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Opinión

Por qué el amor duele

Por qué el amor duele

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Semanas atrás, una amiga se preguntaba por qué se había quedado tantos años en una relación que podría haber terminado mucho antes. Su inquietud me hizo reflexionar. Por un lado, pensé que una de las cosas que yo descubrí como paciente en análisis, es que algunas decisiones las tomé antes de darme cuenta (no sin darme cuenta, son cosas distintas); asimismo, en el momento en que fui consciente de que ya había tomado una decisión, me di cuenta de que iba a necesitar un tiempo más para entender qué decisión fue la tomada. La conciencia es un destello inútil, que intenta de manera desesperada apropiarse de un futuro que antecede al pasado.

Por otro lado, me pregunté por qué mi amiga se planteaba una situación con esos términos, con un tono culpable. Porque la culpa no es un sentimiento, sino que es la paradoja reconocible cuando alguien se reprocha no haber realizado un acto, en un tiempo en el que no estaban dadas las condiciones para hacerlo, dado que todavía no se era la persona capaz de tomar esa decisión. Esta especie de ilusión retrospectiva, que permite diferenciar la culpa de ese otro afecto moral que es el arrepentimiento, invierte la relación entre causa y efecto. Es que el culpable padece un delirio de conciencia: cree que tendría que haber sabido lo que solo con el tiempo pudo saber.

El carácter culposo de la pregunta de mi amiga se advertía en su modo de preguntar por una causa; ahora bien, ¿por qué necesitó la culpa para hacerse esta pregunta? Pienso que el lector ya se dio cuenta de que, con mi reformulación de la inquietud, yo también planteo la pregunta por una causa. Sin embargo, hay un modo de preguntar por la causa que no necesita la respuesta. Es lo que ocurre con los “por qué” de los niños, que no están dirigidos a querer saber tal o cual cosa, sino a interrogar a quien responde. Con sus “por qué”, los niños no se preguntan por lo que sabe el otro, no buscan un conocimiento que les falta, sino que quieren saber por qué el otro dice lo que dice; es decir, apuntan a su deseo. Si tuviera que resumir el trabajo de un análisis, diría que en cierto modo apunta a destituir el “por qué” culposo para instituir el “por qué” del deseo; mejor dicho, esos “por qué” sin respuesta a los que solo se responde con un deseo.

¡Qué problema que alguien se pregunte culposamente! Si en el ejemplo de mi amiga da la impresión de ser un asunto menor (aunque para mí no lo es), cabe tener presente que la estructura de la pregunta de mi amiga podría aplicarse a situaciones mucho más complejas; por ejemplo, la de una mujer que se pregunte “¿Por qué no me puedo separar de un hombre que me trata mal?” y si esa pregunta no se la hace la mujer, sí sabemos que se la hacen los más diversos profesionales que trabajan con situaciones de violencia. Estos profesionales se plantean la necesidad de que un vínculo violento concluya, porque la pregunta es “¿Por qué ocurre algo que no debería ocurrir?”. Puede ser que desarrollen teorías, pero es  posible que muchas de esas teorías no produzcan un efecto concreto en el caso de la mujer que, si está en una relación violenta, es habitual que regrese a la relación que padece. ¿Es que esa mujer necesita acceder a un estado de conciencia mayor? ¿Es porque ella no sabe reconocer qué es amor y qué no? 

¿Qué puede decir un psicoanalista sobre estos temas? Durante años, con una actitud igual de problemática, el psicoanálisis produjo conceptos para tratar de explicar por qué una mujer es capaz de amar a un hombre que la maltrata. Así es que se habló de “masoquismo femenino”, pero también de que las mujeres tienen una especial relación con el amor, que las hace dependientes, entre otras especulaciones. Lo cierto es que estos conocimientos no suelen ser muy eficaces en los tratamientos de este estilo. Al contrario, incluso podría pensarse si acaso no revictimizan a la mujer con interpretaciones “psicológicas” sobre lo femenino. Además, si algo caracteriza al psicoanálisis es evitar la construcción de perfiles psicológicos para atender a lo singular de la vida de alguien.

Si tuviera que resumir el trabajo de un análisis, diría que en cierto modo apunta a destituir el “por qué” culposo para instituir el “por qué” del deseo; mejor dicho, esos “por qué” sin respuesta a los que solo se responde con un deseo.

Ahora bien, ¿cuál es el origen de esta “psicologización”, realizada a veces con buenas intenciones? El lector ya conoce mi respuesta: la culpa. Por la culpa es que nos apuramos a buscar respuestas y proyectamos en el pasado un saber que podría haber hecho posible que algo no pase. En última instancia, la pregunta que nos duele se resume en “¿Por qué pasa lo que pasa?” o “¿Por qué paso lo que pasó?”. Para no quedarnos demasiado pendientes de lo dicho sobre violencia de género, a continuación quisiera decir lo mismo de otro modo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, entre psicoanalistas hubo un intento de dar un tipo de respuesta a la tragedia del nazismo. Podría mencionar en este punto un libro como Psicología de las masas del fascismo, de Wilhelm Reich, o El miedo a la libertad, de Erich Fromm. En otro nivel (ya no el de la relación amorosa, sino el social), estos libros plantean cierto tipo de individuo que es capaz de llevar hacia la conducción gubernamental a un líder que luego lo va a “tratar mal”; se explican sus mecanismos psíquicos, sus angustias, el tipo de personalidad que lo caracteriza. Se construye su perfil psicológico, pero así es que estos libros de psicoanálisis quedan al servicio de la psicología más simple, la que explica todo, culposamente, pero no le cambia la vida a nadie.

¿Por qué una mujer vuelve con un hombre que la maltrata? ¿Por qué un pueblo elige (y puede reelegir) a un líder que lo esquilma? El psicoanálisis no tiene respuestas para estas preguntas, como tampoco puede explicar por qué hay jóvenes que delinquen ni por qué un hombre puede matar. Sin embargo, el psicoanálisis surgió de este tipo de constataciones. Si algo caracteriza al descubrimiento freudiano fue que aquello que nos une con el mundo no es el placer, que incluso nuestros deseos eróticos se entrelazan con componentes agresivos, que no elegimos lo que nos hace bien. Y bien podríamos formular todo tipo de teorías más o menos morales para querer atenuar el malestar en la cultura, pero como alguna vez dijo Freud: “[El psicoanálisis es ajeno al reformismo] Luego, no le parecerá mal que los reformadores se sirvan de sus averiguaciones para reemplazar lo dañino por lo más ventajoso. Sin embargo, no puede predecir si instituciones diversas no traerán por consecuencia otros sacrificios, acaso más graves”.

¿Deja esta situación al psicoanálisis en un estado de impotencia? En realidad, creo que el psicoanálisis surgió del reconocimiento de una imposibilidad, pero que eso no le quita su potencia. Porque si el psicoanálisis no puede dar una respuesta para las preguntas que antes mencioné, es porque el psicoanálisis mismo es una respuesta: su surgimiento como método, como dispositivo para escuchar esa parte maldita que nos habita y que, para decirlo una vez más con Freud, está “más allá del principio del placer”. 

En este punto, llegados al final, se podría preguntar si acaso mi desarrollo no lleva a una justificación del sufrimiento y diría que más bien todo lo contrario. Es la culpa, con sus teorías, la que no hace más que justificar lo que ocurre, aunque esas justificaciones a veces se disfracen de intenciones de querer lo contrario (¡es que salí con alguien tóxico! ¡El otro es psicópata! Bla-bla-bla). La invitación del psicoanálisis, como ya dije, es a que alguien responda con el deseo ahí donde antes se hizo una pregunta culposa. Asumir un deseo no quiere decir justificarlo, sí a veces dejar de idealizar nuestros deseos para poder pensar sus condiciones singulares y, eventualmente, decir que no. ¿El psicoanálisis promueve que a veces se le pueda decir que “no” a un deseo? A veces, sí. Después de todo, esa dificultad para decir “no” y, en lugar de eso, tratar un deseo con la represión, o con la proyección, quizá actuándolo con la fantasía, sin reconocernos en el malestar que decimos padecer, fue lo que nos hizo enfermar. Ahora bien, ¿estamos dispuestos a admitir que un deseo puede enfermar y que, por lo tanto, que somos unos enfermos del deseo? 

Con esto seguiré la próxima.

LL

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