Una enfermedad llamada “deseo”
En la última columna prometí continuar con el deseo. Porque de un tiempo a esta parte me interesa el modo en que le atribuimos todo tipo de bondades (en discursos más o menos enfáticos), pero lo cierto es que el deseo enferma.
¿Qué es un deseo? Ojalá fuese una potencia, ojalá fuese una fuerza, ojalá fuese algo que nos lleva hacia el Bien. Más bien (y más mal que bien), el deseo es un conflicto. El deseo es aquello que, en mí, se presenta como exterior, como ajeno (a la idea que tengo de mí mismo). El deseo se hace presente cada vez que, en medio de la noche, despierto y me pregunto: “¿por qué soñé esto?”; o bien cuando después de una tarde más o menos apacible, me sobreviene un pensamiento por alguien con quien, en realidad, no quiero volver a estar en una relación. El deseo ¡se ríe de la realidad!
El deseo es contradicción, pero mucho más una paradoja, cada vez que confronta el hecho de que puedo desear lo que no quiero. Es posible que pase varios días con la preparación de una situación que, llegado el momento de realizar mi anhelo con un acto, me lleve a querer huir (fóbicamente), o a olvidarme (histéricamente, “me colgué” se dice hoy), o perder la intensidad (obsesivamente, como cuando alguien empieza a dudar de si está “seguro”).
Recuerdo la situación de una amiga que preparaba la defensa de su tesis. Nerviosa, me contaba que no podía ponerse con eso; a pesar de que ya sabía que iba a aprobar, no entendía por qué estaba tan inquieta. La respuesta es evidente, porque sabía que iba a aprobar. Dicho de otra forma, la conclusión de su etapa de estudiante no le pedía hacer nada extravagante ni diferente de algo que sabía hacer a la perfección. No obstante, la situación no dejaba de plantearle algún tipo de exigencia: tendría que ir y poner algo, tal vez el cuerpo, para un acto final que no se resolvería con jugar a la buena alumna. Más bien, luego de esa instancia ella dejaría de ser una universitaria.
Quisiera explicar mejor este ejemplo. Hay situaciones que podemos resolver con el simple recurso a una identificación habitual. Por ejemplo, mi amiga alguna vez me dijo que sabía que nunca más reprobaría un examen. La entiendo. La Universidad es a veces un lugar en el que no se pide aprender nada, sino a aprobar parciales. Hay situaciones en la que alcanza con representar un papel.
Si el ejemplo universitario parece trivial, propongo otro; pero no menos trivial. Para tener una cita alcanza con representar bien un papel. Si tomamos el caso de una pareja heterosexual clásica (no porque lo prefiera, ¡esto no es una defensa de la heteronorma!, sino porque los heterosexuales son más básicos y faltos de creatividad), alcanza con que un varón haga ciertos guiños y la mujer se preste a esa danza. En última instancia, en el campo del erotismo también encontramos algunas imágenes y roles que componen una matriz que podríamos llamar “escena de seducción”.
El deseo es un conflicto. El deseo es aquello que, en mí, se presenta como exterior, como ajeno (a la idea que tengo de mí mismo).
En este punto, entonces, podría parafrasear todo lo anterior con la idea de que hay situaciones que se resuelven con poder montar una escena. Cada uno a sus puestos y ¡ya está! Alcanza con que cada uno se pueda ver a sí mismo representar su rol en la escena y evaluarse con más o menos tranquilidad. Porque también puede ser con intranquilidad como cuando alguien, en una situación de este estilo, se dice a sí mismo: “Va a pensar que soy un idiota” o “Estoy arruinando todo”.
De un modo general, nuestra vida transcurre de acuerdo con este tipo de escenas. En psicoanálisis las llamamos “fantasías”. Sin embargo, hay situaciones muy puntuales que no se pueden resolver con una fantasía. ¡Por suerte! Ahí es que tenemos la ocasión de mostrar de qué estamos hechos. Por supuesto que esta fortuna suele ser vivida como angustia, pero no por eso hay que desmerecer su costado virtuoso: si todo en la vida se pudiera resolver actuando en escenas, nosotros seríamos autómatas y sí, lo sabemos, hoy el mundo está lleno de autómatas. No por nada proliferan a nuestros alrededor zombies, robots, personas que quieren que todo salga como lo planificaron sin que nada los afecte demasiado o angustie. La idea del deseo como una fuerza o potencia, es una teoría de autómata.
También en el mundo está mi amiga, que sufre porque tiene que hacer una acción que sabe que puede hacer perfectamente, pero… ¡se angustia! Está nerviosa por eso que si le genera ese efecto es porque no se confunde con la representación de un papel, sino todo lo contrario. Es como si tuviera que perder esa escena de buena estudiante que usó durante su escuela primaria y secundaria, su carrera de grado y de posgrado, ¿y ahora qué? Porque también es cierto que podría seguir identificada con ese rol durante mucho tiempo más, porque en este mundo sin duda está lleno de quienes son padres o madres, maridos o esposas, etc., como quien es buen alumno.
No es el caso de mi amiga, que si tiembla es porque sabe que, en adelante, una parte suya se perderá irremediablemente. Todo en ella se resiste a aquello que, sin remedio, es la manifestación de un deseo que ya no tiene escena. Quizá por eso en los cumpleaños pedimos tres deseos, porque ¡uno sería demasiado! Además, si pedimos que los deseos se cumplan es porque no solo sabemos que no se van a cumplir, sino para reprimir que la relación con el deseo supone otro tipo de acto antes que la satisfacción. Un deseo es algo que se realiza, si es que uno está dispuesto a perderse un poquito en ese paso.
Esto puede parecer algo complejo, pero creo que hay una canción que lo muestra de una forma más clara. Aquella que dice “No quisiera yo morirme sin tener algo contigo”. Es una canción que me encanta, porque quien habla no dice que quiere tener algo, sino que establece una condición (para la muerte). Lo mismo sucede con el principio de la letra: “¿Hace falta que te diga que me muero por tener algo contigo?”. Quien habla, no dice qué quiere (¡como si el deseo pudiese decirse!) sino que interroga la necesidad de un acto (“¿hace falta?”). Algo parecido ocurre con esa otra canción, la de Jaime Roos, que dice “Algún día verás que me voy a morir amándote”. ¡Otra vez la muerte como la condición! Sin embargo, no para un deseo puntual, sino para mostrar que hay algo en el deseo que es, digámoslo así, “mortífero”.
El deseo es esa enfermedad silenciosa que, de vez en cuando se manifiesta en algún síntoma o paradoja de nuestra vida cotidiana, cuya incidencia mortífera es mucho más saludable que su inmortalidad: ¿a dónde van todos esos deseos que reprimimos y de los que no queremos saber nada? ¿Dónde van a parar todos esos actos que nunca realizamos o que atravesamos con escenas hechas para conformar(nos)? Sin esa pequeña muerte del deseo, una vida puede estar completamente echada a perder. En última instancia, de lo realizado siempre es posible arrepentirse. De lo que no ocurrió, solo podemos ser más o menos culpables.
Para concluir, regreso a la canción de Chico Novarro, para destacar que no es raro que diga “Tener algo contigo”, como tampoco lo es en el caso de amiga que se trate de tener un título. A través de la fantasía, de representar escenas, de actuar papeles más o menos conformistas, nunca logramos tener nada. Esta es una enseñanza muy cierta del psicoanálisis: que para tener algo es preciso perder(lo). ¡Otra vez la paradoja! El sentido común cree que quien tiene algo, es poseedor de eso que tiene. Nada más lejos de lo que enseña el psicoanálisis. Para tener algo, para dar ciertos pasos, es preciso hacer ciertas renuncias, haber perdido ideales, algunas fantasías, etc.
Un deseo es algo que se realiza, si es que uno está dispuesto a perderse un poquito en ese paso.
Por ejemplo, “tener un hijo” no es algo que se pueda hacer de forma conformista, si bien es posible actuar de madre o padre; también es posible parir a un niño, pero eso no hace que alguien sea una madre. Para tener un hijo, es preciso haberse perdido uno antes como niño (para cederle el propio narcisismo) y, además, haber perdido a ese niño como propio (para que no sea un objeto que se acomode pasivamente a nuestros intereses y cuidados).
El deseo es una enfermedad, porque nos hace renunciar a lo propio. Sin embargo, es la única enfermedad que cura de una vida impersonal, parecida a la todo el resto de los autómatas del mundo.
LL
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