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Violencia institucional

A 20 años de la Masacre de Floresta, el asesinato de Lucas trae otra vez el horror del gatillo fácil

Cristian Gómez, Maximiliano Tasca y Adrián Matassa, los jóvenes fusilados por un policía el 29 de diciembre de 2001.

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Es la madrugada del 29 de diciembre de 2001. Maximiliano Tasca, Cristian Gómez, Adrián Matassa y otro joven llamado Enrique coinciden en el kiosco de una estación de servicio en la esquina de Gaona y Bahía Blanca, en Floresta. Dos son amigos de la infancia y conocen a los otros porque todos son hinchas del club All Boys y vecinos del barrio. Dentro del kiosco está Pablo, el playero, y Sandra, la cajera. Y un policía al que habían jubilado primero y reincorporado después, cuyo nombre es Juan de Dios Velaztiqui. Viste uniforme, placa y arma reglamentaria, pertenece a la comisaría 43 y está a cargo de la custodia del lugar.

Los jóvenes comparten una cerveza y miran las imágenes en el televisor: un policía golpeado por un grupo de hombres en la Plaza de Mayo. Maximiliano Tasca dice, como quien comenta al aire: “Y… Una vez que les toca a ellos…”. Entonces el policía que estaba sentado a una mesa desenfunda su arma, grita “¡Basta!” y dispara. El ataque es por la espalda. Velaztiqui vacía el cargador. Maximiliano y Cristian mueren en el acto. Adrián está inconsciente pero con vida. Enrique alcanza a correr.

El policía arrastra los cuerpos, uno a uno, hasta el playón y arroja un cuchillo tramontina al lado de uno. Cuando llegue el primer patrullero dirá que los jóvenes habían querido asaltar el lugar y que él “actuó”. Pero el playero y la cajera lo desmienten. Velaztiqui queda detenido y lo trasladan a la misma comisaría para la que prestaba servicio. Mientras, los canales de noticias informan que “tres cacos fueron abatidos en Floresta”. Maxi, Cristian y Adrián, que morirá en el hospital, no son ladrones: son estudiantes, tienen entre 23 y 25 años y han sido fusilados. Cuando el sol despunte los vecinos tomarán la comisaría. Serán reprimidos. 

El caso se conoció como la Masacre de Floresta. Es una de las historias del fin de año trágico de 2001. En un juicio rápido para los tiempos de la Justicia en la Argentina, Velaztiqui fue condenado a 25 años de cárcel en 2003. Por primera vez, un policía de la Federal recibe una pena perpetua por un caso de gatillo fácil. Tenía 62 años cuando cometió los asesinatos así que diez años después del fallo recibió el beneficio de prisión domiciliaria. Velaztiqui murió el 24 de julio del año pasado. 

Angélica Van Eek es la madre de Adrián Matassa. Cuando le entregaron el cuerpo ella lo vistió como si fuese un bebé, con la camisa azul que tanto le gustaba.

Silvia Irigaray es la madre de Maximiliano Tasca. Cuando le avisaron que su hijo estaba muerto se convirtió en una militante de la donación de órganos. 

Graciela y Sonia son las hermanas de Cristian Gómez. Sonia reconoció el cuerpo en la Morgue Judicial mientras Graciela entraba, furiosa, en la comisaría.

Pasaron veinte años. Y sin embargo…

“No hay altar que me devuelva a mi hijo”

-Esta era la pieza de Adrián. Ahí estaba el placard. Abrir el placard me llevó quince años. Encontré un regalo, un paquete envuelto para regalo. Un regalo que no había llegado a dar. Tardé en abrir ese placard porque la presencia de él era tan fuerte… Ahí estaba su vida. Cada uno en esta casa hizo el duelo como pudo -dice Angélica

Esta casa sería lúgubre si no fuese por la luz tibia de la tarde que se cuela por la ventana. Aquí viven Angélica y Guillermo, su hijo. Su marido, que tenía una inmobiliaria, murió de cáncer hace pocos años y en esta casa. La única hija mujer, Guillermina, ya no vive aquí. La habitación de Adrián da a la calle. Tenía 23 años y estaba estudiando Abogacía cuando Velaztiqui lo mató. Ahora esta habitación es algo así como una oficina donde Angélica puso un escritorio y sobre el escritorio, una computadora. 

-Mi marido, hasta que estuvo consciente, te decía los años, los meses y las horas que Adrián llevaba fallecido. Años con la ropa de Adrián en el baúl del auto, la ropa que le habían dado en el hospital cuando nos dijeron que ya no había nada qué hacer -sigue Angélica.

La madrugada del asesinato estaban acostados. Un sobrino tocó timbre y les dijo poco: que había pasado algo en la estación de servicio y que Adrián estaba herido en el hospital Alvárez. Angélica fue hasta la estación de servicio. Vio los cuerpos de Maxi y Cristian sobre el playón. De ahí, al hospital. Adrián había recibido un disparo en el abdomen y no pudieron salvarlo en el quirófano

Esta era la pieza de Adrián. Ahí estaba el placard. Abrir el placard me llevó quince años. Tardé en abrir ese placard porque ahí estaba su vida. Cada uno en esta casa hizo el duelo como pudo.

Angélica Van Eek. Madre de Adrián Matassa.

-Tengo dos o tres fotos, nada más. Tengo una en la cómoda. Le pongo una velita, lo saludo todos los días. Pero no hay altar que me traiga a mi hijo… de la Rúa se fue en helicóptero y en el recinto quedaron peleándose el Poder. Y las que pusimos los muertos somos nosotras, las madres. Yo me prohibí en mi casa tener fotos de Adrián- dice Angélica.

Después de la muerte de su hijo, no pudo ir a ningún velatorio. Formó parte, durante un tiempo, de Antiimpunidad, un programa estatal en el que víctimas acompañan a otras víctimas. Ahora ayuda a su hijo mayor con un emprendimiento de delivery de bebidas buscando buenos precios. Si no, los días simplemente pasan. 

-Cuando nos entregaron el cuerpo, vine acá, abrí el placard, saqué los zapatos, las medias, la camisa azul para llevar a la casa velatoria. Yo vestí a mi hijo. Porque a mi hijo lo visto yo. Mi hermana me reprochó que cómo le había puesto zapatos. Y yo le dije que sí, que zapatos sí, porque los muertos tienen que pisar las brasas y mi Negro no se tiene que quemar. Y yo le reproché a mi marido el cajón de mierda que le había comprado. Pero mi marido, pobre mi marido, me dijo que nuestra plata había quedado en el corralito. Teníamos 300 pesos. A mí no me conformaba nada. Salí a pedir plata prestada. No le pude comprar ni una flor. La corona que había era del club All Boys y nada más. Entonces si vos me preguntás, si analizás por qué me lo mataron... Esta política que me dejó sin hijo… ¿Vos te pensás que los voy a perdonar? Velaztiqui fue solo el brazo que los mató- Angélica llora y a pesar del tiempo, parecen lágrimas nuevas.

“Tenía que cumplir con el deseo de mi hijo”

Afuera estalla el sol, pero las persianas de esta habitación están bajas desde hace años. La explicación es sencilla: la luz decolora las fotografías y aquí sobran. Con el cabello mojado porque ha salido del río, en una foto carnet, junto a su hermano, abrazado a su madre. Son las versiones de Maximiliano Tasca, el hijo de Silvia Irigaray. Hay trofeos, relojes, imágenes de la Virgen. En el comedor también hay recuerdos. Y en la cocina. Y sobre la cerradura de la puerta de entrada, un sticker del escudo de Boca que resiste el paso de la franela.

-Primero tocaron la puerta del departamento. Era una vecina que me decía que Maxi necesitaba ayuda, pero se puso a llorar y se fue por la escalera. Después fue el portero eléctrico, los timbrazos: ¡Maxi está muerto! Bajé. Abajo era un caos, todos los amigos lloraban, gritaban… Yo no entendía qué pasaba- dice Silvia.

Silvia llegó a la estación de servicio, que estaba a la vuelta del edificio donde vivía con sus hijos, en un auto pero no recuerda el de quién ni cómo subió. Abrió el cordón policial con los brazos y vió que debajo de una lona negra asomaba la mano de su hijo y el vendaje que le había hecho unas horas antes. Maxi había ensayado percusión y le dolía la muñeca.

-Vi la mano. Ni siquiera levanté la lona. Había once metros de sangre, no pregunté quién lo había hecho. Escuché la voz de mi hijo que me decía ‘Mami, acordate de que soy donante de órganos’. Y me vine a casa, tenía que cumplir con el deseo de mi hijo. Pero caminé por el medio de avenida Gaona, las luces de frente, las bocinas, los autos me esquivaban. Siempre sola, no quería que se me acercara nadie. Llamé al Incucai y les dije que me ayudaran, que mi hijo estaba tirado, a la vuelta, muerto. Y llamé al padre de Maxi. Me preguntó qué había pasado. Le dije que no sabía. Al rato llegó. ‘Lo mató la policía’, me dijo. Yo me ocupé de los órganos. No podía pensar en nada más- sigue Silvia.

Desde ese momento se convirtió en una militante de la donación de órganos. Y en 2003, cuando pudo salir de su casa después de un año de encierro, empezó a dar charlas a policías en formación. Fue una invitación de Gustavo Béliz. Cada vez nombra al asesino de su hijo y les recuerda que era policía. En un momento Silvia combinó ambos asuntos y logró el primer protocolo de actuación para la policía en donación de órganos. Cuando Maxi murió, en la comisaría tardaron en entender que conservar los órganos era una cuestión de tiempo.

-Jamás dije “por qué a mí o por qué a Maxi”, porque si yo digo eso entonces estoy diciendo “por qué no le mataron el hijo a la vecina”. Porque Velaztiqui era un asesino, su placer era descargar balas. Al no tener el poder de la palabra, de hablar, de discutir con ellos, mató. Y la culpa es del Estado, que debería haber chequeado, porque Velaztiqui era un policía al que habían jubilado por mal comportamiento. El error fue que cuando lo reincorporaron nadie se fijó en el legajo- sigue Silvia.

Jamás dije 'por qué a mí o por qué a Maxi', porque si yo digo eso entonces estoy diciendo “por qué no le mataron el hijo a la vecina”. Porque Velaztiqui era un asesino, su placer era descargar balas.

Silvia Irigaray. Madre de Maximiliano Tasca.

Además de las denuncias de violencia extrema cuando era parte de la Montada, por ejemplo, Velaztiqui solía jactarse de haber aprendido de Jorge Rafael Videla, de quien había sido su chofer y custodio. A partir de la Masacre de Floresta, las Fuerzas de Seguridad cuentan con un equipo de psicólogos para evaluar a quienes se inscriben.

Maximiliano tenía 25 años. Se había recibido en Relaciones Internacionales, quería ser mediador de paz. Silvia se dedicaba a vender cosas: materiales eléctricos, vajilla, macetas, trapos de pisos a grandes empresas por pequeñas comisiones. Su hijo era repositor de lo que ella lograba ubicar. Eran compañeros de trabajo, una sociedad que se diluyó con la muerte de Maxi. Silvia no pudo volver a trabajar.

“La muerte de mi hermano es el final de una cadena de irresponsabilidades”

La Plaza del Corralón, en Floresta, es un enjambre de niños. Hay festejos de cumpleaños y madres que toman mate y conversan. Al lado el monumento en homenaje a Maximiliano, Adrián y Cristian. Se llama “Los chicos de Floresta - Sucesos 2001”. Graciela y Sonia Gómez son las hermanas mayores de Cristian. Esa madrugada, una había salido a bailar con su prima, la otra prefiró quedarse en el departamento a descansar. El recuerdo es nítido para ambas:

-Esa noche llamaron a mi mamá y le dijeron que había pasado algo con su hijo. Ella pensó que quizás le habían pedido los documentos y estaba demorado… Eran días muy tensos, la policía estaba como liberada. No le decían qué había pasado, solo le insistían con que fuera a la estación de servicio. Mi mamá fue y al rato mi papá vino a despertarme y como pudo me dijo “Mataron a Cristian” -dice Sonia.

Lo llamaban El Gallego, tenía 25 años y una banda de rock con amigos del barrio. Había decidido estudiar el profesorado de Educación Física igual que su hermana. Cuando su padre le dio la noticia, Sonia saltó de la cama, se puso las zapatillas y cruzó la avenida Juan B. Justo ciega, sin mirar. Vio lo que ya habían visto Silvia Irigaray y Angélica Van Eek, los patrulleros, el cordón policial, las lonas cubriendo los cadáveres. Sonia vuelve sobre un detalle: que Velaztiqui los tomó de los pies para arrastrarlos, que había escalones, que no le importó que el cuerpo de su hermano rebotara.

-Yo no llegué a ver eso -dirá Graciela- porque cuando mi abuela me contó que habían matado a Cristian en la estación de servicio ya no había nada. Pero Velaztiqui estaba en la comisaría 43, así que ahí fui con los chicos de All Boys y amigos de Cristian. Nos reprimieron, hubo gases y balas de goma. Pero yo llegué a entrar. Agarré una máquina de escribir, la estampé contra el piso. 

Mi mamá pensó que quizás le habían pedido los documentos y estaba demorado… Eran días muy tensos, la policía estaba como liberada.

Sonia Gómez. Hermana de Cristian Gómez.

Hay imágenes de aquella toma. A los disparos de la policía, los vecinos respondían con piedrazos. Un avance y retroceso fuera de foco, idéntico a lo vivido días antes en la Plaza de Mayo. Delante de las cámaras de Crónica TV una señora se toma la cabeza y pide que por favor paren, que “somos todos argentinos”. Las alarmas de los autos chillan. Nadie la oye.

-Después de la muerte de Cristian nosotros tuvimos que aprender a ser personas de lucha. Nos organizamos con los vecinos del barrio, con el club All Boys, con amigos, ellos nos acompañaron siempre. Hacíamos marchas una vez por semana, después cada 29. Y tuvimos que aprender, aprender a hablar con medios, con organismos de Derechos Humanos… Una vez vinieron las Madres y yo decía “qué hacen acá”. Está bien, estaba enojada, no estaba involucrada, hasta que me di cuenta de que su causa era la nuestra. No hay tiempo que repare. Y veinte años después creo que la muerte de mi hermano es el final de una cadena de irresponsabilidades- dice Sonia.

Un policía que había sido retirado por antecedentes y vuelto a reincorporar, un país convulsionado, las leyes, un sistema: eslabones de esa cadena que terminaron en Cristian. Mientras avanzaban hacia el juicio, se ocuparon de proteger a la familia. Hubo llamados al departamento que compartían denunciando falsos secuestros o amenazas, una forma de hostigamiento de parte de la policía. Graciela decidió terminar el secundario. Sonia se recibió de profe de Educación Física. La vida siguió para ambas. Una es encargada de edificios, la otra se casó con Ivana en 2013 y buscan un hijo al que llamarán Cristian, en honor a su hermano. 

VDM/SB

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