El terrorismo binario
Vivimos en la época del temor a lo “binario”. Ante cualquier asomo de una suerte de disyunción, surge la acusación: ¡Binario! No vale solo para la diferencia sexual, sino también para los más diversos debates. Esta imputación es una valoración implícita: lo binario es malo.
Dicho de otro modo, en la denuncia de binarismo se reproduce lo binario mismo, a través de la división moral. Es lo mismo que ocurre cuando alguien sanciona la posición de moral de otro, solo puede hacerlo desde otra actitud moralista. También es moralista quien afirma que la suya no es una consideración moral.
El problema con este tipo de planteos no es lo binario en sí, sino un modo particular de vivir la relación entre dos términos, de manera excluyente y contradictoria. En sentido estricto, una posición binaria es aquella en la que un término no solo es la negación del otro, sino su contrario fatal. Por ejemplo, en el plano de la diferencia sexual, hablar de masculino y femenino, e incluso afirmar su distinción, no es una postura binaria por sí misma. Lo sería si se plantease que lo que no es masculino, es femenino; es decir, si lo femenino fuese igual a “no masculino”, en lugar de pensar que la diferencia puede ser útil para complejizar el concepto de masculinidad y hacer de la negación el motor de una diversificación de la noción de lo masculino –tal como hoy se hace cuando se habla de “nuevas masculinidades”.
Entonces, el problema actual con lo binario no es lo binario por sí mismo, sino la particular manera en que se entiende lo binario. El modo en que se lo entiende es, por supuesto, de manera binaria y la consecuencia es conocida: quienes lamentan lo binario lo hacen desde una actitud binaria y, por lo tanto, caen en la paradoja de criticar aquello mismo que reproducen.
Dije que el plano de la diferencia sexual es apenas un nivel para confirmar este tipo de conclusión. Este tipo de funcionamiento psíquico es aquel del que se alimentan las llamadas “grietas”, que existen no solo en la política, sino en ámbitos tan diversos como los artísticos, los profesionales, etc. Por otro lado, además de desconocer su condición, el pensamiento binario suele estar asociado a pasiones muy específicas: ira, indignación, resentimiento, envidia proyectada. Como dice François Dubet en un libro homónimo, la nuestra es también “la época de las pasiones tristes”. Así lo demuestra ese nuevo modo de personalidad que lo binario construye: el hater, con su deriva rentada en la forma de troll. Tanto uno como el otro, irreflexivamente construyen al otro como enemigo que, si no está de este lado, está en contra. La versión más degradada del hater y el troll es ese tipo de comentarista de redes que, en simultáneo, se expide sobre todos los asuntos que ocurren… en medios de comunicación (noticias del día) y en otras redes, verdadero ser entrópico que estima su opinión como valiosísima, si no cree que sus afirmaciones son el equivalente de un estilo de militancia.
Un poco paranoide, otro tanto megalómano, este tipo de personalidad suele tener ideas más o menos progresistas, pero su modo de actuar es totalitario. En cierta medida, la crisis de la ideología en nuestro tiempo radica en que las conciencias están vacías y, de acuerdo con una propuesta de Slavoj Žižek, solo quedan métodos que son cada vez más derecha y unos pocos modos de resistir. Ya no hay revoluciones, hoy es imposible luchar por un mundo mejor; tan solo queda la resistencia y la expectativa de un mundo que sea lo menos peor posible y eso, en buena parte, depende de una discusión del tipo de conducta que podemos tener incluso con las mejores intenciones. Hoy todos somos potenciales terroristas. Y a veces lo somos en acto.
En su libro Indignación total –cuyo elocuente subtítulo es “Lo que nuestra adicción al escándalo dice de nosotros”– Laurent de Sutter considera cómo algunos de los más recientes debates públicos (#MeToo, Charlie Hebdo, etc.), antes que la formación de actitud crítica, impulsaron la consolidación de identidades reactivas, coyunturales, más bien basadas en la asunción transitoria de ciertos slogans (como los que cambiamos en los marcos de nuestros perfiles de Facebook) antes que en el pensamiento propiamente dicho. Por esta vía no se está muy lejos de la percepción distraída del espectador de cine del que hablaba Walter Benjamin cuando advertía acerca de la estetización de la política como vía abierta hacia el fascismo.
En este paisaje, en vistas de una salida, recuerdo una página del Elogio del riesgo, de Anne Dufourmantelle, en la que exhorta al desafío de “suspender el juicio”. Después de todo, esta orientación es la que atraviesa a varios métodos filosóficos (de Descartes a Husserl), pero con un suplemento: no se trata de una falsa neutralidad, sino de un acto de cuidado ante la persuasión tonta, la seducción precipitada, el conformismo narcisista. Pensar es un riesgo; al pensar se pierden certezas. El pensamiento es suspenso y un tipo de suspensión. Quizá hoy el acto subversivo esté en decir: “No sé”, en un contexto que empuja todo el tiempo a pronunciarse.
Para el sentido común, el pensamiento binario es siempre el del otro. Pero como ya dije, esta es una constitución binaria de la alteridad, segregativa y hostil. El problema no es que al pensamiento binario se le opone uno que no lo sea; la diferencia no está entre dos tipos de pensamientos, sino que el pensamiento binario es un tipo de pensamiento concreto (patológicamente reactivo) que atenta contra la capacidad de pensar. Si hay un enemigo, está en nosotros mismos.
0