyos, no sus enemigos; los suyos acturon en forma reactiva, moralista, tal vez con un dejo de envidia… y Jesus les dijo precisamente en ese momento, como en un pedagógico “dejense de joder”, que no se escandalizaran, que ya pronto el contacto físico sería la tortura y lo impregnaría con el perfume de la muerte. Es para mi un gesto poderoso. La vida, la muerte, lo humano y lo trascendente, un momento lindo y el sacrificio que va a venir, el equilibrio del ser y el deber, su dialéctica.
Luego, con el perfume en su cuerpo, Jesus salió a combatir contra el mal, salió a buscar la muerte. Desafiando abiertamente el poder, dió el discurso de los seis “ayes” “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas!”, les dijo a los poderosos y enrostró todos sus abusos y mentiras. Les dijo de todo. Cualquiera de nuestras diatribas políticas contra los poderosos se queda corta.
Ese mismo día, también casi prófugo, se dirigió al Templo. Ya lo había inspeccionado el primer día y sabía lo que estaba sucediendo. El lugar de la verdad, la bondad, el bien, se había convertido en una cueva de ladrones, en un lugar de lucro y muchas veces de abuso a los pobres. En otro acto subversivo, expulsó a los mercaderes. Primero la palabra, después la acción. Los poderosos tampoco se atrevieron a arrestarlo entonces. Seguían temiendo al pueblo. No lo arrestarían sino en un lugar alejado, lejos de todos, repentinamente, con la astucia de los cobardes.
También ese día, Jesus nos enseñó lo que Francisco llama “el protocolo de la salvación” que nos manda a realizar acciones concretas con los que sufren sin distinguir entre buenos y malos, vagos o laboriosos, meritorios y demeritorios, delincuentes o víctimas, legales o ilegales. Son acciones que cuando se realizan a un otro, se realizan por Jesús. Aquí no hay vuelta que darle, menos para los cristianos, el que no lo hace, se va al horno.
Que tenemos que hacer, en la vida cotidiana o en la acción colectiva:
Dar de comer al hambriento
Dar de beber al sediento
Recibir al forastero
Vestir al desnudo
Cuidar a los enfermos
Visitar a los presos
Aquí hay un programa de vida y un programa político. Son acciones concretas que, además, proyectan otras y otras y otras.
Al día siguiente, se consumó la traición de Judas. Un hecho que revela la miseria humana en su forma más brutal. Fue al día siguiente de que Jesus enseñara qué está mal, qué está bien y cómo se resume todo: amar a Dios y amar al prójimo. Esto no es casual. Existe una contradicción radical entre la idea del amor supremo que Jesús enunciaba: dar [gratuitamente] la vida por los amigos. Judas en cambio, entregó la vida de su amigo por un precio. Un precio miserable, treinta monedas. Es un signo de la miserabilidad del dinero, “lo que tiene precio es barato” ¿Qué lo llevó a eso? ¿La mera codicia? Hay algo más profundo en la traición de Judas. Algo que se concretó al dar ese salto traicionero. El paso del pecado a la corrupción. De lo humano a lo demoníaco.
Leí esta idea en Søren Kierkegaard. Para el danés, “demoníaco” es algo más allá del pecado común. En realidad no es un hecho, sino un estado espiritual. Un estado de angustia, pero no cualquier angustia. No es la angustia que se siente cuando no sabemos qué hacer con nuestra libertad ni cuando nos sentimos amenazados. No es la angustia del momento previo a cometer un pecado. No es esa angustia que da la libertad de hacer algo malo aunque finalmente se consume porque la carne es débil. Es mucho peor. Es cualitativamente distinto. Es la angustia que se siente ante la bondad, la negación de la potencia del bien en uno mismo y el resentimiento frente a la bondad del bueno. A Judas, Jesús lo angustiaba, por eso le buscó el pelo al huevo en Betania y trató de cacharlo en una contradicción.
Creo que hay algo de eso en el odio incontenible por el bien, esa pasión triste que mucha gente siente cuando observa a una persona cumplir el mandamiento del amor, sobre todo, el amor a los pobres. Una angustia mezclada con envidia e incredulidad. Creo haber notado esa angustia en personas que saben que un determinado acto está bien pero que cómo ellos no tienen la fortaleza de realizarlo ni pueden aceptar la mera existencia de gente buena, traspasan la angustia de su propio mal -el remordimiento de no actuar “como Dios manda”- para caer en la angustia del bien odiando al que obra con amor, inventando todo tipo de sofismas sobre el hecho virtuoso o ataques a la persona que lo ejecuta.
Hay ocasiones en que esto se torna aún más grave cuando la angustia del bien se dirige directamente al objeto preferencial del amor cristiano: los pobres. No hay bien posible para ellos. Son los culpables de sus propios padecimientos. La mera compasión es repudiable. La sed de justicia para ellos, una aberración.
En este día de la traición, cuando uno de los Doce cruzó el Rubicón que separa el bien del mal, Jesús hizo silencio y se preparó para lo inevitable, los días de tribulación que culminaron en la cruz. Pero a la cruz sigue la esperanza, la Pascua de la resurrección, los huevos que la abuela le regala al niño, el amor y el germen de una vida buena acá y allá.
JG/MT
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