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¿Cómo es posible que unos pocos millonarios nos hayan convencido de que no hay que cobrarles impuestos a sus fortunas?

Paolo Rocca, accionista de Techint

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¿Cómo es posible que un número relativamente pequeño de millonarios –cuyas fortunas no dejaron de crecer ni siquiera durante la pandemia– hayan logrado convencer a la gran mayoría del público de que si queremos apoyar el bien común no hay que cobrarles impuestos a sus fortunas?

La respuesta está en que apelaron a uno de los métodos más antiguos empleados por los ricos para mantener su poder y su dinero: un sistema de creencias que representa como natural e inevitable que el dinero y el poder estén y se queden en las manos de unos pocos.

Siglos atrás se llamó a esto “el derecho divino de los reyes”. El rey Jacobo I de Inglaterra y el rey Luis XIV de Francia, entre otros monarcas, le aseguraban al pueblo que los reyes recibían su autoridad de Dios y que por lo tanto las testas coronadas no debían dar cuenta de sus actos ante sus súbditos terrenales. Tal doctrina dejó de ser aceptada cuando en Inglaterra venció la llamada Revolución Gloriosa del siglo XVII y cuando en Francia y en las colonias inglesas de América triunfaron las Revoluciones del siglo XVIII.

El Estado no 'intrusa' en ningún 'libre mercado'. El Estado crea y mantiene el mercado.

El equivalente moderno puede ser llamado “fundamentalismo de mercado”, un credo que hoy promueven los super ricos con parejo celo a aquel con que la vieja aristocracia impulsaba el dogma del derecho divino. Como primer artículo de fe de la nueva religión, nos quieren hacer creer de que lo que le pagan a una persona es simplemente la medida de lo que esa persona vale en el mercado.

Si alguien amasa una fortuna de mil millones de dólares es simplemente porque el mercado le dio su merecido premio. Si alguien apenas rasguña unas moneditas como para sobrevivir, sólo tiene que culparse a sí mismo. Si millones de personas no tienen empleo o si mes a mes ven cómo sus salarios se reducen, o si tienen dos o tres trabajos a la vez y no tienen idea de cuánto van a ganar el año que viene o ni siquiera la semana que viene, es una desgracia, pero es el resultado natural de la acción de las fuerzas del mercado.

Pocas ideas han envenenado tan hondo las mentes de tantas personas como la noción de que en algún lugar del universo existe algo así como un  “mercado” en el cual el Estado suele “inmiscuir”. Desde esta perspectiva, cualquier cosa que hagamos para reducir la desigualdad y la inseguridad económica –cualquier tentativa nuestra en pro de que la economía funcione para las mayorías– corre el riesgo de distorsionar fatalmente el mercado y de volverlo menos eficiente, o de provocar consecuencias no queridas que podrían acabar dañándonos. Conclusión: siempre hay que preferir el “mercado” al ‘Estado’.

Esta visión hegemónica de las cosas es totalmente falsa. No existe “mercado” independiente del “Estado”. El mercado –cualquier mercado– requiere de un gobierno que fije y haga cumplir las reglas del juego. En la mayor parte de las democracias modernas, tales reglas emanan de los parlamentos y legislaturas, de las dependencias de la administración pública, y de las decisiones de los tribunales. El Estado no “intrusa” en ningún “libre mercado”. El Estado crea y mantiene el mercado.  

Las reglas del mercado no son ni neutrales ni universales. En parte, reflejan las normas y valores cambiantes de la sociedad.

El debate interminable acerca de si el mercado es o no mejor que el Estado no nos permite advertir quiénes ejercen ese poder y hasta qué punto se benefician por ejercerlo. Tampoco nos deja examinar fríamente si esas normas que rigen el mercado deben ser alteradas como para que más gente se beneficie con ellas una vez reformadas. El mito del fundamentalismo de mercado resulta así notablemente útil para quienes buscan que nunca entremos en los detalles de ese examen analítico.  

No es ningún accidente que quienes disponen de una influencia desproporcionada sobre las reglas de mercado –por ende, quienes más se benefician con cómo las reglas fueron diseñadas y son después adaptadas para situaciones nuevas– estén también entre quienes prestan el más vehemente de los apoyos al ‘libre mercado’ y ejercen la abogacía más ardiente para defender la ventaja relativa del mercado sobre el Estado.  

El debate mercado versus. Estado sirve para distraer al público de las realidades subyacentes de cómo se generan y cambian las reglas, del poder de los intereses monetarios en ese proceso, y de la magnitud de las ganancias que se obtienen fijando y recalculando esas normativas. En otras palabras, los abogados del ‘libre mercado’ no sólo quieren que el público esté de acuerdo con ellos en lo que toca a la superioridad del mercado, sino también acerca de que es fundamentalmente importante mantener vivo ese debate acerca de si es el mercado o el Estado quien debe prevalecer.

Es por ello que resulta tan importante denunciar la estructura subterránea del así llamado ‘libre mercado’ y mostrar cómo y dónde actúa sobre él el poder.

Es por ello que yo escribo semanalmente una columna para The Guardian, una de las pocas publicaciones del mundo comprometidas con revelar la verdad acerca de la economía y denunciar los mitos que distraen la atención del público de lo que realmente está pasando en el mundo. The Guardian puede hacer esto porque no está financiado por sponsors comerciales o por un partido o grupo o sector con un interés especial en lo que se publica, sino que este diario existe solamente para servir el interés público.

La desigualdad de ingresos, de fortuna y de poder político continúa creciendo a lo largo de todas las economías más avanzadas del globo. Las cosas no tienen por qué ser así. Pero para revertir esta situación, necesitamos un público informado capaz de ver a través de las mitologías que protegen y preservan a los super-ricos de hoy como siglos atrás protegieron el derecho divino de los reyes. 

Robert Reich fue secretario de Trabajo de Estados Unidos y es docente de Política Pública en la Universidad de California Barkeley

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