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Sobre este blog

Pez Banana es un club del libro que funciona así: por una suscripción mensual, recibís en tu casa un libro. La selección la hacen Florencia Ure y Santiago Llach.

Los libros son siempre de ficción y la cuota es equivalente al precio promedio de cualquier título que puedas encontrar en las librerías. 

También son nuevos, nunca te va a tocar uno que ya tengas. 

En sus redes entrevistan a autores, editores, traductores o charlan entre ellos sobre literatura. 

Para llegar al elegido del mes, leen (casi) todo lo que se publicará, así que aprovechan y escriben un newsletter con recomendaciones. El newsletter es buen espacio para hablar de libros favoritos que pelearon la final, de otros más de nicho que no imaginaron como “libro del mes” pero que por igual les gusta, presentar editoriales no tan conocidas, rescatar algún clásico que se haya publicado con nueva traducción. En fin, contar un poco el panorama editorial según sus miradas. 

Qué leer
Una guía de lectura para “Hasta que no haya nada”, de José Santamarina

José Santamarina

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San Isidro tiene quien lo narre. José Santamarina nació en 1984 y es –o fue, quién sabe– un nene bien. Nació en Buenos Aires y vivió –o vive, tampoco lo sabemos– en San Isidro. También, fue alumno y después profesor en uno de los colegios más exclusivos del país, el Cardenal Newman, un dato francamente irrelevante si no fuera, de algún modo, el centro gravitacional de los cuatro cuentos que se agrupan en este libro.

Hace unos años, Juan Forn, él mismo un ex-Newman –y quizás, junto con Santamarina, los únicos ex-Newman escritores–, en un artículo un poco envenenado describía así el universo de ese Colegio, del que, entre otros, salió el expresidente Macri: “Los Newman Boys van juntos al colegio y a la universidad, juegan al rugby juntos y después al golf, se casan y tienen hijos juntos y hasta se separan juntos (son de casarse por segunda vez con la ex de un Newman), viven juntos y veranean juntos (antes era el triángulo Recoleta-La Horqueta-Punta del Este; ahora se sienten federales porque han extendido su radio de influencia hasta Pilar), y por supuesto hacen negocios juntos, y mandan a sus hijos al Colegio Newman y los fines de semana van al Club Newman a mamar el espíritu Newman encarnado en la jornada de rugby dominical”. Ese universo endogámico, en donde se cruzarían las familias más poderosas del país, es el telón de fondo sobre el que Hasta que no haya nada se proyecta y es, al mismo tiempo, el universo del que escapa y al que homenajea con nostalgia el autor de nuestro nuevo libro, que se pregunta cómo se narra una vida que parece bastante privilegiada y busca hacer fracking en el desierto de una vida sin sobresaltos para encontrar el combustible de la ficción.

Como escritor, José Santamarina participó como antólogo y autor del libro Cómo ganarle el Mundial a Brasil y escribió un cuento para Nenes bien, una antología de Martin Kunik que reúne historias escritas por escritores y escritoras con ese estigma: su clase social o su educación en colegios privados de élite. También colaboró con el diario La Nación, la revista Rolling StonesLa Agenda y otras. 

Autobiográficos hasta la médula, Hasta que no haya nada reúne cuatro cuentos en donde, con la excusa de contar su vida, Santamarina nos ofrece, sobre todo, un tono. Con algo de petit Proust suburbano y agentino, con un empuje recursivo y bien obsesionado con lo que ya pasó, sus relatos son algo así como las memorias de un rugbier melancólico cruzado con algo del Nick Hornby melanómano, adicto al recuerdo o a lo que persiste de lo que fuimos y que, al final, nos hace ser lo que somos: el colegio, la amistad, las chicas que pudieron ser novias pero no, la enumeración sentimental de la experiencia, la música, la forma en que el círculo de amistades de la secundaria se deshace y rehace. Sus cuentos se pueden explicar en lo que muchas veces se trata de resumir citando el título de un libro de Flaubert que no se leyó tanto: la educación sentimental. Es una antología sobre las pedagogías emocionales de un chico de zona norte y el eterno coming-of-age en donde el dato sobre su origen social, al final, es irrelevante. 

Sobre su vínculo con el pasado, José Santamarina arranca el libro con un statement: él, –dice, o sugiere por intermedio de un epígrafe–, se siente identificado con un ave imaginaria. O identifica su manera de hacer literatura con ese pájaro imposible, el goofus bird, que construye su nido al revés –como antologaron Borges y Margarita Guerrero– y vuela para atrás porque no le importa tanto a dónde va sino dónde estuvo, porque Santamarina escribe para descubrirse y también quiere ir hacia atrás hasta que no haya nada. Al mismo tiempo, sabe que en la ficción, o en lo que no es ficción pero se le parece, siempre el personaje es uno mismo y que a ese personaje se le entra, sí o sí, por la falla. ¿Y cuál es su grieta? Saberse de un lugar –haber sido educado para ser ese lugar– y al mismo tiempo sentirse un poquito descolocado. 

 

Su estilo es meticuloso, lento y rápido a la vez, como circunspecto. Su velocidad no es la del narrador que paladea las palabras para dar con la inaccesible mot juste. Su paladeo, más que una palabra, busca dominar otra cosa: el cauce de los recuerdos, al que busca aplacar y acompañar para que, una vez sobre él, ahí sí insistir con el ejercicio agotador y dulce y enfermizo de ponerle palabras. Y en esa insistencia en dominar esa corriente crea su idioma privado: el de la intimidad. 

El idioma familiar

En una nota introductoria de Léxico familiar, Natalia Ginzburg (esa autora hermosa que ya leímos en Pez Banana) cuenta que su libro era el resultado de la escritura de sus recuerdos, en donde, si durante su escritura había llegado a inventar algo había sido por el vicio adquirido de novelista y que enseguida lo había eliminado. Todos los lugares y los hechos y las personas que aparecían en su libro eran reales, e insistía en ello; de todos modos, también invitaba al lector a entrarle al libro como si fuera una novela o, lo que es mejor, “sin pedir más, ni menos tampoco, de lo que una novela puede ofrecer”. 

Como Léxico familiarHasta que no haya nadie es un libro escrito bajo el aliento del recuerdo, y los hechos y las personas y los lugares de los cuentos son eminentemente reales, pero no se pueden no leer como una novela o sin pedirle más, ni tampoco menos, de lo que una obra de ficción puede ofrecer. Pero hay una operación clave en Ginzburg que está invertida en Santamarina. Si ella fraguó un estilo dado, sobre todo, por su manera de presentar el drama y la épica de su tiempo con palabras cotidianas, simples e íntimas, él hace una pirueta distinta. Sabe que en su vida –o en su época– no hubo mucha épica y nada de drama, y en donde no hay drama ni épica él le brinda a su memoria una tensión que se crea, en buena medida, por ese mismo tono cotidiano, simple e íntimo. La épica en Santamarina es el susurro de una intimidad y no hay trucos, no hay doble fondo. En su libro muestra la ausencia de la enfermedad, la traición, la soledad, la pobreza y la muerte, ese elenco gris que parece acompañar al mundo, pero no a él. Su drama, si se quiere, es una leve melancolía y el contratiempo de la escritura, una vocación despierta desde antes de que él se hubiera dado cuenta. Y quizás sea así no porque estemos leyendo los recuerdos de un “nene bien”, sino porque, más bien, lo que narra es la larga infancia, en donde el sufrimiento muchas veces es una abstracción del universo de los adultos. El dolor de Felipe, el amigo huérfano que van a conocer en el cuento «Cómo recuperar una pestaña cerrada», es una maravillosa usina de gracia y carisma que solo muestra su grieta de dolor en un episodio breve. Es decir, es claro que está ahí y cuando lo vemos, tan desenvuelto y alegre, hay algo que duele, pero ese drama nos llega asordinado, porque el dolor de cuando somos chicos –parece postular el autor– viene así, susurrado, escondido en grietas invisibles.

Calmo y casto como un cura, su estilo es, en parte, su tema, que se esconde en la mirada casi imparcial y sosegada sobre su pasado, en esa búsqueda de hitos en un recorrido en donde los picos del electrocardiograma de su vida están limados por la erosión de una vida simple, de un corazón simple. “Hicimos un ejercicio de las cruces de nuestras vidas –cuenta Santamarina en «Cómo recuperar una pestaña cerrada»– y yo descubrí que mi cruz era no tener ninguna”. No es un libro sobre la angustia sin fin que es estar vivo, como se la define su cura al narrador; es, más que nada, sobre la aparición de esos destellos de felicidad que la detonan o la puntúan. Sobre la muerte del yo trágico y el rebrote de una prosa transparente.

El sufridor ejemplar

En un ensayo en el que habla de El oficio de vivir, los diarios que Césare Pavese escribió hasta que se suicidó, Susan Sontag se preguntaba para qué lee uno un diario íntimo que, a todas luces, es ajeno al lector y, no tan claramente, es ajeno a la literatura. Y su respuesta era que uno lo hace buscando un ego desprovisto de las máscaras del ego de las obras del autor. Ningún grado de intimidad en una novela podría estar a la altura del verdadero yo del autor, decía, ni en primera persona o con una tercera que, transparentemente, lo señale. Es decir, para Sontag leemos un diario para encontrar una primera persona verdadera e íntima que, en la ficción, no se encuentra. Nosotros, hoy, podríamos hacernos una pregunta similar: ¿qué buscamos en estos libros tan biográficos? ¿La máscara del ego de la ficción desaparece? Es difícil decirlo cuando el material, como en Hasta que no haya nada, en teoría desprovisto de máscaras, en realidad es un texto que juega a buscar máscaras y a descartarlas, es decir, a hacer ficción sin hacer ficción pero haciendo ficción. “El público moderno exige la desnudez del autor, como las épocas de fe religiosa exigían el sacrificio humano”, escribe Sontag y quizás vaya por ahí: buscamos una desnudez. La clave de la desnudez, en Santamarina, está en el grado de intimidad. En acortar la distancia entre las máscaras y lo que las máscaras disimulan. Él cree –porque así lo dice– que busca conmovernos, pero lo que hace, en lo que (además) es realmente bueno, es en crear intimidad sin disfraces. El tema de su libro, al final, no es tanto el de la vida de un grupo de niños bien y sus avatares más o menos predecibles, sino, sobre todo, la suave mirada del narrador. Su confesión contenida y sosegada. Su desnudez púdica. 

El sufrimiento que no es

En ese ensayo sobre Pavese, que se llama «El artista como sufridor ejemplar», Sontag arriesga una hipótesis. Nos interesa el alma de un escritor, dice, por la insaciable preocupación moderna por la psicología, “el último y más poderoso legado de la tradición cristiana de introspección, abierta por san Pablo y san Agustín, que al descubrimiento del yo asimila el descubrimiento del yo que sufre”. Para los hombres y mujeres de este tiempo, sugiere Sontag, el artista, que vendría a reemplazar al santo, es el sufridor ejemplar. Y entre los artistas, el escritor, el hombre de palabras, es la persona a quien consideramos más capaz de expresar su sufrimiento: el sufridor ejemplar. Como hombre, el artista sufre y como escritor, transforma su sufrimiento en arte. “El escritor –dice lady Susan– es el hombre que descubre el uso del sufrimiento en la economía del arte, como los santos descubrieron la utilidad y la necesidad de sufrir en la economía de la salvación”. Pero la economía del arte de Hasta que no haya nada tiene su particularidad. Un encanto especial. El sufrimiento de Santamarina es, exactamente, el no sufrir. El libro, en parte, es un testimonio de esa forma particular de sufrimiento; el de padecer su ausencia. ​​Santamarina escribe bajo el peso de saberse “alguien sin tragedias ni excesos, tomado por la conciencia de estar en el mundo conmovido por el amor a algo aun sin haber pasado por el sufrimiento”. 

La de él, en contra del yo trágico que dominó el siglo, y en tensión con la utilidad del sufrimiento, es una literatura sin dolor, y una literatura sin dolor es como una ciudad sin centro. Una literatura de suburbios yuxtapuestos que se expanden y se retraen, que rodean un lugar que no está y, al mismo tiempo, está en todos los lugares.

Los cuentos

El primer cuento, «Cómo recuperar una pestaña cerrada», es un relato largo –casi una novelita– conmovedor y en escorzo sobre Felipe Trucco, un amigo de la infancia y de la adolescencia del narrador. Un homenaje paradójico, porque al mismo tiempo está escondido (tapado por otros relatos, por otros personajes) y es central. Y paradójico, también en que tiene todo los tics de una elegía, de un panegírico, pero el homenajeado está todavía vivo y rozagante. 

Sobre todo por la voz evocativa del narrador, pero también por el grupo de niños que se narran, se puede pensar en el relato como en una especie de remake de El cuerpo, el libro de Stephen King en que se basó la película Cuenta conmigo, pero en donde la búsqueda no es la de un cadáver, aunque sí, con matices, la de su plano simbólico: esa larga aventura que explica el fin de la inocencia. En donde lo que busca el narrador son los clics efímeros de una felicidad pasada y barrenar la nostalgia en donde el capital de oro de ese niño que fue y el de todos los que lo rodeaban era ese: estar inmaculados. Y prender las luces de la casa embrujada de la mente en donde se asienta el recuerdo, para hacerlo –como dice– en contra y a favor de la insistencia de la infancia, esa torutra amable, ese “océano vasto pero fácil de nadar”, y en contra y a favor de los pozos y vacíos de los años siguientes, “que quieren ser fáciles de escribir pero se traban”. Con la esperanza de que todas esas cosas, todo ese pasado recurrente, sirvió para algo. 

Felipe Trucco es su amigo desde tercer grado y es una especie de reverso del narrador. Mientras Santamarina es introvertido, aplicado y tímido, Trucco es extrovertido, gracioso y sin esa conciencia tan candente de los límites. Pero lo que es más importante, mientras el narrador sabemos que va a llegar a los treinta años sin ninguna muerte en su haber, y hasta con los cuatro abuelos vivos, Trucco va a ser, desde tercer grado, un niño huérfano, con el padre muerto. Un niño atravesado. Ese contraste es el drama del cuento; como en El cuerpo, el narrador sabe que tiene algo que su mejor amigo no tiene: el don de las palabras para narrar un dolor. Y él, el narrador, no tiene eso que el otro sí tiene: un dolor. Santamarina es un nuevo tipo literario: el rugbier sensible, melancólico, que en un universo de hombres que son puro presente es acosado por el martirio del escrito que ve todo en dos tiempos y no está en ninguno: el que vive el presente desde un futuro posible y el que revive el pasado desde un presente contaminado. “Estar más allá –dice un cura en uno de los cuentos, explicando su condena– es lo mismo que estar menos acá”. “Quien evoca el pasado o anhela el futuro vive en otra región mental –dice Juan Villoro en La pasión y la condena, su libro sobre la escritura–. Y el escritor es un profesional de esa evasión y está dispuesto a pagar el precio que conlleva. En aras del placer, acepta una condena. Su vicio consiste en unir esos opuestos: busca placer en la condena”. Los cuatro cuentos de este libro son, también, un ensayo sobre la escritura. Sobre el placer neurótico de ese vicio.

El segundo cuento de nuestro libro, «Arial verde sobre fondo rosa fluorescente» es un relato en segunda persona de un adulto que le habla a su yo de séptimo grado, que lo acompaña en su primer choque, como si fueran la misma cosa, contra el amor y la muerte. Como cuenta en el último relato del libro, Santamarina aprendió de la novela Corazones, de Juan Forn, que hay algo en la segunda persona que se parece a una trampa, y tiene el efecto de un golpe de hipnosis; un efecto en donde el lector siente y es arrastrado por una conversación íntima y nocturna que al final lo termina engullendo; que hay un punto en el que “lo que se impone no es la historia sino la voz misma, el efecto de estar buscando a otro en la intimidad” y de eso está hecho este cuento. 

En el tercer relato, «Línea T», escribe la historia de un Santamarina ya emancipado que toma clases de teatro y las abandona y, años más tarde las retoma y en donde, sin buscarlo, descubre por primera vez la diferencia entre observar y actuar. La distancia entre lo que pasa y lo que se puede decir de lo que pasa. En donde aprende a los golpes que el teatro es el único lugar en donde es más importante lo que pasa en la escena que lo que él tiene para decir de lo que pasa. Es como si, en el escenario, pudiera representar lo que no logra en la vida: hacer cosas, poner en suspenso el vicio de pensar –o escribir– y alejarse de lo que está ahí. Es el cuento en donde el joven Hamlet atormentado que muchas veces parece el narrador decidiera, de una vez, vengar al padre. 

¡Oh, Newman!

Finalmente, el último texto, «Una silla en el aire», es, en un libro en donde cada relato podría pasar por obituario o elegía, el verdadero obituario; en los anteriores, eran el panegírico metafórico de un tiempo pasado, en este no hay metáfora: es el homenaje a un hombre con un enredo tangencial y fundamental con algo de su pasado: Juan Forn, el otro ex-Newman. «Una silla en el aire» es al mismo tiempo un saludo tardío a ese escritor y una explicación del lugar de origen de ambos. A un año de la muerte de Forn, Santamarina siente que le llegó la hora de saldar cuentas. De que el obituario que no escribió ni le pidieron en su momento debía plasmarse. Lo dice: si alguien le podía decir algo distinto y propio era él. Si alguien faltaba en la marea de voces que lo despidieron, era la suya. En su casa, en un estante perdido, encuentra una revista vieja, una revista de circulación cerrada que llegaba al domicilio de quien pagara la cuota del Club en donde se lee una entrevista al exalumno “Juan Forn, escritor”. Es una entrevista que parece hecha para José de Juan, como si él fuera el único que pudiera entenderla. “Cuando encontré esa nota –dice– quise que fuera un hallazgo de la cultura argentina o una oportunidad, porque quién más que yo iba a tener esos pensamientos de Forn, impresos hace treinta años en la revista del Club Newman. No lo conocía, no lo vi y nunca hablé con él, pero en ese momento quise que por un rato fuéramos él y yo solos sentados en la orilla de la playa a la que él mismo se retiró a escribir, escuchando, por encima del ruido de las olas, el silencio de la muerte”. Juan Forn había tenido una responsabilidad indirecta en la vocación de Santamarina. Cuando leyó su novela Corazones no lo enamoró tanto su historia, sino la certeza de que él, un chico Newman, también podía aspirar a eso, dedicarse al cantito de las comas y los puntos. 

Y Santamarina aprovecha ese obituario para contar otra etapa de su vida: el salto de la vida de estudiante universitario a hombre eyectado al mundo laboral. La metamorfosis que sufre quien pasa, sin más, de ser un feliz turista del mundo a ser el ordenanza que barre al final de la noche los restos de la fiesta del buque fantasma. Y también aprovecha para ensayar un ensayo y una poética. Santamarina quiere unir y emparentar la biografía de Forn con la suya y presenta los subrayados de ese parentesco. Selecciona, une y cuida las ramas del injerto de un árbol genealógico en donde las raíces tocan el suelo del campo de juegos del Newman y la copa de ese árbol todavía no existe del todo; está siendo podada por el joven autor manos de tijera. En ese artículo sobre el Newman del que hablamos al principio, Juan Forn también había escrito: “El Newman Boy solo sabe hacer lo mismo una y otra vez, porque su única referencia, su único modelo, su único espejo son los demás Newman Boys”. Santamarina, atrapado en ese remolino endogámico y frustrante, pero sin un verdadero deseo de rebelarse, resuelve el problema saltando el laberinto por arriba: se espeja en otro Newman Boy, pero en el único que se rebeló e hizo algo distinto; en el único escritor. Los dos comparten ese origen privilegiado y aman la literatura y tienen una sospecha –quizás fundada– de que esos dos mundos, si no riñen, se recelan. “La vida en el cruce hacia otros mundos, la muerte en el mundo propio” dice Santamarina. La filiación está en el mito de origen de ese colegio de élite, que no pueden no ver como el centro del universo y distinto de los demás, y en la distancia y el entrenamiento que se necesita para el divorcio del pasado y la reunión con ese pasado para convertirse en escritor. Los dos tienen una escritura que come de su propia vida, de la experiencia personal y la biografía. Otra legalidad inaugurada por Forn, dice Santamarina: “Que no hay otra forma de escribir que esa: traer y traer y traer las cosas que uno vivió hasta hacerlas decir algo, sin calcular qué”. ¿Pero para qué? Santamarina dice: Para sacarse algo de encima, para dejar algo atrás. En este cuento barra ensayo, Santamarina también viene a tratar de corregir lo que él observa como una falla en Forn que lo desequilibra: que niegue el pasado, no tanto porque su pasado deba ser honrado, sino porque él mismo no puede escaparse de ahí. 

El niño rico que busca foguearse con un universo nuevo o diferente siempre choca con un muro persistente que es bastante real y bastante imaginario, bastante propio y bastante ajeno: el prejuicio. Esa idea sobrevuela y nunca es enunciada en este libro. Pero ¿qué pasa cuando se desprenden, como de una piedra petrificada, las cáscaras de esos juicios atávicos? A veces puede aparecer el magma cristalizado que escondían: una nueva piedra que proyecta una luz hasta entonces desconocida y por desconocida, quizás, bastante hermosa. Y ese es el trabajo arqueológico y privado que hizo José Santamarina con su nuevo libro, que esperamos que sea el primero de muchos. Y que a nosotros nos gustó mucho. Y esperamos que a ustedes también. 

FU/SLL

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También son nuevos, nunca te va a tocar uno que ya tengas. 

En sus redes entrevistan a autores, editores, traductores o charlan entre ellos sobre literatura. 

Para llegar al elegido del mes, leen (casi) todo lo que se publicará, así que aprovechan y escriben un newsletter con recomendaciones. El newsletter es buen espacio para hablar de libros favoritos que pelearon la final, de otros más de nicho que no imaginaron como “libro del mes” pero que por igual les gusta, presentar editoriales no tan conocidas, rescatar algún clásico que se haya publicado con nueva traducción. En fin, contar un poco el panorama editorial según sus miradas. 

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