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Se venden zapatos de bebé, sin uso

Fabián Casas Cuadernos de otoño
14 de mayo de 2022 01:11 h

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Estoy, por suerte, de nuevo en un medio de transporte donde me cruzo con gente de diferentes lugares, edades y clase social. El lugar perfecto para escuchar historias, para que el oído esté atento. Estoy parado y frente a mí, en el subte, que se detiene en medio del túnel por algún inconveniente, escucho lo que dos mujeres hablan. Deben tener unos sesenta años más o menos, tienen ropa gastada, están excedidas de peso y da la impresión de que estuvieron antes de subir al subte en algún lugar donde había un humadero o vienen tal vez de una ciudad bombardeada. Si uno tuviera en cuenta que todos, durante el día, peleamos muchas batallas, es probable que trataríamos a los demás con una especial deferencia. Y las cosas irían mejor. La mujer que tiene una pequeña radio agarrada y puesta sobre su corazón, como si fuera un Holter, le dice a la otra, que lleva una vincha que sujeta su pelo canoso: “¿Pero no te acordás el nombre de tu hermano?”. La otra: “Ahora mismo mi hermano se me fue de la cabeza”. Yo me imagino a su hermano saliendo literalmente de su cabeza.

Más tarde, sentado, volviendo a mi casa desde el centro, otra vez en el subte, en esos asientos hechos para los japoneses y en los que nos cuesta sentarnos, donde nuestras rodillas se chocan con las del pasajero o pasajera que está enfrente, dos chicas hablan con alguien, posiblemente un hombre. Las chicas comparten las “patitas” de su auricular, una en cada oreja. Por ahí escuchan al hombre. Yo no lo escucho, así que imagino lo que éste dice. Como en los relatos de Manuel Puig, me tengo que construir la narración sólo con lo que dicen las chicas. Sé que es un hombre porque ellas le dicen: “Ustedes los hombres son de poca imaginación”. Ambas se ríen. Están coqueteando o haciéndole bullying.

Recuerdo una tarde en un asiento individual de un colectivo. Detrás mío, en el largo asiento final del fondo, unas chicas de once o diez años, hablaban sobre su día con un madurez desconcertante, me imaginé a los hombres a esa misma edad y me di cuenta que era imposible ese nivel de charla. Así que estoy de acuerdo con estas dos chicas que le hablan a mi amigo desconocido. De golpe una -la del pelo teñido de rosa flúo- le dice al chico: “Mi papá estuvo en la guerra, eso me lo dice siempre mi mamá”. Me pregunto si el padre habrá estado en Malvinas. Pienso en mis amigos que estuvieron en Malvinas, en los que zafaron de ir, en los que murieron, en los que volvieron mal de la cabeza. Hay silencio, las chicas escuchan. Dicen: “¿En qué guerra estuvo?, ¿querés saber?”. “En La Guerra de las Galaxias”, le dicen. La dos se matan de risa.

Es increíble como uno puede, con sólo escuchar, empezar a construir historias. Me acuerdo del caso en que después de la guerra, Ernest Hemingway y sus amigos, tomando tragos, decidieron jugar a ver quién escribía el relato breve más corto. Ganó Hemingway, el relato era éste: “Se venden zapatos de bebé, sin uso”.

Con el tiempo descubrí que todo está fallado.

Pasé un tiempo largo sin poder ver a mis hijos y, de hecho, ahora los veo muy poco. Dos veces por semana, cuando los voy a buscar al colegio y los llevo. Para la estructura social está perfecto que un padre no vea a sus hijos. Es normal. Para mí es una aberración jurídica. El tiempo que los hijos no pasan con su madre y su padre no se recupera más. El sistema propone que pagues para no ver a tus hijos. Es demencial. Me acuerdo lo importante que fue para mí estar con mi padre y mi madre, pasar tiempo especial con ellos, con cada uno de ellos por separado. Caminar de la mano de mi padre una tarde buscando un equipo de música por la avenida Entre Ríos. Todo ese día, largo como el Ulises, con mi papá para mí. O una nochecita en un pizzería con mi madre comiendo pizza y riéndonos por la forma que yo tenía de pronunciar una palabra.

Mi mamá y mi papá estuvieron juntos hasta que la muerte los separó. Ahora muchos estamos juntos hasta que la mente nos separe.

Un día me compré un CD de Invisible. Estaba hecho en Canadá. Uno de los surcos era una canción de Nito Mestre “Hoy tiré viejas hojas al viento”. Vino fallado. Con el tiempo descubrí que todo está fallado.

Frente a mi casa hay una pileta de natación y a eso de las seis de la tarde, una mujer muy alta, en pantalón corto y ojotas, aunque haga un frío mortal, sale a la calle y rodeada de padres y madres que van a buscar a sus hijos, repite en voz alta una cantidad variada de nombres infantiles: cada nombre es un golpe en mi pecho, es una percusión nerviosa que me recuerda que mis hijos no están conmigo.

FC

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