La maldición agridulce
Si Evita viviera, ¿sería Montonera?. La verdad creo que no. Pero si Anton Chéjov viviera y le propusieran escribir una serie de televisión, situada en Baltimore que, aparentando mostrar los negocios de la droga , la política y la policía en realidad hablara sobre el sinsentido de la vida ordinaria, seguro escribiría The Wire, madre de todas las grandes series que se hicieron en la televisión. Se cumplen veinte años de esta obra maestra de David Simon, y están dando una maratón televisiva con todas las temporadas. Veo un par al tuntún. Como me suele pasar con The Wire, y con la mayoría de la poesía que me gusta, no me importa entender el argumento, disfruto con las pequeñas escenas que se arman, con la potencia de los diálogos, con la forma en que la vida irrumpe en la serie con cierto toque documental. El oficial Jimmy McNulty está separado, y es el día que le toca tener a los hijos, así que los sienta en la parte trasera del auto y va al encuentro de Omar -un traficante que puede llegar a ser su soplón- y lo lleva a la morgue de la policía para que vea cómo quedó el cuerpo de su amigo, al que mataron por venganza. Cuando Omar entra al auto de MacNulty, ve a los chicos atrás. Y el oficial le dice: es la noche que me tocan los chicos. The Wire es como un cubo de Rubik que nunca se termina de armar, hay una inestabilidad en la serie que es central cuando escribimos un poema. Y también un trabajo sobre el habla de la gente común, que la vuelve terriblemente poética. La poesía, para ser potente, siempre tiene que volver a escuchar detenidamente el habla de las calles, eso hace The Wire.
Después de ver The Wire veo un documental sobre el chef Anthony Bourdain, su vida intensa y trágica. Bourdain era un adicto a la heroína que después dejo la heroína pero no la adicción: se volvió adicto a viajar. Se volvió adicto al jujitsu. Se volvió adicto a tener una familia y una hija. Se volvió adicto a hablar con la gente mientras lo filmaban. Se volvió adicto a comer animales vivos. Se volvió adicto a matar animales y comerlos mientras lo filmaban. Se volvió adicto a Asia Argento. Se volvió adicto al suicidio. En un momento habla con un músico y Bordain le pregunta cuándo empezó a andar en giras. El músico le dice: “A los 18 años. Me encanta irme de gira y me encanta estar con mi familia”. Bordain le dice que a él le gusta mucho estar en su casa con su mujer y su hija, pero que a las semanas se siente inservible y aburrido, que siente la necesidad de volver a viajar. El músico le dice: “Es la maldición agridulce, te gusta estar en casa, te gusta irte de casa”.
Pienso que los sueños son geniales cuando vienen sin explicación. La densidad, la capacidad de condensación que tienen es lo que debe tener también el poema.
Apago la televisión. Apago la luz. Sueño con mis zapatos negros que no uso hace mucho. Estoy en la casa de mis padres con la familia nuclear: mi mamá, mi papá, mi tía, mi padrino: los Beatles que me criaron y me hicieron tan feliz. Estoy vestido, pero descalzo. Les digo que no tengo mis zapatos y pongo a toda mi familia a buscarlos. ¿Dónde están? Dan vuelta la casa pero no los encuentran. Cuando me despierto, salto de la cama y voy a ver si mis zapatos están en mi casa. Están. ¿Porque soñé con ellos? La historia de los zapatos negros: son de marca Hush Puppies. Se los vi por primera vez a Jorge Doneiger, un compañero que trabajaba conmigo en un diario deportivo. Ese empleo era un infierno, pero él llegaba siempre bien vestido. Me gustaba eso: tenía elegancia en el sufrimiento. Y también dos pares de Hush Puppies, uno negro y otro marrón. Me gusto el marrón y lo fui a comprar, pero sólo había negros. Este hecho sucedió a mediados de los noventa. ¿Habré soñado con Doneiger porque necesito elegancia en el sufrimiento?
Recuerdo también que Joan Didion, cuando muere su marido, dona toda su ropa menos sus zapatos, porque tiene el pensamiento mágico de que si vuelve de la muerte lo va a hacer descalzo. Después recuerdo que este año para explicar el correlato objetivo, un concepto que usó T. S .Eliot en un ensayo sobre Hamlet, puse como ejemplo la canción hermosísima de Gabo Ferro “Como tus zapatos”, donde hablando de unos zapatos nos transmite la emoción que suelen quedar en las objetos después de que son usados por un ser amado. Me doy cuenta que me cuesta describir cómo son mis zapatos. ¿Cómo son? Negros, altos, si se miran desde arriba, desde una subjetiva, tienen sobre el empeine un arco geométrico que sobresale. Parecen zapatos elegantes, pero también tienen algo de escolares. Sus cordones son muy finos, se pueden cortar si los atás muy fuertes. Y parecen ser cordones hechos de un cuero finísimo. Cuando te los ponés te sentís cómodo, seguro al caminar. Pero cuando el día avanza, me duele el empeine del pie derecho. Recuerdo que el zapato derecho se me rompió en la suela, se despegó en algún momento y lo mandé a arreglar.
Pienso que los sueños son geniales cuando vienen sin explicación. La densidad, la capacidad de condensación que tienen es lo que debe tener también el poema. Los sueños no explican, muestran. Tengo un profundo respeto por la gente que se suicida. Tengo un profundo respeto por la gente que no se suicida y decide luchar. Anthony Bourdain acaba de abrir un restaurant en la calle de la impermanencia. Si van a ir, llamen antes para pedir reservas, porque se llena.
FC
0