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El atleta imparable que engañó a una universidad de élite con una identidad robada: carta de admisión en la cárcel, beca y fuga

James Arthur Hogue, el impostor que logró engañar a las autoridades de Princeton.

Agustina Larrea

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La carta de postulación no les dejó dudas a las autoridades de Princeton: se trataba de un joven “inteligente, sensible, con muchas ganas de aprender”. Les impactó saber que Alexi Santana había vivido solo en el desierto de Mojave, que tenía pocos recursos, que desde muy pequeño había aprendido cosas por su cuenta. Que leía sin parar –en su texto hacía comentarios curiosos sobre los libros que habían marcado su vida– y que además era un atleta excelente. 

No necesitó nada más que esas palabras conmovedoras y en 1988 fue admitido por Princeton, una de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos. Le ofrecieron, además, una beca que rondaba los 15 mil dólares. Cuando se acercaba la fecha del inicio de clases, sin embargo, pidió una prórroga: su madre agonizaba en Suiza, tenía leucemia y le quedaba poco tiempo de vida. Desde la institución le ofrecieron dinero para que pudiera viajar y estar con ella en sus últimos días. No tenían cómo saber que el estudiante autodidacta en realidad se encontraba preso y que le faltaban varios meses para cumplir una condena por falsificación, usurpación de identidad y robos. No tenía cómo saber, tampoco, que se trataba de uno de los mayores impostores del país que los había engañado con una carta escrita desde la cárcel. Le abrieron de esta manera las puertas a una institución centenaria, que vio brillar a aquel joven en las pistas y en las aulas. Hasta su derrumbe.

James Arthur Hogue nació en los Estados Unidos en 1959. Creció en Kansas en una familia humilde. Fue al secundario y luego intentó, aunque sin suerte, seguir una carrera universitaria en la Universidad de Wyoming. Desde muy chico se destacaba por su desempeño en los deportes, especialmente cuando corría. Sin embargo no lograba insertarse en el medio, ganar medallas, triunfar en carreras difíciles, llegar a un tipo de gloria con la que soñaba. 

Como reflexionaría muchos años después el realizador Jesse Moss, que cuenta esta historia en el documental Conman (Impostor) de 2003, “para ser un corredor de fondo uno tiene que ser un impostor y un mentiroso consigo mismo”. “Tenés que convencerte de que no te duele nada sabiendo que te duele. Tenés que mentirte y convencerte de que querés correr cinco millas más cuando lo que de verdad querés es abandonar ahí mismo”.

Los primeros pasos

Alejado de su familia, decidió “empezar de nuevo” –esas fueron sus palabras años después en uno de los juicios que debió enfrentar– y en 1984 se inscribió en una escuela secundaria de Palo Alto, California. Sus rasgos lo ayudaban: era lampiño, delgado, de mirada esquiva. El nombre que eligió fue Jay Huntsman. Para entonces tenía 25 años, pero simulaba ser un adolescente: a las autoridades les contó que su padres habían muerto tiempo antes en Bolivia, que era de ascendencia sueca y que estaba prácticamente solo en el mundo. Como pronto se destacó en las competencias de atletismo y hasta llegó a ganar uno de los torneos estudiantiles más importantes, nadie se cuestionó la historia. Sin embargo, a otros atletas les llamaba la atención el joven que, según dijeron años después, “había aparecido de la nada”.

Mientras el cuchicheo a su alrededor crecía, Huntsman descollaba en las pistas y seguía sus días como estudiante secundario. Los diarios locales lo empezaron a llamar “el chico misterioso”.

El periodista Jason Cole, del Palo Alto Times Tribune, quiso indagar sobre el pasado del corredor que parecía imparable. Entonces fue hasta el registro civil local a buscar en los archivos. Encontró que había una sola entrada bajo el nombre de Jay Hunstman y que correspondía a un bebé que había muerto muchos años atrás. El impostor fue descubierto y se dio a la fuga. Su cara llegó a los diarios con un título contundente: “El chico misterioso es identificado como un hombre de 26 años”.

Tiempo después fue arrestado por el delito de falsificación y robo y enviado a la cárcel, en Utah. Fue desde la celda que escribió la carta que convenció a las autoridades de Princeton de que debía ser admitido. El chico misterioso estaba por entrar a la llamada Ivy League, ese conjunto de universidades de élite en los Estados Unidos. Esas de gran exigencia y de requisitos académicos exhaustivos para ingresar.

Tal como contó uno de sus compañeros de cuarto para el documental de Jesse Moss, el impostor, que para entonces se movía bajo la identidad de Alexi Santana, era visto como “un tipo excepcional”. Tomaba seis o siete cursos por semestre, cuando lo usual era seguir entre cuatro y cinco. Sus notas eran muy buenas y se destacaba en disciplinas muy diversas, entre matemáticas y ciencias, entre historia y materias del ámbito de las humanidades. “Muy rara vez te miraba a los ojos”, recuerda en la película otro estudiante que conoció al atleta por aquellos días.

Durante el segundo año en Princeton algo cambió en Santana: decidió cortarse el pelo y empezar a vestirse con sacos formales para ser parte de algunos clubes exclusivos de la Ivy League, que requerían esos atuendos entre quienes querían pertenecer.

La vida del impostor transcurría sin problemas entre clases, fiestas, carreras y reuniones sociales. Para esa época se había propuesto un nuevo objetivo: alcanzar la Beca Rhodes, una de las más difíciles para los estudiantes de entonces. Sin embargo, no llegó a conseguirla: en 1992, durante una competencia universitaria, una ex compañera de equipo de la secundaria de Palo Alto lo reconoció y lo denunció ante las autoridades. El ex chico misterioso, ahora convertido en un universitario de éxito, fue arrestado en el campus de Princeton, acusado de robo, adulteración de documentos públicos y por usar, una vez más, una identidad falsa.

Su verdadero nombre, James Arthur Hogue, recorrió de inmediato diarios y programas de televisión cuando empezó el juicio en su contra. “Hice todo porque quería volver a empezar sin las cargas de mi pasado”, dijo ante el tribunal y se declaró culpable.

Entre esa causa y otra que enfrentó, por robos de minerales y materiales que se conservaban en un museo perteneciente a la Universidad de Harvard, donde trabajó brevemente mientras hacía un curso sobre geología, Hogue estuvo en prisión hasta 1997.

Después de cumplir sus condenas, decidió ocultarse y empezar a usar su verdadero nombre alejado de todo. 

Obsesionado por su historia, el documentalista Jesse Moss lo buscó durante mucho tiempo, trató de contactar a las personas que habían conocido al impostor, incluso llegó a hablar con su hermana. Lo encontró en unos campos en Colorado y, aunque le costó convencerlo para que hablara ante las cámaras, cuando ganó su confianza lo consiguió.

“Yo no creo que muchas personas estén totalmente satisfechas con su posición. Por lo tanto, muchos inventan cosas sobre sí mismos todo el tiempo. Y no creo que eso sea un misterio en absoluto. Lo que creés saber de los demás, no siempre es real”, le dijo al documentalista.

Un año después, Hogue volvió a Princeton, donde había sido declarado persona no grata. Las cámaras lo registraron mientras caminaba por el campus camuflado. Tenía miedo de que lo reconocieran.

El documental Conman (Impostor) está disponible en la Argentina en la plataforma de HBO Max. También se puede leer más sobre esta historia en el libro The Runner, del periodista David Samuels.

AL

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