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ESCALA HUMANA

Malvenidos a Retiro: retrato de una terminal que los viajeros odian

La terminal de ómnibus de Retiro.

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La valija salta entre vías y pozos. La arrastro mientras gambeteo puestos, peatones y basura que despierta olfatos con el calor de finde carnavalesco. Tantos años viniendo a esta terminal me dieron reflejos. Si algo contribuye a la movilidad en Retiro es la pulsión de moverse rápido para escapar.

Punto obligado hacia gran parte de la Argentina, puerta de entrada de turistas, mal necesario para porteños por adopción como yo: la Terminal de Retiro es todo eso pero es, ante todo, maltrato. No sé si cuesta más llegar, irse o quedarse. Tampoco sé por qué fue olvidada por cada gobierno. Sí sé una cosa: los políticos jamás pasan por esto.

Después de la pandemia, hubo obras de mejora adentro y afuera, pero por la zona desfilan 200.000 almas diarias y hace falta mantenimiento. Enseguida los baños volvieron a estar rotos y desprovistos; la cartelería, intrusada con stickers o revestida con papeles impresos; las plataformas, llenas de caca de paloma; el entorno nocturno, pleno de oscuridad. Why we can’t have nice things. Quizás Horacio le haya preguntado eso a Taylor.

Por dentro, la terminal está más limpia, pero en su última reforma truncó pasillos y salidas, sumó salas de espera vidriadas que ya quedaron en desuso y dejó al único cajero automático convertido en ruina. La mitad de las escaleras mecánicas no funcionan. Hay más locales en alquiler que nunca. Y en Mesa de Informes no hay nadie: sólo un teléfono fijo con un cartel que indica marcar 530. Del otro lado no se escucha nada.

La desolación no se debe sólo a la caída en la venta de pasajes. También al ascenso del sistema online, que redunda en cada vez menos boleterías. Influyen además las elecciones de los pasajeros, que evitan partir de (o llegar) acá. Muchos deciden hacerlo en el parador de Liniers, aunque ofrezca menos opciones de transporte. Y crecen los servicios a pueblos cercanos con puntos de partida irregulares como Once o Palermo, que en parte son elegidos porque ahorran el paso por la terminal.

Pero todavía no llegamos al peor Retiro, que es cuando oscurece. Salir de la terminal de noche es entregarse a la penumbra. Las luces LED de la avenida Ramos Mejía están completamente apagadas. Sólo los reflectores de los puesteros ayudan a tajear la tiniebla, entre la entrada a la villa y la estación ferroviaria. Así es más difícil esquivar la basura, que a esa hora brota de a kilos fuera de bolsas despanzurradas. O ir a esperar el colectivo, única alternativa de transporte público a la medianoche, cuando ya no quedan opciones por vías, excepto el Ferrocarril San Martín.

Quienes viajamos seguido aprendimos a reconocer el ruido de la baulera del micro cuando se roban las valijas en pleno proceso de ingreso. O a correr para esquivar asaltos sobre todo de noche y antes de entrar a pie por Antártida Argentina, el único acceso peatonal que le queda a la terminal. También el más alejado del resto de las estaciones y del Centro de Trasbordo.

Es en los 100 metros previos a ese acceso donde ocurren la mayoría de los asaltos. Bien lo saben las víctimas de esa zona, cuyo caso más resonante fue el del turista francés André Meteir en noviembre pasado: murió de un paro cardíaco mientras hacía la denuncia por el robo de su mochila al llegar a la terminal. 

El ingreso más cercano, en la avenida Ramos Mejía, se abandonó para siempre. Con persiana eternamente baja, ese túnel apodado “el Gusano” supo ser el acceso más seguro, aunque tuviera rampas mecánicas que pasaban más tiempo rotas que en funcionamiento. 

Suerte similar tuvieron cuatro de los cinco puentes de los que parten y llegan autos particulares y taxis, tapiados con barretas y candados. Del único puente operativo cuelga un cartel que indica que allí es zona sólo de descensos. Pero, ya de vuelta de mi viaje, el “abrepuertas” me invita a subirme a un auto allí mismo. Una vez arriba, el chofer se niega a encender el taxímetro y me pregunta a dónde voy. No tiene sus datos en la parte de atrás del asiento. “A ningún lado”, digo. Y me bajo.

Mientras tanto, la terminal sigue -como hace más de 30 años- operada por TEBA S.A., vinculada al empresario Néstor Otero. La prórroga del vencidísimo contrato de concesión caducó a mediados de enero, pero sigue de facto, réplica del piloto automático que se ve hoy en todos los niveles del Estado. Como en la Secretaría de Transporte no se designaron subsecretarios ni directores, “no se puede firmar nada”, apunta una fuente nacional. Mucho menos hay pliegos para llamar a licitar.

Hoy a sus plataformas entran 500 micros por día, con picos de 700 los findes largos, menos de la mitad de lo que ocurría antes de la pandemia. Pero el cánon, fuertemente subsidiado, pasa a ser simbólico en este marco inflacionario. Y lo que no se cobra por usar la dársena se percibe en el alquiler de los locales, tan caros como el agua que estos comercios venden a $1.400 o como el Gatorade a $2.300.

En la Terminal de Retiro, donde hay una necesidad nace un negocio: para poder cargar el celular o sentarse cómodo hay que consumir en alguno de los bares, que tienen precios de café de especialidad. “Con lo que me están cobrando, poneme un poco más”, apura un hombre mayor al empleado del bar del puente 3, que acaba de servirle un “café largo” muy corto. El joven obedece y rellena con agua caliente hasta el borde del vaso de cartón.

Hay territorios de frontera donde el cruce de jurisdicciones es la excusa perfecta para no actuar. Que Retiro es de Nación, que de la vereda para allá es Ciudad. Ningún político mira el lugar, ni siquiera como oportunidad para hacer márketing. Mientras uno le tira la pelota al otro, el único camino bien pavimentado es el de la anarquía. En el centro de la capital del país se levanta una pequeña “zona marrón” tal como la entendió Guillermo O’Donnell: un territorio con baja presencia del Estado, liberado a actos irregulares y actores informales. Mientras muy cerca se ensalza cierto concepto de libertad, en Retiro estamos hace años librados a nuestra suerte.

KN/DTC

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