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LECTURAS

El capitalismo, fase implosiva

El capitalismo avanza y presiona sobre los recursos naturales y el ambiente.

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Hace unos 500 años –apenas un suspiro en la historia de la humanidad– Europa comenzó a embarcarse en ese experimento social inédito que llamamos capitalismo. Desde hace mucho menos, con la Revolución industrial, su ritmo de crecimiento aumentó y fue expandiéndose a todo el planeta. En la segunda mitad del siglo XX su paso se aceleró y terminó de abarcar bajo su ley a toda la especie. El avance de ese sistema-mundo originado en Europa fue, en todos esos siglos, tanto intensivo y hacia adentro, como extensivo y hacia afuera. Creció privatizando tierras sin dueño, forzando a los campesinos a emplearse en fábricas, incorporando territorios y mercados nuevos, agotando las materias primas propias y trayendo otras de ultramar, sometiendo al trabajo asalariado (o esclavo) a pueblos no-blancos distantes y aprovechando las diferencias “raciales” para construir sobre ellas las jerarquías de clase. Contó, además, para todo esto, con el trabajo no remunerado de las mujeres, fundamental para la reproducción barata de la fuerza de trabajo. 

El despliegue del capitalismo vino además de la mano de la erección de un aparato novedoso de gestión de lo político: el Estado. Fue ese aparato el que “pacificó” espacios geográficos más o menos amplios y emplazó en ellos la infraestructura legal y material elemental de la que el mercado depende, desde puentes y caminos hasta códigos comerciales y juzgados. Fueron además los Estados los que proveyeron los innumerables servicios sociales y agencias represivas que mantuvieron la sociedad bajo control. Y eso sin mencionar que organizaron también la fuerza militar indispensable para la colonización del resto del mundo. No hay ni hubiera habido mercado capitalista sin Estado. 

Entre los siglos XIX y XX las formas estatales del capitalismo fueron haciendo lugar a procedimientos controlados para la elección de autoridades políticas mediante elecciones más o menos libres. No surgieron como una demanda de las clases propietarias, que más bien las temieron y evitaron. Si se abrieron camino fue por presión desde abajo. La resultante institucional inestable de esa puja es lo que llamamos “democracia liberal”, un sistema de canalización institucional de la soberanía popular que pone en manos de los votantes algunas de las decisiones políticas que afectan sus vidas. Solo algunas. 

Durante el siglo XX el capitalismo terminó de abarcar el planeta. Hoy ya no queda actividad productiva ni rincón que no esté bajo su mando. El capital ya no tiene un “afuera” para conquistar. Para sostenerse, debe intensificar la presión hacia adentro. Hundir más sus raíces en el suelo que ya ocupa. Exprimirlo al máximo. El impulso para privatizar lo común y mercantilizar lo no mercantilizado se aplica sobre una sociedad que ya fue sometida a esa lógica. Se transforma entonces en un merodeo permanente alrededor de lo que queda. En primer lugar, sobre lo estatal, privatizando todo aquello que pudiera quedar en su órbita (la educación pública, la salud, la infraestructura vial, etc.) y diseñando nuevos modos de apropiarse de sus recursos financieros y de evadir la tributación. En segundo lugar, se trata de sacar más jugo a la fuerza de trabajo a través de cambios en el vínculo laboral que permiten mayores niveles de explotación, destruyen empleos calificados, habilitan el trabajo precario y/o formas de trabajo “autónomo” que transforman el deseo de independencia en autoexplotación. Las estadísticas no dejan lugar a dudas: por todas partes el capitalismo global ha marchado en las últimas décadas hacia una mayor desigualdad, mayor concentración del capital y menor participación de los asalariados en el ingreso. 

Por otra parte, el capital viene avanzando de manera decisiva en la mercantilización de nuestro tiempo libre. Del CD que compramos una vez para escuchar en casa cada vez que lo deseáramos, pasamos a la cuota mensual de por vida a Spotify. De la TV abierta gratis a Netflix. Nuestras búsquedas en Internet generan datos apropiables por corporaciones y transables, lo mismo que oportunidades para la publicidad. Nuestros autos pueden ser transportes para Uber, nuestros hogares oficinas para el trabajo remoto, nuestras bicicletas llevar mercancía para Glovo. Las vacaciones son ahora “workations”. Para mantener a raya los trastornos mentales que todo esto trae, el mercado ofrece una gama de soluciones, desde drogas psiquiátricas hasta aplicaciones de autoayuda. Incluso la espiritualidad puede ser tarifada, como bien entendió el gurú indio Ravi Shankar.

En tercer lugar, el capital presiona sobre los espacios comunes y los recursos naturales. En las ciudades, ocupando cada metro cuadrado posible con desarrollos inmobiliarios, comercios y publicidad y sometiendo a las personas al pago de hipotecas de por vida. El extractivismo urbano tiene por supuesto su réplica en lo que refiere a los recursos naturales y las materias primas, cada vez más escasos y obtenidos con tecnologías más dañinas y costosas. Aun a costa de una crisis ambiental galopante para la que no se avizora ninguna solución.

La intensificación de la presión del capital “hacia adentro” genera nuevas tensiones y descontentos. La ciudadanía pierde sentido. Algunas corporaciones, en particular las de base digital, han adquirido un tamaño y una capacidad de movilizar recursos que supera a la de muchos Estados (“Tecnofeudalismo” o “neo-feudalismo”, como proponen algunos, podrían ser nombres apropiados para designar esa disparidad de poder, si no fuese porque nos invitan a imaginarla como algo ajeno a la lógica del capital). Pocas personas dejan de notar que trabajan más y que ello no necesariamente mejora su calidad de vida o su seguridad. Las poblaciones de países periféricos exigen acceder a consumos antes reservados a las naciones ricas. Los efectos de la degradación ambiental que genera la expoliación se sienten ahora también en los propios territorios centrales. Los recursos escasos hay que disputarlos además entre Estados soberanos. Por otra parte, los países centrales, tanto como los demás, tienen que lidiar ahora en sus propios territorios con las tensiones étnicas que trajeron los desplazamientos humanos que el desarrollo capitalista forzó. El racismo como apuntalamiento de las diferencias de clase enfrenta desafíos antirracistas crecientes. Lo mismo vale para las jerarquías de género: las mujeres se niegan a aceptar el papel que se les ha asignado de apéndices en la reproducción de la fuerza de trabajo. 

Menos recursos + mayores demandas: no hace falta gran clarividencia para comprender que eso se traducirá en más conflictividad y mayor violencia. El capitalismo está ingresando en una etapa implosiva, sin que tengamos, por el momento, alternativas creíbles para su reemplazo. Las tensiones y descontentos que inevitablemente se apilarán en los años por venir seguramente alimenten más las subjetividades marcadas por el individualismo autoritario y, con ellas, la base social para liderazgos liberal-conservadores y/o reaccionarios como los que ya estamos presenciando. Pero al mismo tiempo, abrirán nuevos espacios de posibilidad para la resistencia colectiva. La izquierda podrá aprovecharlos si consigue salir de su talante defensivo y recupera su radicalidad, su capacidad para proponer futuros postcapitalistas posibles y, sobre todo, organizaciones y caminos estratégicos que nos conduzcan a ellos. Mientras tanto, habrá que prepararse para un mundo en el que no podamos dar por descontada la protección del Estado de derecho ni la continuidad de lo poco de democracia que hemos logrado conseguir hasta ahora.

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