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Un faro en las tinieblas, el pozo de Shania Twain

La cantante y compositora Shania Twain relata episodios durísimos de su vida en un documental reciente.

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Los comienzos pueden ser engañosos. Como este mismo (a veces me ganan la anemia o mis propias limitaciones, no hay caso), como el de Shania Twain, Not Just A Girl, un documental que estrenó hace poquito Netflix y vi en estos días con mucho placer. Justo a ella, que nos regaló uno de los inicios más impresionantes de la historia del pop en Man! I Feel Like A Woman (en el videoclip la cantante está con un saco larguísimo, una galera negra y los ojos escondidos detrás de una red. Todo pasa en microsegundos: primero se asoma una melodía, Let’s go, girls!, arenga ella, hay un espacio ínfimo de silencio, como una gotita, que se interrumpe con un riff pegadizo. Come on, insiste, vuelve la música y ya nadie puede quedarse quieto).

Pero bueno, decía que en la película el arranque es confuso y les cuento: en las primeras escenas vemos a esta mega figura de la música manejando un descapotable amarillo con dibujos colorinches (¿estrellas de mar? ¿moluscos? ¿flores?). En el asiento del acompañante va su perro y, mientras atraviesan un camino desierto rodeado de montañas –mucho después sabremos que se trata de la campiña suiza–, ella habla de asumir riesgos, de no depender de nadie, de ser consciente y al mismo tiempo no tener miedo. Sin embargo ese nervio por subrayar, entre pedagógico y lleno de frases ampulosas que sonrojarían hasta al más instagramero, desentona –por suerte, diría– con todo lo que va a venir después.

Un repaso breve, por las dudas. Shania Twain, la artista que vendió unos 85 millones de discos en la década del ‘90, nació en una ciudad pequeña de la provincia de Ontario, Canadá, en 1965. El documental habla de una casa modesta para ella, los adultos y sus cuatro hermanos; de un entorno familiar violento, de falta de dinero, de su madre llevándola para que cantara de noche en bares de mala muerte cuando tenía ocho años. De sus ganas por salir de ese ámbito sofocante, de su talento para la música en todas sus formas: tocaba varios instrumentos, deslumbraba con su voz, escribía letras y melodías.

Después, cuando empieza a trabajar más formalmente en el mundo del espectáculo, aparece el primer abismo: sus padres querían que se dedicara a la música country, ella empieza a notar que le gustaría ir más allá, correr los límites de aquella escena musical tan masculina. En el momento en el que comienza a destacarse, a despegar de a poco, el primer pozo: los padres mueren en un accidente automovilístico y ella se tiene que hacer cargo de mantener y criar a sus hermanos.

Lejos de su inicio machacón y un poco sacado con fórceps para trasplantar al personaje en esta época, Shania Twain, Not Just A Girl relata todos estos episodios y también los éxitos de la cantante (los discos de platino en menos de cinco años, los recitales por todo el mundo, los hits imbatibles que alcanzan el primer puesto de los rankings, uno tras otro) como una sucesión de hechos que se van encadenando sin heroísmo y casi sin nostalgia. Hay mucho trabajo, se nota, y una especie de obsesión por parte de ella sobre todo en la imagen, en que todo tenga su toque, su estilo. Pero nunca aparece la grandilocuencia. Ni siquiera más adelante, cuando por la picadura de una garrapata Shania contrae la enfermedad de Lyme, empieza a sentir mareos en los escenarios y pierde esa voz amada por el planeta (“pensé que la había perdido para siempre y que nunca jamás volvería a cantar”, dice casi sin inmutarse frente a cámara, como quien lee el pronóstico del tiempo).

Ni siquiera cuando, casi en simultáneo, se revela que su mejor amiga se va con Mutt Lange, el esposo de Twain y su compañero artístico por varios años. Y aunque le cantó al amor en distintas versiones (todavía en pareja con su primer marido asumió el personaje de la canchera que va despachando a distintos varones que quieren conquistarla con That Don't Impress Me Much; fue romántica y pegajosa con You’re Still the One o From This Moment; dos himnos) tampoco aparecen estos episodios posteriores y desgarradores en sus canciones.

Como si quisiera decirnos que su arte no tiene que ver con la vivencia, con todo lo que tocó atravesar, con esos pozos que casi se la llevan puesta, sino con una búsqueda personal en la música misma, con un lenguaje que construyó entre prendas de leopardo, estribillos inigualables, los woo, oh, oh, oh, oh y los yeah, o las arengas coloridas de todas sus canciones. Como si quisiera transmitir una sabiduría discreta, un let's go, girls! susurrado: primero hay una obra, después todo lo demás; si todo es épica, nada lo es.

Es evidente que la autobiografía –este documental es oficial, producido por la discográfica que editó todo el material de la artista, avalado por ella– siempre encubre, siempre recorta, siempre omite y en esa opacidad está, también, el encanto de este registro. No se me ocurre un gesto de mayor honestidad: si existe una convención siempre barrosa que decidimos llamar identidad, somos también eso que callamos, eso que elegimos no contar.

Empieza una nueva edición de Mil lianas. Reservada, bailable, tramposa.

1. El ojo de Goliat, de Diego Muzzio. Una historia que se ubica entre un faro ubicado en un islote perdido del Atlántico Sur y el St. Bartholomew Sanatorium, un viejo hospicio de piedra al oeste de Edimburgo. Entre los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial y la terra incognita de la enajenación, como señala uno de sus protagonistas, Edward Pierce. Es justamente este psiquiatra británico, un hombre que también estuvo en el frente para estudiar las alteraciones de los soldados por la guerra y fue víctima de un perdigonazo en la sien que le genera neuralgias de por vida, a quien le llega una misión. Un día de comienzos del siglo pasado, mientras descansaba en medio de una terrible jaqueca, se acerca hasta la institución mental que dirige un hombre de apellido Stevenson, pariente del autor de El extraño caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde –la referencia no es una mera casualidad–, representante de la empresa Northern Lighthouse. Stevenson quiere que Pierce trate el caso de David Bradley, un ingeniero que enloqueció cuando fue enviado por la compañía a trabajar solo en uno de sus faros más australes, el llamado Ojo de Goliat, no muy lejos de Ushuaia.

Con una prosa elegantísima, el libro va a cruzar a estos dos hombres y las disciplinas en las que se destacan (la tarea de analizar estos gigantes que echan luz en las tinieblas, en el caso del ingeniero; el trabajo con la mente humana y sus recodos, en el caso del psiquiatra), sus similitudes (los dos pasaron por las trincheras, los dos cargan con sus fantasmas) y sus diferencias (uno será paciente, el otro el hipnotizador). Y lo hará a partir del material que escriben: un diario de registro de los días en medio de un paisaje temible, un libro de psiquiatría, aterrador a su modo.

El juego que se plantea, entonces, es de los pares, que van a ir apareciendo a lo largo del relato en forma de hermanos, de rivales, de duplas, de imágenes que devuelven los espejos, de caras de la luna, de simulacros, de dobles. 

“Los verdaderos libros parecen estar fuera del tiempo, más allá de las modas y nuestra acotada experiencia”, dice en la contratapa el escritor Luciano Lamberti. Agregaría que en ese estar fuera, novelas tan refinadas como El ojo de Goliat no hacen más que crear un tiempo propio, magnético, literario.

Diego Muzzio nació en Buenos Aires, en 1969, y en la actualidad vive en Francia. Publicó numerosos libros de cuentos, nouvelles, poesía y literatura infantil. El ojo de Goliat es su primera novela.

La novela El ojo de Goliat, de Diego Muzzio, salió por la editorial Entropía.

2. Bajo ataque (Trigger Point). Les comenté alguna vez sobre Line of Duty, una serie policial británica súper popular y adictiva que fue vista por más de 12 millones de personas el día que se emitió su episodio ¿final? en 2021 y que a mí me encanta. El eje, allí, era la unidad de asuntos internos de la policía y algunos conflictos personales de esos agentes que se encargaban de investigar a sus colegas. La serie fue, además, el primer gran hit del guionista Jed Mercurio, que luego sorprendió con otras producciones atrapantes como Bodyguard (está en Netflix) y Bloodlands (súper recomendable también, aunque no la encontré en plataformas; por ahora circula por pasillos non sanctos de internet).

En los últimos días HBO subió a su menú otra producción escrita por Mercurio, también policial y con algo del vértigo que generaba Line of Duty. Se llama Trigger Point (la traducción local es Bajo ataque) y tiene como protagonista a un escuadrón de oficiales que se dedica a un tema muy específico en una Londres bajo ataque terrorista: el difícil arte de desactivar bombas siempre a punto de estallar.

El grupo anti explosivos está liderado por Lana Washington (la mismísima Vicky McClure, o DC Kate Fleming en Line of Duty), quien, además de realizar su tarea con inteligencia y también con miedo enfrentará, a medida que avanza la trama, distintos vaivenes que pondrán en vilo su propia vida personal, sus propios fantasmas. En fin, son seis capítulos a un ritmo desbocado, frenético.

Los seis capítulos de la serie británica Bajo ataque (Trigger Point) están disponibles en HBO Max.

3. El enigma del oficio. Memorias de un agente literario, de Guillermo Schavelzon. Mezcla de foto de época –y una foto analógica, táctil, repleta de texturas–, con los recovecos que siempre tiene la memoria, el libro El enigma del oficio. Memorias de un agente literario (Ampersand, 2022), del argentino Guillermo Willie Schavelzon, ofrece varios viajes. Por empezar, uno en el tiempo. Porque su autor, un hombre que lleva más de medio siglo en el mundo del libro, recupera escenas, momentos y costumbres de un universo efervescente: desde sus comienzos en la editorial Jorge Álvarez a mediados de la década del ‘60, donde trabajó con la mítica Pirí Lugones, estuvo cerca de los primeros manuscritos de Ricardo Piglia, y fue enviado a viajar por toda América Latina a la pesca de talentos entonces jóvenes como Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, hasta su presente como uno de los principales agentes literarios del mundo de las letras en idioma español.

Contado en capítulos breves y muy ágiles, dedicados a autores y autoras con los que trabajó o no llegó a hacerlo por distintas circunstancias (su autor habla de éxitos y de algunos fracasos), la publicación también ofrece un recorrido por varios puntos del planeta: cuando Schavelzon conoció a Perón en Puerta de Hierro, cuando visitó Cuba y vio a Fidel Castro dando un discurso eterno, cuando le pusieron una bomba en su librería porteña en la década del ‘70 y se tuvo que exiliar en México, cuando recibía cartas muy emotivas de Julio Cortázar en sus últimos días de vida, cuando viajó a Tánger para ver si podía reunirse con Paul Bowles, cuando estuvo en las ferias literarias más importantes, cuando recaló, finalmente, en España.

En el trayecto –según el propio Schavelzon la bitácora de un testigo, “una crónica subjetiva y personal”– no faltan los chismes, las anécdotas agudas, la picardía, la trastienda de un ambiente en el que se mezcla el interés literario con la fama, las sensibilidades, los egos y, por supuesto, el dinero.

Hace unos días pude entrevistar a Schavelzon por videollamada (vive en Barcelona desde hace varios años), así que aprovecho y de paso les dejo esta nota que salió por acá.

El enigma del oficio, de Guillermo Schavelzon, salió por Ampersand. Por acá, una entrevista con el autor.

Banda sonora. Porque arriba hablamos de Shania Twain que justo nació ahí. O a propósito de nada. O porque, como les conté alguna vez, siempre estoy soñando con Canadá, yendo y viniendo hasta allá en mi cabeza y entre libros. Por estos días sumé a nuestra lista compartida algunas canciones de bandas indie, entre el rock y el pop, que me gustan especialmente de ese país.

Ya habíamos puesto algo de Arcade Fire, así que esta vez voy con otros, por orden de aparición (en mi vida): mis preferidos de siempre, The New Pornographers (abajo también les dejo un video); unos veteranos a esta altura –esta megabanda de 19 integrantes nació en 1999–, Broken Social Scene; Wolf Parade, bastante cercanos a Arcade Fire y nacidos por los mismos años en Victoria; y Kiwi Jr., de Toronto, un grupo que me sorprendió hace poco y acaba de sacar el disco Chopper, con producción, justamente, de Dan Boeckner de Wolf Parade. Bueno, espero que se enganchen con este mundo ñoño y me cuenten qué les parece.

¡Hasta la próxima!

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AL

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