Fran Gayo y una novela que viaja a las raíces, entre Asturias y Buenos Aires
Lo que se dijo del segundo poemario del español Fran Gayo, Les blanques fogueres, —“un libro en el que Buenos Aires y Asturias se funden en uno”—, se podría decir también de su primera novela, La navidad de los lobos (Caballo de Troya, 2022). Se podría, incluso, decir también sobre el propio autor, director y programador de festivales de cine (como el de Gijón o el Bafici de Buenos Aires), músico y escritor que se mudó a Argentina en 2009 y está a gusto en La Ciudad de la Furia, lugar que le permitió tomar medidas sobre la distancia que lo separa de España y del niño y adolescente asturiano que fue, sobre el que vuelve con frecuencia sin exaltación ni nostalgia, con asombro más bien.
Gayo quería escribir un libro de terror y le salió uno de viaje a sus raíces. “La idea que tenía al principio era escribir por divertimento, quería pasarlo bien, sin límites, aunque no se llegara a publicar pero prefería dedicar ese tiempo libre que tenía a escribir que andar por ahí charqueando”, explica el autor. “Venía muy agotado de Les blanques fogueres, que para mí fue excesivamente movilizador de escribir y agarré a la poesía miedo, respeto. Sentí la necesidad de tomar distancia y escribir un libro de terror”, continúa. “Lo que pasó es que cuando me di cuenta mi abuela estaba metida en el libro ya”, revela. “Y en el momento en el que mi abuela aparece, el libro empieza a transformarse en otra cosa”.
El libro tiene un protagonista, una voz narradora, que es Alberto Garrido, “el infeliz”, un hombre que dejó su Asturias natal y vive ahora en una Buenos Aires pandémica, temporalmente solo, aislado, dejando abierta la puerta de su casa para que entren los fantasmas. Alberto recibe una llamada de su madre que le anuncia que su abuela ha muerto. “Abrí los ojos y Mellos estaba sentada en una silla a los pies de mi cama”, escribe en el arranque del libro. Cuando Mellos, la abuela, muere en Asturias es cuando cobra vida, por decirlo así, en Buenos Aires. La abuela se le aparece al protagonista “como un ser espectral, que casi parece sacado de una historia corta del dibujante Junji Ito”, dice en la entrevista. Alberto quiere hacer ver que esa muerte no le importa porque pertenece a su pasado, pero la manera en la que su vida de niño, sus abuelas y la cultura ancestral asturiana se filtra en su presente es torrencial. “Alberto es un personaje que está en huida permanente de sí mismo y de su entorno, como si hubiera caído sobre él una maldición y piensa que la única manera de llegar a tener un nombre y apellido propios es escapar de todo eso. Pero esa huida no termina jamás, él llega a Buenos Aires y lo primero que hace es cambiarse el nombre porque quiere ser otra persona, hace oídos sordos sobre la muerte de su abuela pero, por otro lado, todo el libro se construye sobre la nostalgia y la añoranza que siente hacia ella”. El personaje solo se siente a cobijo cuando está en “una situación de permanente oscuridad y soledad, que es algo que le produce miedo, pero el miedo es un sentimiento en el que se siente protegido”.
Gayo ficciona una familia que se parece mucho a la suya, a partir de retazos y relatos domésticos que, sin tener que ser veraces, tienen la fuerza arrolladora de una invocación de un mundo que no existe ya. “El libro surge de esas dos tensiones: la idea inicial del libro de terror, y algo que tenía una continuidad y coherencia con mis dos libros anteriores. Llegó un momento en el que no tenía sentido seguir peleándome y dejé ir al libro, yo lo seguí como bien pude y coloqué las palabras sin más”, explica. ¿Por qué se fue por otro sitio? “Hay una franja de misterios sobre la que no me apetece trabajar, no tengo ni idea de qué pasó”.
En cualquier caso, la condición de nieto es muy importante en este relato y Gayo aclara que no parte del miedo, para nada, sino más bien del amor, respeto y admiración hacia sus abuelas. “La relación con mi abuela paterna, Remedios, fue de las más complejas, complicadas, difíciles, raras y dejadas a medias que tuve en mi vida pero también de las de amor más puro que tuve”, recalca.
Fran Gayo nació en Gijón, en 1970. Participó de la aclamada y fértil escena musical de la ciudad, la misma de la que surgió Nacho Vegas, a finales, muy finales, de los años 90 y los dos miles. En cambio, su propuesta, el dúo Mus junto a Mónica Vacas, partió de un lugar muy diferente al del dominante Xixón Sound: pop íntimo, en algún momento cercano al folk y cantado en asturiano. Publicaron cuatro discos, culminando una cuidadísima y brillante carrera con La vida (Greenufos, 2007). El tercero de sus discos se llamó Divina Lluz (Acuarela, 2004), un título en el que resuena el nombre de la otra abuela de Gayo, la materna, Luz Divina. El autor dijo que ambos trabajos, ese disco y La navidad de los lobos, parten del mismo sitio.
“Es incluso un mismo sitio geográfico. La primera canción de aquel disco, Escuela cruda, habla del primer contacto de un crío con la muerte. Nadie nace con la idea incorporada de que la muerte existe y que en algún momento la vida se termina. Hay alguien mayor que tú que te dice que esto se acaba y es un momento clave en la vida que yo recuerdo”, explica sobre esos paralelismos. “El recuerdo que tengo de la grabación de Divina Lluz fue increíble, en especial la construcción de un espacio prácticamente físico que en muchos momentos coincidía con el mismo lugar del que viene toda mi familia materna, un pueblo muy chiquitín en la franja con Galicia, donde había nacido mi madre y que yo iba de pequeño y adolescente en los veranos. Eso impregnaba el disco de un estado de ánimo muy particular que también está en algunas partes del libro”.
La distancia, tanto en el tiempo como en el espacio, le permitió a Fran Gayo reflexionar de una manera más profunda sobre esa identidad y cultura asturiana sobre la que trabajó. “Para no hacer el idiota y no tomar decisiones equivocadas, es importante la distancia”, dice. “Yo empecé a entender muchas cosas de la idiosincrasia asturiana desde Buenos Aires. Y no fue bonito lo que entendí, más bien todo lo contrario”, señala. “El asturiano tiene una cierta convicción de que, como pueblo, tenemos unos valores muy particulares, basada en hechos históricos como el Octubre del 34, y una altura moral por encima de otra gente del Estado, lo cual es ridículo completamente”. Para el autor, entre los asturianos hay “un miedo a hacer una observación inmediata del presente: en qué lugar estamos y qué es lo que nos llevó a este lugar” y precisamente lo que a él más le interesa es “mirar a lo que hay ahora”. “Hoy por hoy, no me siento particularmente orgulloso de ser asturiano. No es odio pero ya me resulta indiferente”, dice, recordando que tras 13 años viviendo en Buenos Aires, hay una parte del “paisanaje porteño” con el que se identifica cada día más.
“Hay cosas que te obligan a tener una distancia de 11.000 kilómetros y cosas que te obligan a tener una distancia de 35 años para empezar a entenderlas”, incide. “Resituó mi relación con el lugar en el que nací, y la hizo más sana y ecuánime, en lugar de pasar por fases de un odio increíble a pensar que había nacido en el mejor lugar del mundo. La distancia me llevó a meditar más las cosas y manejar una sangre caliente que pudo darme algunos momentos de alegría pero también me llevó a cometer muchísimos errores”, añade. Pero solo hay un lugar, un único terreno, desde el que no puede tomar distancia, que es la paternidad, una condición importante también en su novela: “Te atraviesa y ya está. Ahora es la atalaya desde la que veo todo”.
EC
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