Porno de ultra ricos

Hace unos años (¿diez? ¿veinte? ¿cinco? Ya es imposible calcular cuánto dura nada) el concepto de “porno pobreza” circulaba mucho entre la crítica cultural, especialmente en la crítica de cine. No es tan sencillo explicar a qué refiere, pero sí es fácil entender el tipo de objeción moral que representa el término: la idea de que ciertas maneras de mirar, mostrar y filmar a la marginalidad o a la pobreza son revictimizadoras o explotadoras, en el sentido de que contribuyen a algún tipo de goce perverso en el espectador. Puede ser el goce en estar mejor que los personajes de la película (“hay que agradecer la suerte que uno tiene”, decimos al salir del cine), o en sentirnos magnánimos y compasivos por el solo hecho de mirar la película y “tomar conciencia”, o algún tipo de disfrute más morboso e inexplicable en ver gente pasándola mal.
El hecho es que, aunque se entienda más o menos de qué habla, es un concepto complicado: no solo porque la misma obra puede ser leída como porno pobreza por un espectador y no por otro, sino principalmente porque el “mensaje” que da este término es que representar la marginalidad en el cine es un asunto delicado y problemático, sobre todo si uno no es ni nació pobre. Más todavía: no solo es difícil hacer una película sobre la marginalidad; es difícil verla y opinar sin caer en algún tipo de juego explotador burgués. Mejor, entonces, no hablar de ciertas cosas.
Quizás me equivoco, pero creo que esta mezcla de culpa y solemnidad que se armó en torno de la representación de la pobreza es uno de los elementos clave del furor inverso que estamos viviendo en el cine y las series de los últimos años: eso que algunos llaman hoy “el porno de los ultra ricos”, programas de televisión dedicados a consumir la vida y las miserias de los multimillonarios. Por supuesto hay otro componente central: los ricos llevan, en general, una vida que nos gustaría vivir. Nos gusta ver sus casas porque son lindas, nos gusta ver su ropa porque es linda, nos gusta hasta ver sus caras porque suelen ser lindas.
Ese aspiracional más o menos lógico se suma, entonces, a que la libertad para burlarnos de los ricos es muy amplia, por no decir infinita. Dicho de otro modo: es más fácil y divertido escribir buenas historias sobre personajes que podemos mostrar todo lo defectuosos y miserables que queramos que sobre personajes y mundos que hay que tratar con cuidado. Incluso como espectador, es más fácil reírse de gente que no te produce ninguna culpa, porque igual tiene la vida resuelta. No quiero decir que White Lotus, Saltburn, Succession, Your Friends & Neighbors o las muchísimas otras series y películas sobre ricos que andan dando vueltas no estén buenas; de hecho, varias son buenísimas. Pero algo de la insistencia empieza a aburrir. También se empiezan a ver los hilos: empiezo a notar que la misma gente que se entusiasma con burlarse de la banalidad de los personajes de White Lotus googlea, con cierto morbo, cuánto saldría alojarse en el hotel en el que están filmando. Las mismas personas que podemos divertirnos con Succession después tratamos de vestirnos con esos básicos estilo lujo silencioso que llevan ellos. Se hace demasiado evidente que el mismo producto cultural que se autoblinda en términos progres porque critica a los ricos en lugar de avalarlos en el fondo te sigue vendiendo ese estilo de vida.
Vi dos producciones que ubicaría en esta tendencia en las últimas semanas: la comedia romántica The Idea of You, del año pasado, y la serie Sirens (la empecé en estos días, todavía no la terminé). The Idea of You es una película rara para incluir en este artículo, porque a diferencia de las otras series y películas que mencioné no se trata explícitamente sobre tener dinero: es una clásica comedia romántica que podría haberse filmado en 2003, y se trata de los ricos como se trataban de los ricos las comedias románticas en 2003. Anne Hathaway hace de una mujer de 40 años que tiene un caserón y un autazo y trabaja en una galería pequeñísima que vende artistas locales; se enamora de un muchachito de veintipico que es un ídolo adolescente en una banda pop, famoso y multimillonario.
Me hizo acordar a esta tendencia, de todos modos, porque en este caso se me hizo evidente que el hecho de que los dos fueran gente tan acomodada era una oportunidad desperdiciada para la película. Tengo 36 años, así que tengo muchas amigas de cuarenta y pico, y sé que es perfectamente real la tendencia (que viene a reflejar esta película) de que los chicos de veintis andan con ganas de salir con ellas. Por eso mismo también sé que parte de lo más interesante, gracioso, conflictivo e incómodo de esas relaciones es la diferencia económica: que lo invité a comer y no trajo un vino, o que trajo uno intomable, o que no tenía plata para el taxi, o que fui a su casa y es una mugre. La verdad es que si los dos son tan ricos y exitosos el 90 por ciento de los problemas de la diferencia de edad desaparecen; ella tiene plata para parecer de treinta y él para pagar todas las cuentas sin que en ningún momento ella se pregunte “qué estoy haciendo”. Hubiera sido tanto más divertido ver una película sobre una chica de 40 que hace malabares para pagar la cuota del colegio de la hija y encima ahora siente que termina gastándose lo poco que le queda en invitarlo a comer al chongo porque si elige él la lleva a comer pancho de kiosco. Es en esos momentos en que pienso que este porno de ultra ricos se queda muy corto para hablar de la existencia: es como ver gente jugando a vivir en modo fácil.
No terminé todavía Sirens, ya lo he dicho, pero por ahora creo que viene bien evadiendo las trampas del subgénero, fundamentalmente por dos razones. La primera es que, a diferencia de lo que pasó con White Lotus, que fue perdiendo el foco en el staff del hotel para entusiasmarse demasiado con la vida de los huéspedes, Sirens, todo indica, mantiene en el centro de la escena a dos hermanas nacidas en una familia de clase media baja, observadoras más o menos externas del estilo de vida de la benefactora excéntrica y perversa que encarna Julianne Moore. Pero la otra razón por la que Sirens hace una buena trampa a la premisa es que una de estas dos hermanas, la que trabaja para Moore, representa justamente al espectador de este género: una chica normal fascinada con la vida de los ricos, que solo quiere que la acepten como una de ellos y vivir de las migajas que le arrojen. En el retrato de ese personaje aparece algo interesante, entonces, original e incluso incómodo: una perspectiva poco halagüeña sobre nosotros, los que nos hacemos los progres riéndonos de los millonarios en las series, pero después googleamos dónde compraron esos zapatos y dónde podemos conseguir unos parecidos por un diez por ciento del precio.
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