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Argentina, 1985
El testimonio de Robert Cox en el Juicio a las Juntas, una película aparte

Robert Cox, en su escritorio del Buenos Aires Herald

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“Qué suerte tenerlo de vuelta en su país”. Raúl Alfonsín acertó al saludar con esas palabras a Robert Cox el 8 de diciembre de 1983. El invitado especial a la asunción del presidente radical había sido un niño protegido en un refugio de Londres bajo los bombardeos de la Luftwaffe y un joven que combatió con bandera británica en la Guerra de Corea. Con Estados Unidos, su lugar de residencia entonces, tenía un lazo inquebrantable forjado durante los años de terror. Pero para Cox, el exdirector del Buenos Aires Herald, el esposo de Maud, el padre de cinco hijos porteños, el hombre que había desembarcado en Buenos Aires a sus 25 años sin hablar castellano, su país, el verdadero país de su mente y su corazón, era la Argentina.

El Cox de 50 años que asomaba por pocos días a la primavera alfonsinista tenía una mirada sobre la dictadura diferente de la de aquél que había partido cuatro años antes junto a su familia, acosado por los represores y la insidia de la mayoría de sus colegas editores.

Hasta la escalerilla del avión que lo transportó al exilio, el 17 de diciembre de 1979, Cox creía que el Proceso había derivado en un bando portador de intenciones civilizatorias y democráticas, encabezado por Jorge Rafael Videla, que soportaba los embates de los represores despiadados (Emilio Eduardo Massera, Luciano Benjamín Menéndez, Carlos Guillermo Suárez Mason, Ramón Camps). Los cuatro años de exilio habían llevado a Cox a construir una mirada cabal, más realista, sobre la dimensión del terrorismo de Estado.

No bien se fueron, los Cox giraron por casas de su familia y amigos, congresos y becas, hasta que se asentaron en Charleston, Carolina del Sur, donde dirigía su imperio económico Peter Manigault, el accionista mayoritario del Herald. En Estados Unidos, Cox se acercó todavía más a la experiencia de otros exiliados, como el exdirector de La Opinión Jacobo Timerman, y reforzó su vínculo con organismos de derechos humanos argentinos e internacionales. Le provocó repulsión el antisemitismo y el macartismo para desmerecer las denuncias de Timerman, proferidos, entre otros, por varios afiliados a la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA). No se dejó tentar por los cantos de sirena de quienes jugaban a dos bandas, como los jefes de La Prensa Jesús Iglesias Rouco y Manfred Schönfeld.

“Querido Walter”

Hacia fines de 1983, la figura de Videla estaba desmoronada para Cox, y con igual dureza juzgaba la política económica del régimen. Bajo una mirada desprovista de autoindulgencia había caído Guillermo Walter Klein, su ex íntimo amigo y segundo de José Alfredo Martínez de Hoz. Los juicios severos de Cox, expresados en cartas y diálogos, no eximieron a familiares y allegados que lo habían dejado solo cuando los militares lo acusaban, y hasta periodistas del Buenos Aires Herald.

“Mi gran temor, querido Walter, es que un día seas cuestionado (quizás por uno de tus propios hijos) sobre si sabías que miles de personas fueron asesinadas y sus cuerpos desaparecidos de varias maneras por el Gobierno para el que vos trabajabas”, le había escrito el periodista exiliado a Klein un tiempo antes.

Si Argentina era el país de Cox, el Herald era su casa. El primer año de exilio, 1980, sintió que su sucesor interino, James Neilson, había desdibujado la política editorial de defensa de los derechos humanos, sin abandonarla. A fines de 1981, creyó que los responsables del diario en Buenos Aires directamente lo habían traicionado. Le indignó que borraran su nombre de la página ocho, que hasta entonces había permanecido acompañado del paréntesis “(de licencia)”.

Mi gran temor, querido Walter (Klein), es que un día seas cuestionado (quizás por uno de tus propios hijos) sobre si sabías que miles de personas fueron asesinadas y sus cuerpos desaparecidos de varias maneras por el gobierno para el que vos trabajabas

En los meses de Malvinas, Cox llegó a pensar que los editores a cargo (Daniel Newland, Andrew Mc Leod y Ronald Hansen) estaban haciendo “el diario de Massera”. El juicio —injusto, a la luz del contenido del periódico— fue compartido grosso modo por Andrew Graham-Yooll, exiliado en 1976 y enviado especial de The Guardian a Buenos Aires desde el 3 de abril de 1982, y Neilson, quien vivió en Uruguay durante la guerra.

Los días de diciembre de 1983 fueron ocasión para que la distancia de Cox con el Herald y con Neilson en particular se tornara abismal.

Neilson se definía como un conservador, por lo tanto —en sus términos—, contrario a secuestros nocturnos y picanas, y favorable a los procesos judiciales. Contra viento y marea, defendía a Martínez de Hoz en las páginas del Herald de la democracia y apuntaba ironías contra Alfonsín. Y también reclamaba el juzgamiento de las Juntas Militares, sin dilaciones ni atajos de impunidad.

Así llegó el Herald a 1985. Con problemas económicos que amenazaban su continuidad —como casi toda su vida de 141 años—, manejo autónomo del accionista local Kenneth Rugeroni y vaivenes editoriales entre enarbolar la gesta de haber denunciado a un régimen cuyo surgimiento había auspiciado, el retorno a un diario conservador y antiperonista clásico, o el apego a las bases comunitarias. Por lo pronto, de los integrantes de la redacción bajo la dictadura, quedaban pocos.

Cita en tribunales

Para Julio César Strassera y Luis Moreno Ocampo, conseguir el testimonio de Cox era crucial. La meta de los fiscales del Juicio a las Juntas era probar el vínculo entre los jerarcas militares y los miles de desaparecidos y torturados, de modo de echar por tierra la excusa de que la masacre había sido obra de subordinados descarriados. Por ello era de gran valor la palabra de un testigo que había recorrido despachos oficiales para reclamar por desaparecidos entre 1976 y 1979, al que algunos represores, primero, consideraron propio, y luego intentaron utilizar para difundir la idea de los “excesos”.

Cox era una prueba caminante. Había salvado vidas denunciando desapariciones en coincidencia con visitas internacionales a Buenos Aires; otras veces había optado por gestiones discretas y confidenciales en despachos oficiales. Un ejemplo: el abogado uruguayo Juan Pablo Schroeder, abuelo paterno de Máximo, Victoria y Gabriela, de 3 meses, uno y cuatro años, recuperó a sus nietos porque Cox puso la foto de los niños en tapa, en mayo de 1976. El periodista cosechaba cartas y diálogos con decenas, cientos de familiares de víctimas que habían acudido a pedirle auxilio. Había grabado su reclamo por los desaparecidos en una conversación desquiciante con el general Albano Harguindeguy, ministro del Interior del régimen. Tejió una red con embajadas, la CIDH y organizaciones como Amnesty que le sirvieron para documentar, denunciar y, al mismo tiempo, salvar su propia vida. Cox tuvo amables conversaciones con Videla y escuchó de boca de Massera una amenaza de muerte directa en 1979.

El abogado uruguayo Juan Pablo Schroeder, abuelo paterno de Máximo, Victoria y Gabriela, de 3 meses, uno y cuatro años, recuperó a sus nietos porque Cox puso la foto de los niños en tapa, en mayo de 1976

El periodista fue citado a declarar en el Palacio de Tribunales el viernes 26 de abril de 1985. Llegó a Buenos Aires a comienzos de esa semana y se alojó en el domicilio de William Montalbano, amigo cercano, corresponsal de Los Angeles Times.

En esos días, Cox se encontró con Moreno Ocampo, pero una reunión sobresalió sobre otras. Lo buscó Patricia Berninsone, hija de Juan Berninsone, un técnico químico que trabajaba en una subsidiaria de Monsanto y fue asesinado por la dictadura en abril de 1976. La desaparición seguida de muerte de Berninsone fue la primera que Cox conoció de manera directa y es citada, hasta hoy, como el caso que disparó su sospecha de que la dictadura había iniciado un plan de exterminio.

Videla llevaba días como presidente de facto y la suegra escocesa de Berninsone llamó al Herald para corregir el aviso fúnebre. La atendió Andrew Graham-Yooll. Una voz aterrorizada esbozó lo que había ocurrido. Graham-Yooll y Cox se trasladaron a Zárate para escuchar el relato en primera persona. Se llevaron el compromiso asumido ante el matrimonio de escoceses y la viuda, Edith Martin, de que nunca revelarían la identidad de la víctima.

Transcurridos nueve años, Patricia y Juan, el segundo hijo, querían saber qué había pasado con su padre. El nombre de Juan Berninsone no formaba parte del informe Nunca Más de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, ni del Juicio a las Juntas, ni de ningún otro expediente. Por motivos personales, la viuda y los suegros habían decidido mantener el caso soterrado, y Cox y Graham-Yooll cumplieron el compromiso a rajatabla, para siempre.

Pipí cucú

El juez Carlos Arslanián encabezó la audiencia del 26 de abril de 1985. A metros de la silla de Cox se encontraban jerarcas militares con los que había tenido contacto como pocos testigos que pasarían por la sala. El exdirector del Herald comenzó a contar sobre Berninsone, sin nombrarlo. El castellano se tornó evasivo para un inglés que llevaba seis años de exilio; Cox transpiraba en esa noche otoñal. A los veinte minutos, se descompensó.

Hubo revuelo en la sala y preocupación de los fiscales de que se les cayera un testimonio clave en un juicio que recién empezaba. Se acercó Moreno Ocampo. “¿Este hombre podrá volver el lunes a declarar?”. “Quédese tranquilo que se lo traigo pipí cucú”, respondió Harry Ingham, amigo íntimo de Cox.

Ingham, judío alemán exiliado en Inglaterra, niño migrante junto a su familia hacia la Argentina, vecino de Perón pared de por medio en la calle Gaspar Campos de Vicente López, empresario, militante de cuanto partido conservador creara Álvaro Alsogaray (excepto la UCD), fue quien llevó a los Cox a Ezeiza el 17 de diciembre de 1979. No sobraron personas que acudieran a la despedida de la familia. Ingham y Cox tenían una relación de tipo fraternal.

Años antes, en 1976, Ingham había transmitido la acusación de que Andrew Graham-Yooll y su esposa, Micaela Meyer, mantenían lazos con “terroristas”, versión diseminada por Francisco Siracusano, un allegado a Alsogaray y correveidile de los servicios de Inteligencia de la dictadura. Andrew, Micaela y sus tres hijos partieron de la Argentina con riesgo de muerte inminente en septiembre de 1976, en medio de un silencio ensordecedor, incluso de parte del Herald.

Hacia 1985, Ingham estaba tan convencido como Cox de que debía llevarse a cabo el juicio a las Juntas. Tras la fallida declaración del viernes, el empresario alojó al periodista en su casa de Martínez y el sábado organizó un asado de distensión. El lunes 29 de abril, Cox se sentó pipi cucú ante la Cámara Federal de la causa 13.

El testigo inglés expuso un mar de recuerdos durante cinco horas. Dio cuenta de la contradicción y el dolor vividos al verse compelido a denunciar las atrocidades de la dictadura. Contó encuentros, por ejemplo, con Videla. “Sentíamos que era un amigo, y por eso me desconcertó la primera pregunta que me hizo [el viernes previo, ante la fórmula de rigor de si tenía amistad con las partes]. La imagen que tenía de él era la de un amigo, no solamente mío, sino un amigo de todo el pueblo argentino”, explicó el exdirector del Herald entre 1969 y 1979.

Cox repasó la Masacre de los Palotinos, una congregación irlandesa-alemana, cometida el 4 de julio de 1976. Contó que, al salir de la misa de homenaje a los cinco religiosos en Belgrano, acudió al cóctel por el Bicentenario de la Independencia de Estados Unidos, y allí increpó a Videla. El testigo les atribuyó a su examigo Klein y a Martínez de Hoz haber “presionado constantemente” a los comandantes para “salvar vidas”.

Los defensores de los represores Carlos Tavares, de Videla; Jaime Prats Cardona, de Massera; José María Orgeira, de Roberto Viola, y Fernando Goldaracena, de Armando Lambruschini, se lanzaron a desbaratar el testimonio del cronista. Le pidieron que probara que había habido un plan masivo de asesinatos. Se la dejaron servida y Cox tomó carrera. Citó casos concretos y abordó un tema por entonces bastante tabú, como el robo de hijos de desaparecidos. Se enfrentó incluso con el juez Guillermo Ledesma, quien presidía la audiencia. El magistrado le preguntó sobre “datos fehacientes” de hijos robados por los represores.

—No tengo datos concretos. Para eso debería llamar a las Abuelas. En aquel tiempo, ningún juez quería aceptar una denuncia de ese tipo.

—¿Qué quiere expresar con eso, que no había jueces que receptaran denuncias?

—No he querido ser agresivo. En ese tiempo, todo el mundo sentía miedo.

—(Dirigiéndose a la traductora) Dígale que, como juez de ese tiempo, no me hace feliz esa apreciación.

Si algo no amilanaba a Cox, ni entonces ni nunca, era una reprimenda de ese tipo.

En 1979, Massera había publicado el libro Camino a la democracia como parte de su proyecto presidencial. Cox tradujo ese volumen al inglés. El abogado del exjefe de la Armada, el excamarista Prats Cardona, preguntó a Cox si había trabajado para su representado. El periodista respondió que había aceptado llevar a cabo la traducción en persona y en forma gratuita, para evitar que el represor matara a un miembro de la redacción del Herald.

—¿De qué fecha está hablando?

—No recuerdo la fecha porque era para mí completamente sin importancia y lo había olvidado completamente hasta que, en una entrevista radial, el capitán Zariátegui lo mencionó.

—¿Pero no puede ubicarnos temporalmente en períodos?

—Realmente, es un episodio para mí completamente sin importancia y no puedo recordar la fecha…, recuerdo otros episodios, como las amenazas de muerte que recibí personalmente, las amenazas de muerte a mis hijos, las amenazas contra la escuela de mis hijos.

La evasiva volvió a irritar al juez.

La declaración de Cox se extendió hasta pasadas las 11 de la noche. El 30 de abril de 1985, el Herald llevó el testimonio del exdirector a tapa con la cita de la amenaza de Massera como título.

Fueron días en que recrudecieron las intimidaciones telefónicas a la familia Berninsone, que se había mudado en 1979 a un departamento de la avenida Santa Fe de Buenos Aires. La democracia se respiraba en las calles, pero los terroristas de Estado se ensañaban con sus víctimas. La desaparición y muerte de Juan Berninsone no fue juzgada hasta la reapertura de los juicios en 2003, uno de los tantos ejemplos que deberían tener en cuenta los contadores de víctimas con ínfulas negacionistas.

Cox regresó a Estados Unidos a los pocos días de su declaración y no volvería a escribir en el Herald hasta 25 años después, cuando se jubiló en Charleston y comenzó a pasar algunos meses del año en su departamento de la Avenida Alvear, en Buenos Aires, junto a Maud. Todo este tiempo, “su país”, el verdadero país de su corazón y su mente, siguió siendo la Argentina.

La película Argentina, 1985 no incluye el testimonio de Cox en el Juicio a las Juntas. Razones más que comprensibles llevaron a Santiago Mitre y Mariano Llinás a seleccionar el contenido de un relato cinematográfico de 140 minutos. La figura de Cox, acaso, habría tendido un puente para dar cuenta de la complicidad del periodismo con el terrorismo de Estado. De hecho, está avanzado un proyecto de un film sobre la figura del editor-in-chief del Herald a cargo del director Armando Bo, que se detiene, en principio, en la partida al exilio en diciembre de 1979. El guion tiene la anuencia del propio Cox. La polémica ya comenzó. 

SL

Sebastián Lacunza dirigió el Buenos Aires Herald entre 2013 y 2017. Los textuales citados forman parte de testimonios y documentos incluidos en el libro El testigo inglés — Luces y sombras del Buenos Aires Herald (1876-2017) (Paidós, 2021). .

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