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Y DESPUÉS ES AHORA — NARRACIONES

Una casa y una familia

El chalet del ingeniero próspero en Beccar, un barrio de casitas bajas

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El primer departamento propio lo compraron mi madre y mi padre en Olivos, con plata que había ahorrado mi mamá de su trabajo como profesora de Educación Física más dinero que apartaba todos los meses como si fuera fumadora. Dice que apartaba el equivalente a un atado de cigarrillos por día en una caja, siempre me imaginé que de zapatos, no sé si ese detalle también lo dio ella, y que con eso hizo un buen ahorro. La anécdota presumía por partida doble, en su sistematicidad para el ahorro, en su voluntad férrea de no fumar. Que, viéndolo ahora, no entiendo por qué sería un parámetro si nunca fue fumadora, vaya uno a saber. Quizás le daba cierta superioridad moral esto de “no sólo no fumo sino que además, ahorro para algo noble como una vivienda, qué consumo más digno puede haber”.

Entonces, ese primer departamento de dos ambientes pequeños, lo compran con los ahorros del sueldo de mi madre y ayuda de mis abuelxs por ambas partes. Y un par de años más tarde anexan un segundo departamento más pequeño y convierten el departamento en uno apenas más grande. Estimo que entonces sí ya con aportes del sueldo de mi padre de ingeniero junior en una empresa argentino-alemana.

A ese departamento le nacemos las tres wawas. Lxs tres en un cuarto dormíamos, un cuarto muy pequeño cuyas paredes iban recubiertas de un empapelado intenso en tonos marrones, ocres y verde apagado, con motivo de una serie de elefantes. Recuerdo esa sensación cálida de nido de dormir amuchadxs. En invierno mi madre nos ponía unas bolsas de dormir de telas con motivos infantiles: eran como un chaleco largo con cierre que abajo se hacía bolsa. Unx se embutía en la prenda al irse a dormir y eso evitaba quedar destapada sin querer. Para ir al baño de noche, sin embargo, eran un poco más problemáticas porque había que ir saltando como en una carrera de embolsados y después emprender todo el cierre, tarea que a cierta edad no era nada evidente.

Luego mi madre se dedicó a nosotrxs y el ingeniero junior prosperó, vendieron el departamento ensamblado en Olivos y compraron una casita Eva Perón, de arcada y techo de tejas, en Beccar, que a mis abuelos les resonó como irse a vivir a Luján, por lo remoto. Vivimos en esa casita más de un año. Otra vez lxs tres estábamos apiñadxs en un cuartito: cama cucheta y mi hermano en cuna, aunque las piernas ya le sobresalieran. En esa casa recibió de regalo una cama de algarrobo de una plaza, para poder estirarse al fin. En esa casita podíamos movernos sin cuidado porque su destino era la demolición. En esa casa jugábamos a las carreras de ida y de vuelta en el garage-patio techado con fibra de vidrio, en una Pelopincho en la terraza y mucho en la vereda, con mi vecina de enfrente, las de al lado y les hermanites del otro lado, hijes de unos diputados o concejales de San Isidro.

En algún momento, mi padre reunió aún más dinero y se puso en marcha la demolición. Nos fuimos a la costa un enero y la casa desapareció. Mi padre nos mostró fotos de Julieta, la niña de enfrente, de pie sobre una montaña de escombros que supo ser nuestra casa. Mi padre estaba feliz, yo, por lo menos desconcertada. No podía entender cómo una casa en pedazos debía dar felicidad. Lloré contra la ventana en el asiento trasero del Renault 12 rural plateado a nuestro regreso de Miramar, porque no teníamos a dónde volver.

Mientras se construía la casa que mi padre como ingeniero había diseñado, vivimos en lo de una abuelastra que tenía una casita con jardín en Florida. Ahí otra vez: lxs tres en un mini cuarto cuya ventana daba a una suerte de quincho techado, volvimos a la cucheta y la camita que se sacaba de debajo de la cucheta. A la hora de dormir no había por dónde circular en la habitación y ahí siempre la jerarquía que marca el momento de nacimiento: mi hermana arriba, yo en la de abajo y mi hermanito en la que se sacaba de debajo de abajo; la jerarquía así. Vivimos en la casa de la señora Ana mientras se construía el chalet en Beccar, el chalet del ingeniero próspero en un barrio de casitas bajas. En la casa de Florida nos peleamos mucho, yo quería ir a probarme a Festilindo, pero mi madre me desalentó, y ella misma anduvo con temas de salud, asuntos en los ovarios que la mantuvieron entrando y saliendo del sanatorio y con momentos de reposo que había que respetar. Creo que todo estaba tenso y un poco fuera de control. A Ana no se le daba tanto retarnos o lo hacía con demasiada blandura y nos dábamos duro entre lxs hermanitxs. Todo estaba bastante crispado en el entorno familiar. Cada tanto visitábamos la casa en obra y veíamos el proceso. Nos trepábamos al árbol de la puerta que estaba padeciendo muchísimo la obra, era uno de esos cuyas flores son como unos peluchitos rosa y blanco y que en primavera tiran un delicioso olor. Leo ahora que se trataba de una acacia de Constantinopla, vaya nombre para un árbol, o árbol de la seda lo llaman también. La acacia no sobrevivió a la obra y fue reemplazada por un Ginkgo Biloba que resultó macho, sin frutos con olor a podrido. Ahora, desde hace dos años más o menos que el Ginkgo no está contento, sus hojas no son del verde fresco y rozagante de siempre y amarillean, caen demasiado pronto, en mayo, y ya no ofrecen ese espectáculo fascinante del árbol amarillo en llamas que la gente se detiene a fotografiar. Pensamos con mi madre que habría que podarlo este otoño para que pueda recuperar vigor.

 

En la obra colaborábamos bastante. Nos ponían ropa de batalla todos los fines de semana y allí íbamos: a barnizar zócalos o persianas en familia o asistir a mi padre y abuelo mientras hacían las tareas más variadas, más que nada de carpintería, y nos mudamos a esa casa ni bien se pudo, con pisos de cemento por bastante tiempo aún. En algún momento apareció la alfombra, una color crema que recubrió todo el piso superior, que se manchaba con absoluta facilidad y que le dio a mi padre -y a nosotrxs intentando evitar su enojo- varios dolores de cabeza.

Por mi parte, viví en esa casa 15 años. Mi hermano otros tantos. Mi hermana sólo 9. Mi padre 23, la gata sus 22 años de vida, mi mamá 35 y contando.

 

Ahora la casa está en venta y con una oferta de compra. Mi madre ya se ha puesto a regalar, tirar, vender. Años de casa y familia acumulada salen a la luz: cuadernos de la infancia, infinidad de papeles de cuando el mundo se registraba en papel, muebles acopiados, ropa que acaso alguna vez, juguetes de la infancia que por qué no y en fin, una casa para por lo menos cinco personas con libros bibliotecas escritorios sillas cuadros fotos en cada ambiente. ¡Las fotos! Todas esas fotos en papel, acumuladas también, años y años de familia en más papel. En algún momento, cuando se desmontaron las casas de lxs abuelxs de ambos lados, varias cosas fueron a parar a esta otra casa familiar que sí tenía lugar, y ahora qué. Y al mismo tiempo el alivio de deshacerse, de quitarse de encima todo ese lastre en objetos y que mi madre pueda migrar más liviana a otro lugar.

 

El video que hizo el martillero para ofrecer la casa a la venta es una subjetiva de él, en la que recorre la casa con cierto flow, va de ambiente en ambiente, pasa por la cocina, sale al patio, vuelve al living, no entra al garage, sube las escaleras de madera al primer piso y ahí, en ese subir, sobre la pared del descanso de la escalera, en el ángulo recto hacia la izquierda, ahí en esa pared registra la cámara del celular el afiche de la película que filmamos en esa casa, mi madre, mi hijo Ramón y yo. La foto del afiche es en realidad una diapositiva en la que se ve a mi mamá y su hermana Gisela saltando en unas dunas de Villa Gesell, de niñas. Ahora, en un extraño juego de reflejos y espejos, esa foto de ellas aparece en el video de la venta de la casa que es, a su vez, protagonista de la película, junto con mi madre que es esa niña retratada y también la señora que después de 35 años y mucha vida encima, ha decidido dejar ese espacio atrás.

RP 

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