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Los cuadernos de primavera Opinión

Una milanesa es una grasada en sí, pero tiene un par de verdades

Fabián Casas Cuadernos de primavera

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Fui a un campamento de padres del colegio donde va mi hijo. Cuando estábamos por cenar, varios le preguntaban a uno de los papás si se había ocupado de hacer el fogón para la noche. Él dijo que sí. Los demás papás ya habían ido a dos campamentos anteriores y éste era el primero para mí. El lugar era un predio amplio en un bosque, una edificación antigua donde había una cocina inmensa, baños, y tenía cierto aire a retro, como si fueran las instalaciones de la Iniciativa Dharma que aparece en la serie Lost. Daba la impresión de que alguien había abandonado el lugar antes de nuestra llegada. 

Terminamos de comer y todos fueron a ver cómo se encendía la fogata que el papa preparó. Me quedé seco cuando vi lo que había hecho. Por eso todos esperaban este momento. Una pila de maderas cruzadas, alta, que tenía la forma de una pagoda, encastradas  con una precisión milimétrica y que permitía, por la forma en que estaban puestos los pedazos de madera, que entrara aire por toda la escultura. Como debe sucederle al poema, que tiene siempre que tener rendijas que dejen pasar el aire. Cuando el papá se acercó y puso un fósforo, la pila de madera se encendió en un segundo. Tengo una foto que saqué con el celular y la impresión que da la fogata es que está el Hombre Antorcha, el personaje de los Cuatro Fantásticos, el que se prende fuego, caminando en medio de la negrura de la noche. Instintivamente todos corrimos para atrás a los nenes para que ninguno quedara como Tévez, pero a la vez no podíamos movernos mucho porque el fuego tan perfecto, fascina. Supongo que por eso los insectos mueren pegados a las luces de los autos y las liebres quedan a merced del cazador. 

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La idea de que ese padre tenía un don para hacer fogatas diferente a todos me hizo acordar a Washington Cucurto. Él también tiene un don para hacer cualquier cosa que produzca alegría. Y lo que más me llama la atención desde que lo conozco es la potencia con la que se manda a hacerlo: escribir poemas, pintar, cocinar, armar libros, crear una editorial cartonera, criar hijos, andar en bicicleta. 

Hace poco estuve en el taller donde ahora se acumulan cuadros inmensos y colorinches que viene pintando desde hace años. Cucurto no necesita que alguien le diga que es pintor –es probable que eso no le interese mucho- lo que hace es pintar porque se le canta. Y la pintura que sale de esa despreocupación es hermosa. Trabaja con acrílicos, collages de diarios, témpera, en cuadros inmensos que a veces empieza pintando en el suelo y después termina ya colgados en la pared. Los cuadros suelen estar haciendo referencia al mundo de la literatura, donde Cucurto ha escrito muchos de los grandes poemas latinoamericanos de los últimos tiempos. Los cuadros tienen algo de Berni, de Basquiat, pero eso sólo en un primer vistazo, después son terriblemente cucurtianos, ya que la apropiación de otros pintores , así como la de otros poetas, ha sido siempre la operación mental por excelencia de Cucurto. 

Los personajes de los libros de Reynaldo Arenas –Celestino, por ejemplo- se pasean por varios cuadros de Cucurto. También está Leónidas Lamborghini y el Marqués de Sade. Y la saga donde Perón se encuentra con una Evita negra en el terremoto de San Juan –ahí se conocieron- y el general, en la pintura de Cucurto, le toca el glúteo a su futura mujer. Cucurto, como Lorca cuando escribió Poeta en Nueva York, narra en sus cuadros una ciudad alejada de la belleza domesticada de la élite. Los cuadros, los colores chillones, potentes, se ocupan de esa zonas donde la gente vive como puede y quiere: las peluquerías de los dominicanos en Constitución, los bares cercanos a las estaciones de micros, los playones de las estaciones donde están las terminales de colectivos, el olor de los restaurantes populares, la aristocracia de la plebe que ama y baila en un movimiento spinoziano para soportar la vida. En los cuadros de Cucurto no hay melancolía ni victimización, hay pasiones alegres para enfrentar el dolor diario de estar vivo en una sociedad salvaje donde siempre ganan los mismos. 

Una tarde veo a través de un vidrio de un local de comida rápida a Cucurto sentado escribiendo en un cuaderno, frente a él está su hija Margarita comiendo. Arlt se jactaba de tener que escribir en medio del estrépito de las redacciones de los diarios, Cucurto da la impresión de que necesita ese tempo de ruido, furia y velocidad que da el ambiente de un McDonald´s. En la parte trasera de estos locales, el capitalismo tira comida que no ha sido consumida del todo y la gente que vive en la calle se acerca a hurgar en las bolsas de basura. Toda esa tensión va a estar después en los poemas de Cucurto y en sus cuadros. 

Después de leer algunos versos de un poeta o de una poeta, uno se trata de imaginar, si el libro no tiene la foto en la solapa, cómo será la cara del que escribe. Me acuerdo que yo había leído Los Sea Harrier, de Diego Maquieira, y me lo imaginaba como un pincheta beatnik tirado en el suelo de un cuarto de hotel, pero cuando lo conocí en el restaurant de la Plaza del Mulato de Santiago de Chile me encontré con un aristócrata muy bien vestido parecido a Bono de U2. Cucurto es un hombre de contextura grande, panzón, de piel oscura, pelo denso y potente, ahora un poco canoso en las puntas. Es una persona hermosa básicamente porque hace mucho que ha dejado de pensar en su apariencia. Se parece a un actor genial que hace papeles menores pero impecables en algunas películas como Embriagado de amor, de Paul Thomas Anderson, que se llama Luis Guzmán. Aunque Guzmán es más bajo.  

En los cuadros de Cucurto no hay melancolía ni victimización, hay pasiones alegres para enfrentar el dolor diario de estar vivo en una sociedad salvaje donde siempre ganan los mismos.

En su libro Recuerdos de mi inexistencia, Rebecca Solnit habla de un amigo que se llama Ed Gilbert y que a ella la maravilla por la manera en que se viste: “Contemplando el prodigio que era Ed vestido, me percaté de que, pese a ofrecer un aspecto impresionante suele considerarse un acto un tanto despreciable de egolatría o una estrategia descarada para tener relaciones sexuales, puede ser un regalo destinado a quienes nos rodean, una especie de arte público y una celebración, y con un guardarropas como el de Ed, un tipo de agudeza y comentario”. Cuando una amiga de Ed y de Solnit, Jay, se estaba muriendo, solía llamar a Ed todos los días para preguntarle cómo estaba vestido y hallaba consuelo cuando escuchaba las combinaciones de ropa que Ed le contaba que llevaba puesta. Hay algo en la ropa que usa Cucurto que a mí me produce alegría, me trasmite potencia. Camisas de equipos de fútbol de Latinoamérica, remeras que alguien olvidó en un lavarropas, pulóveres coloridos que le regalaron y le quedan chicos, pantalones de jean sin marca, comprados en Once, todo organizado al tuntún básicamente para vestirse y que también sin duda es el comentario de algo: la vida es azarosa, esto es lo que hay.  

Los poemas de Cucurto tienen la respiración de la prosa. No hay que olvidar que su primer libro se llamó Zelarayán y que este escritor es el maestro de la fagocitación de los géneros. Cuando ves caminando a alguien de quien no podés saber de qué sexo es, lo que se produce es una tensión de inestablilidad y libertad. Esa persona no puede ser tranquilizada por los esquemas sociales en los que vivimos. Incluso el lenguaje inclusivo es una forma de tranquilizar a la lengua. En el poema Mi padre es un burro, un largo texto de 32 versos ripiosos, Cucurto relata la vida de su padre, un vendedor ambulante que terminó una tarde lavando copas en un bar de retiro y que vino a Buenos Aires persiguiendo a su madre “chirusa de poco vuelo”. E inmediatamente pone en el centro del poema este verso magnífico: “Una milanesa es una grasada en sí, pero tiene un par de verdades”. Y sobre el final, larga un par de frases que me hacen llorar cada vez que leo este poema: “A esta altura de mi vida, les puedo decir/ que nadie me quiso nunca más en la vida./ Y hoy que tengo la edad de mi padre,/ me pregunto dónde rayos estará él. /Si me estará  esperando detrás de esa maceta/ con cactus azul de plástico,/ Viejo, por favor, no más atrás”. Nunca pude descular este final. ¿Está el padre detrás de una maceta falsa, de decoración, el poeta ve la maceta y lo imagina en ese lugar groncho?¿Por qué dice no más atrás? ¿Es la maceta un correlato objetivo de la vida de su padre? La verdadera poesía sólo hace preguntas, como en esos programas de la tele en los que te podés salvar por un tiempo si acertás todas.

FC

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