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a 48 años del golpe de estado Historia de vida

Alicia Noli, exjueza: “Mi corazón se estruja cuando paso cerca de la casa de donde secuestraron a Enrique”

Alicia Noli, exjueza y docente. Su pareja, Enrique, fue secuestrado por la dictadura cuando su hijo tenía apenas un mes. Nunca más lo volvió a ver.

David Correa

Tucumán —

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Con su hijo de un mes, recién recibida de abogada y 24 años, dejó Tucumán a las apuradas para instalarse en un barrio de Buenos Aires y escapar de las garras de la noche de la última dictadura cívico militar que mandaba a sangre y fuego en el país. Aún recuerda con precisión la noche del 14 de septiembre de 1976, cerca de las 21, calurosa, cuando tres hombres sin identificaciones golpearon a la puerta de la casa en la que vivía con su esposo Enrique Sánchez, de 23 años, y su bebé, Juan Pablo. “Escuché que golpearon la puerta y ante la pregunta sobre su nombre, respondió: 'Sí, soy yo. ¿Qué pasa?'. Y abrió. Los dos sabíamos de qué se trataba. Pidió darle un último beso a Juan Pablo, que estaba en mis brazos en otra habitación, se acercó a nosotros, lo hizo y se despidió. Luego lo obligaron a subir a un Renault 12 blanco. Fue la última vez que lo vi”.

El relato es de Alicia Noli, exjueza provincial y federal de Tucumán, una de las víctimas directas del terrorismo de Estado que, en el marco del 40 aniversario del retorno de la democracia, repasó aquellos duros momentos y reflexionó, en un diálogo con elDiarioAR, sobre la importancia de la vida democrática.

Con 72 años, Noli hizo de su recorrido profesional una vida de compromiso con los derechos humanos, mientras dedicó todo lo que estuvo a su alcance a encontrar a su compañero.

Fiel a sus convicciones, integró el grupo inicial, en diciembre de 1983, de lo que fue la Asociación de Abogados por los Derechos Humanos de Tucumán, y a los pocos meses se sumó como asesora a la Comisión Bicameral que creó el Gobierno provincial para recibir denuncias sobre violaciones a los derechos humanos en la dictadura. Los cientos de testimonios recogidos hasta 1985, “en un clima todavía enrarecido y con personajes de la dictadura aún activos”, fueron elevados a la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), a la Justicia Federal y se convirtieron en documentos valiosos durante los juicios por crímenes de lesa humanidad.

En el informe que se elaboró se consignaron 507 secuestros y un listado provisorio de 387 desaparecidos, entre 1974 y 1983. “Escuchamos relatos espantosos de secuestros y allí empezamos a tener indicios de que Tucumán había sido un gran laboratorio horroroso, como la puesta en marcha de los centros clandestinos de detención durante el Operativo Independencia”, le cuenta a elDiarioAR en la cocina comedor de su casa, en Yerba Buena, rodeada de un jardín que explota de verdes.

Unos años más tarde, por concurso, se integró al Poder Judicial tucumano, donde también abordó causas vinculadas con violaciones a los derechos humanos perpetradas entre 1976 y 1983. En 2008, ya siendo docente en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Tucumán (UNT), se excusó de integrar el tribunal que juzgó a los represores Antonio Domingo Bussi y a Luciano Benjamín Menéndez, ambos condenados y ya fallecidos, por crímenes de lesa humanidad. ¿El motivo? Era querellante en la causa por la desaparición de su compañero Enrique.

Años más tarde también integraría tribunales en donde se juzgó a hombres comprometidos con la dictadura. Algunos fueron condenados y otros absueltos, por lo que fue blanco de duras críticas. Entre ellas, hasta un editorial del diario La Nación, en 2016, que la vinculaba falsamente con el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). En 2017, también fue parte del tribunal que condenó por lavado de activos a miembros del otrora poderoso clan mafioso tucumano Ale, señalado como responsable por la desaparición de “Marita” Verón. 

¿Ese recorrido la endureció? No parece. “Aún hoy tiemblo y mi corazón se estruja cada vez que paso cerca de la casa de donde se llevaron a Enrique. Nunca pude volver a verla, no me animo”, confiesa. La casa se encuentra en Ecuador al 1.000, una zona considerada barrio de trabadores, en el norte de la capital tucumana. Le sucede lo mismo cuando debe recorrer la ruta nacional 9, hacia el norte de la provincia o el país. “Desde ella se ve el Arsenal Miguel de Azcuénaga, que también fue un centro clandestino de detención y en donde sabemos que estuvo detenido Enrique, por testimonios en los juicios”, destaca.

El último beso

En 1974, Alicia estudiaba abogacía y Enrique lo hacía en la Facultad de Bioquímica, también de la UNT. Eran tiempos de euforia de mucha participación política, con los Tucumanazos de 1969 y 1972 —de resistencia a la dictadura entre obreros azucareros y estudiantes universitarios— aún muy presentes. “Mi hermana nos presentó en un bar del centro tucumano, a donde caíamos estudiantes de todas las facultades y de distintas provincias. No éramos militantes de partidos políticos pero sí lo hacíamos en la universidad”, cuenta. “A las semanas ya éramos novios, en mayo de 1975 nos casamos pero ya casi no había participación política porque habían puesto bombas en la Facultad de Derecho, en el Colegio de Abogados y en otras instituciones, por lo que reinaba un clima de miedo. Se redujo muchísimo el activismo y, es más, en 1976 casi todas las personas que conocíamos se habían alejado por temor”, recuerda. Agrega que Enrique era del cuerpo de delegados de Bioquímica y que participaba de las asambleas que se realizaban en el mítico Comedor Universitario, recordado por memorables debates políticos. “Hubo quienes creían que tenía alguna relación con el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), que era fuerte en esa facultad, pero no, no tenía ninguna vinculación, solo amistades”, sostuvo.

Ese mismo año, a Enrique, que se había criado en Juan Bautista Alberdi, una pequeña ciudad ubicada 105 kilómetros hacia el sur de San Miguel de Tucumán, en cercanías con Catamarca, le faltaban unas pocas materias para recibirse –“era un alumno de 10, muy bueno”, lo recuerda Alicia– y trabajaba en el local comercial que tenía el padre de Alicia en el centro tucumano. “Yo hacía mis primeros pasos como asistente en un estudio jurídico y vivíamos con lo que juntábamos”, dice.

Un mes antes del nacimiento de Juan Pablo, el 14 de agosto, la pareja se instaló en un pequeño departamento familiar que estaba cerca de los tribunales provinciales por problemas de salud de la inminente mamá. Cuando nació el bebé, decidieron permanecer allí un mes más. “El día anterior a volver al barrio, Enrique fue a ver la casa y los vecinos le contaron que unas personas preguntaron, con cierta familiaridad, como si se tratara de amigos, si ya había nacido nuestro hijo. No le llamó la atención y al día siguiente volvimos. La primera noche fue la del secuestro, la del último beso. Y no lo volví a ver más”, relató. Silencio.

“Ahí trabaja esa que se nos escapó, debería estar muerta”

La familia fue el principal soporte que tuvo Alicia para ocultarse “para su exilio interno”, como lo llama. Tras el secuestro y con el dato de que habían saqueado el departamento céntrico en donde había estado dos meses, su padre la llevó hasta el aeropuerto de Santiago del Estero para viajar a Buenos Aires. No conseguía pasajes y recién 30 años más tarde le confesó cómo lo logró. “En un almuerzo familiar, contó que se acercó al jefe del aeropuerto que estaba en una oficina vidriada. Lo hizo pasar y sin rodeos le dijo, señalándome: 'Esa chica que está allí con un bebé es mi hija, secuestraron a su esposo y la están buscando'. Se expuso, podría haber pasado cualquier cosa pero logró los boletos y nos fuimos”, rememora, conmovida.

Alicia y el bebé se instalaron en una casa en Vicente López y después se sumaron su madre y su hermana. A los dos años sus padres se separaron pero “siempre estuvieron muy cerca”. Igual, el nexo con la familia en Tucumán se hacía a través de un comerciante, para mantenerse ocultos. Al año siguiente, en 1977, consiguió trabajo en un colegio de monjas cercano, mientras se acercó al Episcopado y al Movimiento Ecuménico, desde donde solo recibía respuestas de que sus pedidos para dar con el destino de Enrique “se estaban tramitando”.

En cada Navidad se renovaban las esperanzas de un posible blanqueo, de que nos dijeran a donde lo tenía detenido, pero nada. Fue muy doloroso ese proceso. La primera esperanza seria fue la llegada al país de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la Organización de loe Estados Americanos (OEA) porque sentimos que el mundo empezaba a mirar a los que buscábamos a nuestros familiares”, contó. Ella fue una de las que hizo una denuncia ante el organismo. La CIDH llegó al país en 1979, recibió más de 5.800 denuncias en Buenos Aires, Tucumán y Córdoba, visitó las cárceles en Resistencia, Magdalena, Rawson, Córdoba, La Plata, Olmos, Villa Devoto y Caseros, en donde entrevistó a cientos de personas detenidas y presas políticas. También mantuvo audiencias con las principales autoridades militares, dirigentes gremiales, empresariales y de distintas iglesias.

Me costó construir la imagen del Enrique desaparecido a muerto. La condición de desaparecido era etérea, estaba bien ir todos los años al Bosque de la Memoria, con la certeza de que lo habían asesinado. Pero asumir sus restos fue difícil.

En los 80 se instaló en Córdoba porque tenía familiares allí. De esa etapa, recuerda cuando Juan Pablo cumplió cinco años, en 1981. “Comenzó a llorar en el festejo, le pregunté qué le pasaba y me respondió que era porque su padre no podía venir. 'Mi papá no va a venir más. Vos me decías que quiere venir con nosotros pero sabes qué pienso, que no lo dejan y si no lo dejan es porque son malos'. Su reflexión fue de una lógica brutal, implacable, me sacó una venda porque hasta ese momento hasta le compraba ropa a Enrique para cuando regresara, como una forma de sobrevivir para no dejar de reír, para jugar con mi hijo y criarlo”, rememoró.

Al volver a Tucumán, poco antes el retorno democrático, ingresó a trabajar en la Dirección Provincial del Azúcar. Una mañana, rememoró, su jefe la llamó para contarle que había sido invitado a una reunión que presidía Antonio Bussi. De acuerdo con esta persona, apenas se presentó, Bussi le dijo: “Ahí trabaja esa que se nos escapó, debería estar muerta”. “Me di cuenta que el aparato represivo todavía estaba presente y me asusté pero ya se venían las elecciones, se respiraban otros aires”.

Viajó a Buenos Aires para estar en el acto en el que Raúl Alfonsín, entonces candidato a presidente por la Unión Cívica Radical, habló ante un millón de personas en la avenida 9 de Julio. Al ser una persona de fuerte compromiso con los derechos humanos y ya conocida, el entonces fiscal Julio Strassera, que pronunció el “Nunca Más” en el Juicio a las Juntas, la invitó a presenciar una de las jornadas. “No me dejaban pasar con Juan Pablo porque era un niño y entramos por una gestión especial. Recuerdo que 'Juampi' se pasó todo el tiempo mirando las cámaras fotográficas y quizás allí nació su vocación por ese oficio”, reflexionó. En la actualidad, Juan Pablo Sánchez Noli es un reconocido reportero gráfico de Tucumán y trabaja en el diario La Gaceta. 

–¿Cuánto la marcó la desaparición de Enrique?

–Me marcó mucho en mi vida profesional, que estuvo muy relacionada con los derechos humanos pero no me refugié en la depresión. Me endureció para seguir con la búsqueda. Fue una manera de seguir. Y creo que Enrique le hubiera gustado este recorrido, no tengo dudas.

–Con todo su recorrido, ¿qué reflexión hace sobre estos 40 años de democracia recién cumplidos?

–Lo positivo es el compromiso con los derechos humanos porque se trata de un acuerdo que se mantiene, más allá de la grieta y de algunos sectores negacionistas, que son minoritarios. Las políticas de derechos humanos se han sostenido, aunque están incompletas y falta un largo camino. Pero puedo decir que Argentina avanzó profundo, en relación a otros países y por eso vemos reacciones tan violentas. Hay voces inconstitucionales que pretenden romper esos acuerdos mínimos pero para hacerlo se ponen demasiado excéntricas y lo hacen sin ningún aval ético, ni mínimo, siquiera. 

El regreso

Alicia reconoce que en los juicios obtuvo las certezas, de una testigo, de que Enrique había estado detenido en el Arsenal Miguel de Azcuénaga. En la “Causa Arsenales”, cuenta, una mujer declaró que habían estado detenidos juntos en ese centro clandestino y que estaban todo el tiempo con vendas en los ojos aunque por debajo algo podían ver. Pudo decirle que se llamaba Enrique Sánchez y que si salía, debía dar este mensaje textual: “Deciles que estoy bien, que los amo”. Después surgieron otros testimonios y cruces de datos que confirmaron que su compañero estuvo en esa base que dependía del Ejército.

Hacia fines de los 90 y comienzos del 2000 recibió información, siendo jueza, de la supuesta existencia de lo que se conoce como el Pozo de Vargas, la fosa en Tafí Viejo, en donde se han identificado a 119 víctimas de la última dictadura cívico militar, hasta el momento. Las excavaciones comprobaron en 2002 que había un pozo, primero, y luego que había sido utilizado para arrojar cuerpos de detenidos, torturados y asesinados. Los restos de Enrique, extraídos por el Colectivo de Arqueología Memoria e Identidad de Tucumán (CAMIT), fueron identificados en 2016 por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). 

Me costó construir la imagen del Enrique desaparecido a muerto. La condición de desaparecido era etérea, para mí estaba bien ir todos los años al Bosque de la Memoria, de la UNT, con la certeza de que lo habían asesinado. Pero el día que me notificaron me emocionó porque pensé: 'Al fin lo encontramos'. Pero asumir sus restos fue difícil. Juan Pablo, que no tuvo a su padre, se convirtió entonces en el interlocutor ante EAAF, vio sus restos y creo que cerró un círculo”, confesó. “Ese tránsito fue muy difícil para mí. Lo más importante fue el encuentro de mi hijo con la materialidad del padre porque para los hijos es más fuerte que para las parejas”, me parece.

DC/MG/JJD

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