La campaña italiana
Fue el año de la Gran Traición. No al supuestamente homogéneo mundo del tango, que ya se había sentido burlado por él y lo había condenado hacía mucho, sino hacia los piazzollianos de la primera hora. Libertango, ese disco grabado en 1974 en Italia, con sesionistas profesionales, que recurría a ostinatos y riffs ajenos a la liturgia celebrada por los fieles y que ofrecía un nuevo arreglo de “Adiós Nonino” con bandoneones sobregrabados –una especie de híperteclado a la Keith Emerson–, un prominente bajo eléctrico y un solo de órgano Hammond, se cubrió rápidamente con el peor sayo posible: era un disco “comercial”.
Con el disco que inauguraba su relación con el controvertido productor Aldo Pagani y el sello Carosello, Astor Piazzolla, decían, se había vendido a un oro que no era el yanqui ni el de Moscú, sino, sencillamente el de la industria del entretenimiento. “Ni yanqui ni marxista, bandoneonista”, solía bromear en ese entonces con sus amigos, desde su exilio autoimpuesto. Lo innegable fue el éxito –el primero verdaderamente internacional– del tema que le daba título y que, además de convertirse con los años en el más bailado en shows de tango entre los compuestos por ese autor al que los bailarines de tango habían vilipendiado, tuvo una segunda y sorprendente vida en la voz de Grace Jones, la chica Bond más improbable. Con una letra suya y de Barry Reynolds, “I've Seen That Face Before” (He visto antes esa cara), montaba en “Libertango” un texto que hablaba de la noche en París y un subyacente deseo de muerte, y un ritmo que remedaba en algo el reggae y preanunciaba el Downtempo, uno de los subgéneros del pop electrónico.
La canción circuló con fortuna por las discotecas y acabó siendo la música de una de las escenas cruciales de Frantic (Búsqueda frenética), un excelente policial de Roman Polanski con Harrison Ford y Emmanuelle Seigner como protagonistas (a partir del minuto 1:34 en el video).
La historia de este álbum está, por otra parte, ligada indefectiblemente al grupo que creó Piazzolla, en 1975, para tocar en vivo ese material, un octeto cercano al jazz rock que ya casi al comienzo tuvo un cambio significativo, el reemplazo del histórico violinista Antonio Agri por Arturo Schneider en saxo y flauta. Después de una temporada veraniega en La Botonera, en Mar del Plata y luego, ya con Schneider, en La Ciudad, en Buenos Aires, una gira por Brasil de la que desapareció el productor acabó traumáticamente con el conjunto. Esa primera formación incluía nombres importantes del jazz porteño. Algunos de ellos ya habían tocado con el bandoneonista: el guitarrista Horacio Malvicino, integrante del Octeto Buenos Aires, entre 1955 y 1958 y del primer Quinteto, o Schneider, que en 1969 había formado parte de la orquesta de María de Buenos Aires–. Los otros eran Santiago Giacobbe y Juan Carlos Cirigliano en órgano y piano eléctricos respectivamente, Adalberto Cevasco en bajo eléctrico, el Zurdo Roizner en batería y alguien nuevo –y con un instrumento nuevo– en el mundo musical argentino, Daniel Piazzolla, hijo de Astor, en sintetizador.
La segunda encarnación de ese octeto tuvo lugar al poco tiempo de la disolución de la primera. Daniel Piazzolla se hizo cargo, por pedido de su padre, de reclutar una formación joven –“no enviciada”, en palabras de Astor–, proveniente en su mayoría del rock y el jazz rock. En saxo y fauta estaba Chachi Ferreira, en bajo Ricardo Sanz, en batería Luis Cerávolo, en los teclados Osvaldo Caló y Gustavo Beytelman, en el sintetizador se mantenía Daniel y en la guitarra eléctrica el joven maravilla del momento, Tomás Gubitsch que con apenas 19 años venía de formar parte de Generación Cero, con Rodolfo Mederos, y de Invisible, con Luis Alberto Spinetta, Machi y Pomo. En 1977, en medio de una temporada en el Olympia de París, donde compartían cartel con Georges Moustaki, se supo que la gira estaba producida y financiada por la Inteligencia de la Marina argentina, y en particular por Alfredo Astiz, como parte de la ofensiva orquestada por la Dictadura para contrarrestar la pretendida “campaña anti argentina”. Algunos de los músicos se enfrentaron con Piazzolla y él se enfrentó con ellos. La consecuencia fue la misma que con la versión anterior del octeto: el grupo dejó de existir.
De ese grupo maldito –y maldecido por Piazzolla– casi no quedan testimonios. No hay grabaciones de estudio. Apenas algunos registros en vivo de la primera formación (en realidad la segunda, con Schneider y sin Agri) con pésimo sonido y la participación de José Ángel Trelles como cantante, una grabación que circula entre fieles de un tema llamado “500 Motivaciones” –una potente zapada que algunos leyeron como el Piazzolla de un futuro que no llegó a concretarse– y una toma en vivo en el Olympia donde los temas eran, en su mayoría, los de Libertango, A la pieza que le daba título a ese disco se sumaban “Meditango” y “Violentango”, más “Zita”, de la Suite Troileana, y “Adiós Nonino”. La opinión de los feligreses fue, en definitiva, rubricada por su máximo sacerdote. Una vez que ese grupo se separó, Piazzolla no volvió a tocar esos temas. La condena, como tantas otras veces, fue injusta.
Lo que allí se observa es ni más ni menos que un grupo notable de jazz-rock, con la originalidad no solo del sonido del bandoneón sino de un bandoneonista como Piazzolla. Alguien no solo con una técnica y una variedad de toques y registros deslumbrante sino, sencillamente, el único en su instrumento que tocaba como él. Su secreto era sencillo pero inimitable. Todas sus notas, por breves que fueran, eran sincopadas, dando a su música un tique de excitación –o electricidad, aun desde mucho antes de haber pensado en un grupo “electrónico”. La plataforma YouTube permite, también, ver y oír al grupo en algunos documentos notables. Uno es la grabación de la emisión de Canal 11 (Teleonce) el 27 de noviembre de 1975, con la primera formación del octeto, aun con Agri (con imagen y sonido deficientes, pero, en este caso, porco importa). Y el otro es una actuación de la segunda formación, el 18 de mayo de 1977, para la Radio Televisión Suiza, aportado por el archivo de esa emisora.
El repertorio de ese octeto era el de las primeras grabaciones italianas: Libertango, la bellísima suite dedicada a Anibal Troilo –Suite Troileana–, comenzada a componer por Piazzolla “tres días después de su muerte”, acaecida el 18 de mayo de 1975, algunas de las músicas para películas escritas en Europa y un tema, tal vez el emblema, del que fue el mejor peor disco de la historia. Un disco que partió de un desconocimiento, un error y un desacuerdo. Que no logró ni de lejos lo que hubiera sido posible. Pero que, por el mero sortilegio del sonido de sus dos solistas –Piazzolla y el ya legendario saxofonista Gerry Mulligan– y la inspiración de alguna de sus piezas –esa extraordinaria “Años de soledad”– se convirtió en un clásico instantáneo. El álbum se llamó Summit y, en su edición argentina, debida al sello Trova, Reunión Cumbre.
El bandoneonista admiraba a Mulligan desde siempre y decía haberse inspirado en el octeto del saxofonista, escuchado en París, para el que formó a su regreso a Buenos Aires, en 1955. “Éramos ocho tanques”, explicaba Piazzolla en esos años de Revolución Libertadora. Esa escucha fue, en rigor, imposible. Mulligan nunca tuvo un octeto, había estado en París con un cuarteto y, además, para cuando el marplatense llegó a esa ciudad él ya estaba en los Estados Unidos, dirigiendo la orquesta que acompañó a Billie Holiday en su actuación en el primer Festival de Newport.
Es posible que en el recuerdo de Piazzolla se hayan mezclado varios acontecimientos: la audición de algún concierto de jazz, sin dudas, pero, sobre todo, la de dos discos publicados mientras él estaba allí por el sello francés Vogue, el mismo que editó un disco de duración media, con ocho temas propios registrados por el bandoneonista con Martial Solal en piano y una orquesta de cuerdas. Uno de esos discos fue el del sexteto de Oscar Pettiford: un grupo extendido, con contrapuntos complejos, y con la presencia de dos instrumentos que aparecerían en el Octeto Buenos Aires: la guitarra eléctrica –que allí tocaba Tal Farlow– y el cello –que Pettiford alternaba con el contrabajo–. Y el otro, sin duda, fue de Mulligan. Se trataba del registro de su pasada actuación en la Salle Pleyel, con su cuarteto sin piano y Bob Brookmeyer en trombón a válvula. Y la prueba de que Piazzolla tuvo ese disco en sus manos –y de que pasó por sus oídos– es la libertad con que el grupo toca, señalada en las notas de la contratapa, escritas por Charles Delauney, el fundador del sello, y repetida en las que el bandoneonista escribió para el LP del grupo editado en su momento por Disc Jockey.
Hubo una frase, repetida en los libros de memorias y conversaciones con Piazzolla publicados a la manera de biografías. “Si querían un lector no me hubieran llamado a mí”, señalan que dijo el saxofonista y deducen que no sabía leer y no podía tocar lo que Piazzolla le había escrito. Mulligan tocaba el piano además del saxo barítono y, además, ya a los 19 años era el orquestador de la banda de Gene Krupa y luego lo fue de la de Claude Thornhill. No hay posibilidad alguna de que ese músico, que a los 23 años había sido uno de los compositores y orquestadores de las grabaciones realizadas por Miles Davis en 1949 y más adelante se recopilaron como The Birth of the Cool, no pudiera leer una partitura. Si se escucha con atención esa reunión cumbre –que lo fue– lo que aflora es que no hay solos del saxo ni espacios para su improvisación. Y eso permite una hipótesis mucho más verosímil. El tratamiento de Piazzolla hacia él no había sido distinto que el que hubiera recibido un sesionista, alguien al que simplemente le indicaban qué y cuándo tocar. Alguien que sólo leyera.
En el mundo del tango, la lectoescritura musical era señal de jerarquía. Pero no lo era en el del jazz, donde la mayoría de los músicos de la generación de Mulligan había pasado por bandas escolares y por aprendizajes más o menos formales y en el que muchos trabajos, sobre todo en las industrias del disco y de la música para el cine, requerían una excelente lectura a primera vista. Leer leía cualquiera; improvisar sobre pies rítmicos y estructuras complejas y ser capaces de hacerlo contestando e interactuando con otros solistas, como lo hacía Mulligan, lo hacían sólo los mejores. Lo que el saxofonista estaba diciendo, en realidad, era, “si querían solo un sesionista no entiendo para qué me llamaron a mí”. Aparentemente, tal vez por eso o quizá por otros motivos, no se llevaron bien y las grabaciones fueron un calvario. Pero en la música, si bien falta un Mulligan más acorde con sus talentos, no se nota. Y las rencillas fueron olvidadas, como muestra el tema “Listening to Astor”, incluido por el saxofonista en su disco Dragonfly, de 1995.
Por algún motivo –posiblemente un litigio por derechos– el disco que testimonia aquel encuentro a pesar del desencuentro no existe en Spotify, aunque sí en Apple Music (https://music.apple.com/it/album/summit/1325104774?l=en-GB) y en YouTube:
Y, como curiosidad, en esa plataforma puede verse una transmisión televisiva de la RAI donde ambos solistas presentan el disco tocando “Años de soledad” pero se trata de un obvio playback. No hay otros músicos en escena y las dos estrellas protagonizan una reunión cumbre unida tan sólo por la mímica.
Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/
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