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Pablo Plotkin

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Cuando los Rolling Stones tocaron por primera vez en la Argentina –cinco shows en River en febrero de 1995–, fue como si el sueño eléctrico de una rockola de Avenida Rivadavia cobrara vida. La Patria Stone, una subcultura juvenil que llevaba años activa, se presentó ante el gran público en toda su dimensión: multitudes con flequillos, jardineros de jean, zapatillas Topper y pañuelos al cuello emergían de los barrios del país. Esa tribu inmensa era el resultado de una rara apropiación cultural, el destilado de un proceso que había empezado más de una década antes en las calles de Villa Devoto, en la ciudad de Buenos Aires, donde un grupo de adolescentes aburridos se calzó botas de gamuza, pantalones oxford y sacos de terciopelo e hizo girar una y otra vez el vinilo de Tattoo You hasta convertirlo en su voz mental. Esos pioneros sin conciencia eran Juan Sebastián Gutiérrez, alias Juanse (guitarra y voz), Pablo Cano, alias Sarcófago (guitarra), y Pablo Memi (bajo), que junto a un baterista del barrio diez años mayor, Roy Quiroga, armaron Ratones Paranoicos y sentaron las bases del stone argentino.   

La historia de los Ratones giró en las últimas semanas a partir del estreno de Rocanrol Cowboys, el documental de Alejandro Ruax y Ramiro Martínez (Plástico) que Netflix incorporó a su catálogo. La película pegó fuerte en el corazón del público rockero, que ante la falta de novedades relevantes busca víveres en el barco hundido del pasado, como un Robinson perdido en la isla del trap. Y es cierto que los tesoros que se pueden encontrar ahí abajo son sorprendentes, porque si algo hizo bien el rock, además de alumbrar canciones gloriosas, fue producir una narrativa convincente, un sistema de mitos que le dio medio siglo de protagonismo cultural. La historia de los Ratones todavía no estaba del todo contada, o al menos no se había mostrado así, con tanto material fílmico y la estética cruda de una fábula del viejo y cancelado rock & roll, ese lugar azul donde a las mujeres se les asignaba el rol de musas, groupies o novias que solo querían romper bandas.           

En aquel verano de 1995, cuando desembarca en Buenos Aires el Voodoo Lounge Tour y la Argentina convertible se consolida como un polo de atracción para el negocio mundial del rock, vemos a Juanse y Sarcófago metiéndose en el ascensor del Hyatt. Juanse –aparentemente bajo la influencia de algo, como casi siempre en esa época– le enrostra a su amigo que estuvo en la pileta del hotel con Andrew Loog Oldham, el primer manager de los Stones y productor de dos discos cruciales de los Ratones –Fieras lunáticas y Hecho en Memphis–. Le dice que intercambiaron saludos con Keith Richards y Ronnie Wood, que asomaban por la ventana de la habitación. Sarcófago escucha la anécdota con una sonrisa herida y dice: “¿¡Estuviste con Andrew?! Me hubieras avisado, boludo”. 

Se ven como un par de chicos exaltados y a la vez cruzados por una tensión íntima, aunque ya eran estrellas que pasaban los treinta y se habían ganado con creces el trabajo por el que estaban ahí: ser los teloneros principales de sus máximos héroes. Pero ese sueño cumplido engendraba también el comienzo de la decadencia. Tres meses después del debut de los Stones en Argentina, en abril del 95, un muchacho de 22 años llamado Cristian Álvarez, alias Pity, entraba a un estudio para grabar el primer disco de su banda Viejas Locas. En esa temporada que partió la década al medio, justo antes de la reelección de Carlos Menem (que había recibido en Casa Rosada a la banda inglesa, en un encuentro pergeñado por el Tata Yofre), la Patria Stone cambiaba de forma. El modelo de estrella que había encarnado Juanse –arrogante, integrado al jet set, conectado internacionalmente– fue desbancado por el del Pity, un ángel con la cara sucia salido del complejo habitacional Piedrabuena. En la parábola que va de Devoto a Lugano, del chalet al monoblock, se insinuaba una metáfora para la clase media argentina de los 90. 

Todos estos años después, los dos grandes íconos de esa subcultura rockera están en cualquier otra parte. Juanse ya no se droga ni bebe, abrazó el catolicismo y desarrolla su carrera solista mientras predica la palabra de Jesús. Será una de las figuras de la segunda temporada de MasterChef Celebrity. El Pity está preso en el pabellón psiquiátrico del penal de Ezeiza, acusado de matar a balazos a Cristian Díaz, de 36 años, en la madrugada del 12 de julio de 2018 durante una discusión callejera. La Patria Stone sobrevive fuera de los radares, en la memoria corporal de los fans y en shows –si es que alguna vez vuelven como los conocimos– de bandas como La 25 y Jóvenes Pordioseros, tocadas de cerca por la tragedia de Cromañón.

El paisaje no era igual a comienzos del año 2000, el día en que entrevisté a Juanse en una pizzería de Devoto para el suplemento “No” de Página/12. Para ese momento también Viejas Locas había teloneado a los Stones –compartieron cartel con Ratones en los shows del 98– y el Pity era la voz rockera más representativa de los barrios. Los Ratones flotaban en la resaca de su década ganada: habían empezado los 90 grabando con Oldham y colocando hits a lo loco (“Rock del pedazo”, “Vicio”) y la terminaban con una crisis interna que había hecho que Memi dejara el grupo. Parte del nuevo público stone (que viró al más caricaturesco mote de “rolinga”) veía a Juanse como un aristócrata del rock que sonaba en el programa de Tinelli y que se había olvidado de lo artesanal. La tribu pasó de las tejanas a las Topper y del fraseo punk-blues de Juanse al tenor desfachatado del Pity, que soltaba sus versos suburbanos como si mascara chicle.  

La diferencia conceptual entre una banda y otra era que los miembros de Viejas Locas podían confundirse con su público. Los Ratones, en cambio, habían trabajado para ser distinguidos a la legua. “Sinceramente, usar eso de que querés parecerte al público, aparte de demagógico, es muy aburrido”, me dijo Juanse aquel día, casi cinco años antes de Cromañón. “Yo me rompí el culo para subir al escenario, no para bajarme antes de subir.” 

Sangraba un poco por la herida. Solo los sobrevivientes del underground tenían fresca la historia de origen de los Ratones, que como muestra Rocanrol Cowboys no era la de una banda tributo. Juanse había crecido escuchando sin parar a los Stones, pero en algún momento de su adolescencia lo iluminó la energía del punk. Los Ratones de los primeros tres discos (Ratones Paranoicos, Los chicos quieren rock y Furtivos) eran un ensamble salvaje de rhythm and blues y él era un performer increíble, un alfeñique de labios de neumático y gesto turbado que se movía como Iggy Pop en la tierra de Sandro. Junto con Sarcófago y Memi –que podría haber protagonizado el aviso del loft de Colbert Noir– proyectaban el superyó del stone argentino (Roy era más bien como el hermano mayor que podía arreglarte el auto). Los Ratones se asumían outsiders del rock nacional y desde ese lugar fundaron una civilización bastarda, “una cosa intermedia entre un ‘pardo’ y un ‘concheto’”, como le dijo el cantante a Javier Sinay en Rolling Stone

Aun sin ser explícito en los conflictos, Rocanrol Cowboys muestra cómo el liderazgo de Juanse se volvió despótico y terminó alejando a Memi y Sarcófago hasta desarmar el grupo, más allá de las reuniones que reactivan la marca cada tanto. “Una banda solo sobrevive si tiene un líder despiadado”, dice Oldham, que con sus ideas maquiavélicas del rock se come el documental. “A mí me maravilló el rostro de Juanse. O sea, Dios bajó y le dijo: ‘Sé que querés ser esto y aquello, acá tenés la apariencia para acompañarlo’. Es perfecto. Si Juanse tuviera un alma pura, no estaríamos hablando de él, porque no habría nada de qué hablar. Pero no necesitás un alma pura para liderar una banda.” 

Como acercamiento al enigma Juanse, Rocanrol Cowboys funciona a la perfección en tándem con Juansebastián, la película de 2019 de Diego Levy que retrata el camino que lo llevó del reviente más impúdico al encuentro con Jesucristo. La historia del drogadicto que abraza los Evangelios podría ser un cliché, pero hay algo inaprehensible en Juanse, una mezcla rara de cansancio existencial y convicción religiosa y una aceptación total de sus contradicciones que hace que pueda cantar el “Rock del pedazo” desde el púlpito de una iglesia sin hacerse el menor drama. 

Juanse sabe que hay gente que se toma en chiste su viaje místico, pero da la impresión de que de verdad le importa muy poco lo que vean los demás. Y en el documental de Levy dice algo que conecta al chico que abrazó la fe stone con este hombre que se encierra a rezar durante días en un monasterio benedictino: “Nunca fue mi objetivo agradar”, dice. “Me divierte cómo un día podés ser Gardel y al otro día sos Gardel pero después del accidente de avión”.

Pity Álvarez podría firmar al pie de esa sentencia. Con los años, los dos patriarcas stone se hicieron cercanos (tienen además un amigo en común: el padre César Scicchitano Tagle, “el cura rockero”). El 6 de octubre de 2017, Juanse invitó al ex Viejas Locas e Intoxicados a grabar en los estudios El Pie la canción “Mismo camino”, escrita originalmente por el guitarrista Gori, a la que Juanse le tocó la letra para darle un aire cristiano (cambió la palabra “centavo” por “denario”, por ejemplo). Unos meses después Juanse viajó al Vaticano para ver al Papa Francisco por segunda vez y en julio de 2018, antes de que la canción viera la luz, Pity fue encerrado por homicidio.  

No hay moraleja, solo imágenes difusas de dos vidas sinuosas. Como dice el monje Mamerto Menapace en una escena de Juansebastián: “Creo que Dios tiene un misterio especial para él. Hay que respetarlo, no tratar de adivinarlo”. La idea aplica para cualquiera de estos dos cristianos. 

PP

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