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El planeta de los dueños

Aunque sea una tentación considerar que, después de cierto punto, la riqueza multiplicada es más de lo mismo, en la realidad se impone lo contrario

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¿Cuál será el problema de los narradores de la Argentina que se ven impedidos de contar el poder y la forma en la que viven? Más allá de la falta de talento de los escribas y los notables esfuerzos que hacen actores y actrices del poder por moverse a la sombra de los flashes, para luego tal vez jactarse de su anonimato como lo hizo Alfredo Yabrán hasta la foto que sacó Jorge Luis Cabezas, ¿por qué el modus vivendi de los poderosos es visto desde la fascinación, con cierta actitud de ñata contra el vidrio, y sin ningún ánimo de crítica o disputa (acaso en otra forma inconsciente de ese tilingaje tan argentino)?

Pero a no confundir. Hablamos de poderosos que son ricos pero no de los meros «(wannabes) ricos y además famosos» cuyos nombres conocemos más que sus trayectorias, que hacen de su visibilidad un espectáculo y de su vlogging, una fuente de canjes e ingresos. Galanes variopintos, traperos y esposas de futbolistas, todos devenidos influencers, llevan al paroxismo la reproducción de su imagen, con la finalidad de existir en las primeras planas, los zócalos del discurso público y la inflatable interpretación del periodismo del espectáculo. El «chimento» es quien se ocupa de relevar esas vidas y excentricidades, esos problemas de alcoba y sus subsecuentes dramas a la hora de dividir bienes y diseñar las custodias de la prole, ahora conocida como las bendiciones. Cabe la aclaración porque quienes tienen dinero y poder «de verdad» huyen del escándalo ora por instinto, ora porque la alcurnia les dicta que esos son asuntos de mal gusto, ora porque estar en boca de todos no es aconsejable a los propósitos de rosquear, cerrar deals y abrir nuevas unidades de negocios.

Tampoco hay que creerse la postal que devuelven las áreas pudientes del país. De ensueño para los ojos cada vez más empobrecidos de la masa popular argentina, la zona norte de Buenos Aires, por ejemplo, difícilmente pueda entrar en el imaginario «conurbano» de las cabezas lectoras y difícilmente sea el escenario cotidiano del bonaerense promedio, del que da vuelta una elección. Por caso, ZN se presenta sin dudas como una anomalía, una rareza, tanto en su mapa como en su territorio y su padrón: allí no hay peronistas. Puede haber, desde Puente Saavedra hasta Tigre, gente que crea ser peronista pero el ecosistema se impone en la jurisdicción. Prima una especie de equívoco que nadie se atreve a contradecir demasiado, cuya expresión máxima se concentra en El Bajo, tal como se denomina —entre nos y solo entre nos— a esa franja sexy que va de Avenida del Libertador hacia las curvas plateadas del río. Allí, donde los GPS de los autos importados pronuncian indicaciones en inglés, donde no existe el «gire a la derecha» sino el «turn right», hay un clúster de restaurantes con epicentro en Acasuso de nombre John Bull, The Embers, Kansas, Friday’s. Allí, donde la fauna local no almuerza sino que acude para su «lunch», puede advertirse apenas la epidermis, la parte más superficial del complejo y singular tejido de ricos del que se compone nuestra Argentina querida. Entonces claro, los mediodías en Avenida Libertador son unique. Lejos de los power lunch sitos en esa maqueta a escala humana de edificios semi vacíos que es Puerto Madero, donde las planillas de cálculo se improvisan hasta en servilletas, lejos de los almuerzos diletantes de Palermo, de donde nadie nunca se lleva de la mesa un negocio o un amor, en El Bajo hay perfume a vacaciones permanentes. Sus habitantes caminan bajo tipas de veinte metros en busca del restaurante que les ofrezca la mejor veredita, ni muy al sol ni muy a la sombra, para sentir que hacen allí lo mismo que en Cariló, en La Angostura o en Gramado. Ellos pasean en sus V10 importados con los vidrios bajos, ellas pasean en bicicleta, frescas, con ropa deportiva siempre combinada y ese garbo de las que saben que el mundo es de las chicas lindas. Todos llevan, sobre la piel blanca, la marca cobriza e implacable del sol. Y ni siquiera es verano. Si es mayo, agosto o noviembre, da igual. Ya lo observó mucho antes Ernest Hemingway: «Los ricos son los que están bronceados en invierno».

En cada mesa hay al menos un estereotipo de rico, de lo que pensamos que es un rico. Cincuentones con apodos juveniles, como Willy, Rober, Paul o Chris, pero cuyos apellidos coinciden con pueblos de la provincia de Buenos Aires, administran despreocupados la fortuna lograda por la buenaventura y esfuerzo de sus antepasados. Mientras cada uno acomoda el casco de su moto BMW y se pasa la mano por la cabeza para acomodar su cabellera brillosa, como en una coreografía de cine mudo, comienzan a hablar de inversiones. Uno le consulta al otro si se enteró de las últimas andanzas de Peter. El otro le pregunta de qué Peter habla. De Peter Laprida, contesta el primero y suma que consiguió otras 10.000 hectáreas en zona núcleo. «Se retiró un pool de siembra y como el gringo estaba ahoreado, compró regalado, che».

Los Tommy Azcuénaga, Charly Vedia o Richie Las Heras no hablan de acciones, de fábricas y empleados, de subsidios o nuevas regulaciones de AFIP, mucho menos de startups o de timba financiera, que por supuesto consideran una práctica ruin y vulgar. Estos ricos viven en el medioevo, en el reino de la renta mediocre: lo suyo son las tierras, lo suyo son las propiedades. Liquidado el ordinario asunto del cash, el espíritu bon vivant vuelve a hacer superficie al fin y, entre cocas light y ensaladas con frutos de mar, cambian figuritas. «Terminé de equipar el barco. 36 pies. Lo cruzo a Uruguay el jueves, ¿venís?», invita el rico número uno. «No puedo», dice el rico número dos y se excusa, «tengo que ir al haras, el veterinario necesita mostrarme algo de los caballos. Quiero anotar el tordillo en un Grupo Uno. Le tenía ganas al 2000 metros de mayo en Palermo pero no sé si llega». Ni uno ni otro sabe lo que es tarjetear en doce cuotas un viaje en crucero, para eso tienen sus propias embarcaciones que mantienen en excelente estado todo el año desde que se acuerdan, ajenos a los problemas económicos argentinos y el mundo. Hablan de sus yates y veleros como sus boy’s toys, les da más orgullo que pudor que sumados los valores de los propios y los de su círculo extendido de amigotes, alcance para cubrir la deuda externa de un país. Un país chico, eso sí.

A unas mesas de distancia, una pareja de padres jóvenes comparte lunch con su hijo, Cristóbal, Amancio o Felipe. El niño viste impecable, lleva puesto el uniforme del colegio bilingüe de 10.000 dólares al que lo mandan desde el kinder. Prolijo, no se sacó el corbatín y si bien pronuncia como un sajón nato «seven plus four», necesita la calculadora de su iPhone para saber que la cuenta da 11. El padre está vestido como debería estar vestido Cristóbal, Amancio o Felipe, pero las crianzas de la época son así, horizontales y decontracté. Usa una remera Volcom con una leyenda abortera en inglés que, si la ve el gerente del Opus de la multinacional en la que trabaja, lo despide «con justa causa». La mamá, por otro lado, pertenece al clan de las mujeres con apellidos de estaciones del subte D, Agüero, Bulnes, Pueyrredón, y con nombres propios de productoras de moda: Fini, Tini, Pipi, Rini. El costado anglo no lo lleva en los nombres sino en las unidades métricas, en su pequeño pero viajado universo los talles 42 o 36 no existen. Mientras esquiva el plato de comida que pidió pero en definitiva parece no interesarle, le comenta a su marido sobre las compras online que realizó el día anterior en un rato de aburrimiento. Botitas seis y medio, Montgomery extra small y unos onestes para la beba, todo en GAP por apenas 600 dólares, abonados con millas acumuladas en la tarjeta de crédito familiar. En su pequeño pero universo tampoco existen los pesos. Ese es un problema de las mayorías.

Las mismas mayorías están convencidas de que en los lunch del Bajo comen los ricos, la gente que tiene muchos recursos. Y es verdad, solo hasta que surge una pregunta: muchos recursos, sí, pero ¿de acuerdo a quién? ¿Cuánto es mucho y cuánto es poco? Mientras en la Avenida del Libertador se saludan con simpatía y se sonríen a pura dentadura de mesa a mesa, como una vecindad pudiente a lo Truman Show donde la ronda de visibilidad es sinónimo de pertenencia y de salud, hay otra franja de la riqueza que se ahorra, que evita y le rehúye, justamente, a esas escenas. No porque incurran en su repudio —eso demanda energía y los lunch en El Bajo son pura inocencia—, tampoco porque le resultan del todo ajenas como sí comer un sánguche de vacío en la costanera, sino porque ya no cuadran con el estilo de vida que tienen los verdaderos ricos de la Argentina. Contrario a lo que se cree, los dueños de la fortuna del 1% del mundo no desespera por acopiar followers o likes en Instagram. Su caudal de dinero es tal que persiste y se engrosa gracias a la pátina de anonimato que los reviste, los protege y, además, los endiosa —porque para ellos, minimalistas de sí mismos, menos es más mientras no se trate de dinero. Podrán salir una vez al año sus retratos cuidados en el ranking de Forbes, la revista de los negocios y las finanzas, pero casi como una obligación y no como la entrega honorable de una cucarda en La Rural. Sin fiscales o paparazzis a la vista, la forma de habitar el mundo de los tipos más poderosos puede transformarse en el secreto mejor guardado de una nación, por más fracturada o detonada se encuentre. Basta con oír sus nombres salpicados en los noticieros o leerlos en algún artículo periodístico para darse cuenta de que somos incapaces de conocer o recordar sus rostros. ¿Cómo es posible que no sepamos quiénes son los cincuenta tipos que influencian, condicionan y determinan la manera en la que vivimos? ¿Cómo es que un racimo de ricos, que se mueve fuera del radar como un grupúsculo de testigos bajo protección estatal, ordene a su necesidad la existencia de las mayorías a las que desconoce y con las que ni siquiera tiene contacto? Volvamos a Forbes: en el ranking de 2024, los 50 integrantes de la lista de los más ricos de la Argentina suman 78.000 millones de dólares, equivalente a 12,5% del PBI del año electoral 2023. ¿Qué tal?

Aunque sea una tentación considerar que, después de cierto punto, la riqueza multiplicada es más de lo mismo, en la realidad se impone lo contrario. El lenguaje en el que se comunican estos sujetos tiene su argot y sus particularidades; particularidades de diferenciación que conviven en tensión permanente entre sí. Podrán serlo a los ojos de las mayorías, pero los «millos» no son todos iguales ni tampoco se consideran iguales entre sí. No conforman una masa uniforme o una fraternidad con tendencia adictiva a los tejidos de fibras naturales color celeste y color beige. Disimulada y subrepticiamente, la elite está dividida, incluso en anillos cual infierno de Dante, de acuerdo a cómo forjaron o se hicieron de su fortuna. ¿Por sangre o por esfuerzo? ¿Por herencia o mérito propio? ¿Por linaje o por talento? Aunque prime la camaradería y no se discutan a viva voz —un gesto así también es hábito del vulgo—, y se comenten a media lengua o en ronda de gossip, el narcisismo de las pequeñas diferencias es un asunto que entre ricos no pasa desapercibido. Acaso medirse con el de al lado puede ser un último vestigio de normalidad, un vicio que les recuerda la profunda e inextirpable condición humana. Cuenta la leyenda, por caso, que ante la invitación a compartir mesa y hacer migas con la señora Gloria García de Coto, esposa de Alfredo Coto, la mujer del patricio Federico Braun, presidente y miembro de la extensa familia fundadora de los supermercados patagónicos La Anónima, pronunció solo dos palabras para negar el ofrecimiento. «Mejor no», dijo con un mohín en su rostro, agitando la mano como quien espanta suavemente una mariposa y dio por cerrada la posibilidad de tener que codearse con una congénere afin, sí, pero cuyo dinero tiene demasiado olor a nuevo. Que la mujer de un miembro de los Braun —una de las familias artífices de la llamada «Conquista del Desierto»— se vea obligada a hacer small talk con la mujer de un matarife es un hecho inadmisible.

Para muestra, un botón. Lo certifica el dicho popular y el desencuentro de las señoras. Resumida en una viñeta sin derramamiento de sangre, aunque también construida como un emblema de la tensión, deja que nos asomemos por el escote que se abre con timidez entre la población old money y la población new money de la elite vernácula. No es una guerra, no es tampoco una batalla; después de todo, el idioma que hablan los dueños del dinero se funda en el respeto a los buenos modales —todo por la etiquette— y, si es para reproducir y acumular, la apertura a alianzas incluso con agentes inesperados. Para los herederos, los que ven sus propios apellidos fraguados en las páginas de los manuales y libros de historia, que además de ser dueños de la tierra son propietarios de la mejor balconada, los nuevos ricos son una clase alta contrafrente. En la torre de lujo en la que son consorcistas imaginarios, el dinero ancestral tiene un peso específico diferente a la fortuna de estreno que a la alcurnia le merece las mejores vistas, porque estaban allí desde antes. La metáfora del edificio es útil para contar que los self made man del círculo rojo argentino se le animan también —todo lo que se le pueden animar— a dar revancha. Lo sabe Alfredo Román que, casi sin educación formal, adquirió a los 18 años su primer camión para transformarse en un empresario logístico, no solo en rutas sino también en puertos. Don Román ostenta la mansión «Villa Martínez» o también llamada Palacio Kavanagh donde otrora funcionara la residencia particular de los embajadores de Francia en la Argentina; queda en Martínez, claro, donde construyó una pileta lineal y donde cuenta con un stud y un haras. Aunque como si fuera poco también se armó un ranchito, uno de los más grandes de la Ciudad de Buenos Aires, en Barrio Parque, con pileta climatizada, salón de baile, gimnasio, cava y más de una decena de empleados disponibles around the clock. Por si faltara algo, el «zar de las grúas» compró el terreno de al lado para que ningún especulador inmobiliario le tape su porción de cielo. Es que en el corredor norte se ve bien el fenómeno celeste Las Tres Marías, una de las Tres Marías sigue brillando, se está apagando pero sigue brillando.

Lo sabe también el cordobés Marcelo Mindlin, dueño y conductor de Pampa Holding, uno de los líderes del sector energético, que tuvo el capricho de adentrarse en el mundo inmobiliario por primera vez. Y por obra y gracia de Dios pudo hacerlo en los terrenos más caros de la Ciudad de Buenos Aires, en el paquetísimo Barrio Parque, cerca de la joyita de Eduardo Costantini, el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires —fundado en septiembre de 2001, a nada del estallido social— que posiblemente los propietarios nunca visitarán. Sin haber mostrado ni los planos del proyecto de edificio, el ambicioso ex-IRSA logró colocar todas las unidades de su nuevo desarrollo, a más de 10.000 dólares el metro cuadrado. Eso sí: con el visto bueno del propio Marcelo, que decidió quién sí y quién no va a pertenecer. Bolilla negra recibió Federico Pieruzzini, importador de vehículos de alta gama y representante en la Argentina de marcas como Jaguar y Land Rover. Mindlin, rey de su propio castillo y padre del entrepreneur Nicolás, uno de los tres socios fundadores de la financiera Cocos Capital, entendió que Barrio Parque no es lugar para un vendedor de autos.

Sí es un lugar para otra familia bon vivant con intereses en tecnología, telecomunicación, agricultura y un bien puesto etcétera, que además cuenta en su linaje a gente de la política a niveles de toma de decisiones. En la residencia de barrio Parque las mucamas adscriptas al bunker carísimo al que miembros de la familia solo van en forma random pero mantiene con personal de servicio 24/7, se sirven como snack post gym bananas cortadas en finas rodajas. Con un detalle de styling, las bananas cortadas en rodajas son servidas en bandejas de plata. Excelente fuente de potasio post sesión con el personal trainer, lo que no sabemos es en qué refrigerador se conservan las frutas: si en la heladera destinada al agua mineral o en la correspondiente solo al salmón rosado. A ver si nos queda claro: hay una heladera solo para el agua y otra solo para el salmón, atendidas por personal doméstico siempre listo. Todo muy fit en Barrio Parque.

De ninguna manera podríamos afirmar que la construcción de los enclaves para ricos es un hecho novedoso. No sería justo con el economista y coleccionista de arte Eduardo Costantini, flamante padre de Kahlo Milagro a sus 78 años, un pionero en la puesta a punto del vecindario donde duermen, aman y rosquean los poderosos. A mitad de los noventa fundó la empresa desde donde se proyectaría el infame Nordelta, la urbe top encajada en una zona para nada top en el partido de Tigre y pensada para ese cuerpo social definido entonces con cincel: gente como uno. Pero estas 1.700 hectáreas, habitadas hoy por una población adinerada pero en extremo variopinta —dueños de pymes exitosas comparten cancha de tenis con jueces, señoras del Opus se cruzan en el ascensor con creadoras de contenido de OnlyFans, especuladores financieros que no saben lo que es tributar al fisco compran helado en el mismo paint que exfutbolistas con panza—, no fueron suficientes para el ambicioso Eduardo. Además de haber soñado con ser intendente del enclave de su creación y haber sido bajado de la palmera por las autoridades del municipio, desde la misma sociedad anónima se dedicó a construir torres en la Ciudad de Buenos Aires y también afuera, en Miami y en Rocha, Uruguay. Y en el presente, Costantini, que aunque no sea eventero anda con dos o tres custodios alrededor, invierte en Punta del Este: asociado con Adolfo Cambiasso (padre), se hizo de un terreno de 7.500 hectáreas del otrora kirchnerista Lázaro Báez, rematado por 11,2 millones de dólares por el estado uruguayo. Lugar para barrio privado y cancha de polo, hay de sobra, y hay que maximizar el provecho que Eduardo pensó para «su» puente. Construido sobre la Laguna Garzón, diseñado por el arquitecto Rafael Viñoly e inaugurado en 2015, le costó apenas 10 millones de dólares y une por tierra los departamentos de Maldonado y Rocha; es decir, José Ignacio y Las Garzas.

Lo dicho: la fiebre del negocio inmobiliario es contagiosa. Alejandro Bulgheroni, de Pan American Energy Group, junto a su esposa Bettina Guardia sentaron su precedente en 2020 haciendo realidad un «sueño familiar». En tiempo pandémicos, presentaron su barrio privado sustentable y de lujo en la playa de José Ignacio. Costa Garzón, emplazada sobre la costa atlántica uruguaya, los lotes ofrecidos a partir de 1,6 millones de dólares incluyen servicio de sunset, además de club de playa, un restó a cargo de Francis Mallmann y un campo de golf de estándares estadounidenses. Ah, claro, y acceso a la bodega. Alejandro Bulgheroni, para quien no sepa, es el tercer hombre con más dinero de la Argentina y codirige su petrolera junto a Marcos, su sobrino. En 2024, la fortuna de este rico de origen genovés alcanzó los 5.100 millones de dólares, 300 millones por debajo respecto de 2020, como para que no creamos que solo reciben buenas noticias. Además, su esposa Bettina Guardia —mendocina, abogada y exsecretaria nada menos que del non plus ultra menemista Carlos Corach— tiene en su control Marca País. ¿Por suerte? No, por capacidad y también voluntad de su querida amiga Karina Milei que anotició a la Cancillería de la caída en desgracia Diana Mondino quien debía quedarse con este presupuesto vía DNU. Al final uno que nadie quiere nombrar tenía razón: al amigo, todo.

Mucho Uruguay, mucho Uruguay, pero ¿qué pasa en la Argentina? Vayamos a lo seguro, al primer country club de la Patagonia. Ideado por Exequiel Bustillo a comienzos de siglo XX, constituido como una sociedad anónima para resistir presuntas expropiaciones en los cincuenta, Cumelén S.A. es otro de los lugares donde la elite va a descansar fuera del ojo de las cámaras. El club tiene 1.400 miembros en total y solo se puede acceder a la membresía solo cuando hay una baja y vía invitación de tres socios, un hecho que no sucede hace más de una década. «Sin preocupación» significa el nombre del country en araucano y es el spot elegido, por ejemplo, por el expresidente Mauricio Macri y su esposa Juliana Awada, que suelen ser los huéspedes estrella de Nicky «hermano de la vida» Caputo, o tal vez de Luis «Toto», del anticuario Eduardo Cohen —amigo de la ex primera dama y dueño del Cerro Bayo Ski Boutique—, de algún Quintana, algún Blaquier, algún Santamarina, algún Dodero, o algún Roemmers —no son inventos, sino el repaso de la guía telefónica interna de los habitantes del lugar, acaso una excusa tonta, una forma sutil, de name dropping. Con salida directa al Nahuel Huapi, los Macri Awada exprimen al máximo la privacidad y tienen por costumbre salir en una pequeña y costosa lancha Riva, epítome del diseño italiano en embarcaciones, hacia Las Balsas, hotel y restaurante mega exclusivo de la familia Sielecki, sobre la bellísima Bahía de San Patricio, a minutos nomás. Con la logística íntima garantizada, los Macri se «mezclan» con otros ricos antiperonistas —¿antiperonismo de amigos?— e incluso con la realeza. Es sabido que el rey Guillermo Alejandro y la reina Máxima Zorreguieta de los Países Bajos son adoradores de las tierras patagónicas más codiciadas del mundo. Y Carlos «Calilo» Sielecki, que es un hombre generoso, suele cerrar Las Balsas a fin de año para solo recibir colegas y allegados. Porque está bien mezclarse, pero hay límites. Los ricos son tipazos cuando se mueven en ambientes controlados.

Los Sielecki son una familia amplia de procedencia polaca. Aunque el origen de su fortuna se ubica en la fundación de los laboratorios Phoenix, que trajo penicilina al país por primera vez y fue uno de los más favorecidos por el auge de la industrialización nacional, su business se diversificó. No solo al negocio inmobiliario —además de su cielo en la tierra de Villa La Angostura, por ejemplo, se hicieron con los terrenos del Tiro Federal, con alrededor de 150 millones de dólares junto a los Werthein—, sino también al campo de la energía y la petroquímica. Calilo, el hermano más nombrado de los herederos del patrimonio de Manuel Sielecki, hoy forma parte del grupo Insud Pharma, junto a Hugo Sigman y Luis Gold, hermano de la esposa de Hugo, Silvia Gold, de un subterráneo perfil bajo. Con trayectoria farmacéutica, desde 2017 el trío blande la espada del laboratorio ELEA. Desde allí, en 2024 adquirieron el negocio de salud femenina de la empresa norteamericana Viatris, para convertirse en el mayor fabricante de anticonceptivos del mundo. ¿Casualidad? No, todo lo que hace la power couple conformada entre Hugo Sigman y Silvia Gold está signado por algo más que el mero dinero.

Ubicados en el segundo puesto del último ranking de ricos de la Argentina, el matrimonio es una nara avis dentro del ecosistema que habita, donde el grueso no tiene ningún interés en formarse más allá que en las lenguas ocultas del dinero. ¿Arte? ¿Cine? ¿Libros? ¿Mecenazgos? ¿Becas? ¿Qué es eso?

Cine justamente es lo que hace Walter Salles, quien le dio la alegría y el orgullo a Brasil de su primer Oscar por Ainda estou aqui como película extranjera. Walter se hubo criado como un niño rico en una familia propietaria de bancos multimillonarios como Unibanco y después Itaú. Su fortuna personal asciende a los 5.000 millones de dólares y junto a sus hermanos administran su patrimonio mediante un family office propio. Walter, director también de Diarios de motocicleta, aprendió el craft en la USC, la universidad privada de elite de Los Ángeles, California a instancias del énfasis puesto en la familia por contar cosas vía el arte. De hecho su hermano menor João Salles es un consagrado documentalista que alcanzó el cenit de reconocimiento con el documental Santiago, donde realiza un perfil cinematográfico de Santiago, el mayordomo de la familia, lo que sería en la Argentina el chofer polifuncional Gutiérrez de la familia Gold Silver, donde el delirantemente revoltoso Oaky jugaba con Hijitus. Los hermanos Salles exorcizan sus privilegios a través de su storytelling, tanto que João pudo terminar su documental diecisiete años después de haberlo empezado, quizá cuando entendió que, mirada de cerca, ninguna vida es pequeña.

Crucemos Uruguayana y volvamos a la Argentina donde Hugo y Silvia, Silvia y Hugo, aquella pareja de jóvenes izquierdistas que padeció el exilio pero volvió de allende de los mares convertida en una sociedad millonaria, como para matar las penas, tiene un costado filántropo inusual y forma parte de una minoría intelectualizada, con preocupaciones genuinas sobre los saberes y los destinos del mundo. Mientras a Silvia es imposible ubicarla, a Hugo se lo ha visto tentado por la política y ese qué sé yo que tiene el spotlight. Con un estilo de vida más asociado a la burguesía europea que a la estridencia de la buena vida en la Florida de Trump, y la pretensión de Hugo de codearse en los brindis de fin de año con «gente común» como «uno más» —si acaso son «gente común» los académicos, funcionarios y escritores que conforman el catálogo de la última editorial de su adquisición; si acaso una fortuna de 6.300 millones de dólares no te saca del club Luna de Avellaneda de los «uno más»—, los Sigman tienen dos fuertes intereses, aunque no del todo compatibles: la sustentabilidad y el lujo. Financiaron películas, revistas periodísticas, y son dueños de Le Monde Diplomatique, Capital Intelectual, Siglo XXI. Compran arte, apoyan artistas para que puedan participar en bienales y prestan especial atención a la educación. Hugo, médico psiquiatra, y Silvia, bioquímica, tuvieron hijos que asistieron «al colegio». Es decir, al Colegio Nacional de Buenos Aires, cuna de la dirigencia local donde ronda un capital social de grandes proporciones.

En el mismo andarivel que Gold y Sigman, además de ubicar al cultivado Eduardo Costantini, podemos colocar también a Alec Oxenford, hoy embajador en Estados Unidos e integrante del Consejo de Asesores Económicos de Javier Milei. En rigor su nombre es bien patricio, algo así como Alejandro Carlos Francisco Oxenford Lahusen. Además de ser amante y coleccionista de arte, fue presidente de ArteBA y confiesa haber leído la mayoría de libros de su vida antes de los 15 años. Tal vez para manejar la espuma del éxito, se acercó al budismo. ¿Éxito por qué? Porque después de estudiar Administración de Empresas en la Universidad Católica e ir a Harvard a hacer un MBA, sobre el fin de siglo pasado y el crecimiento vertiginoso de las punto com, se transformó en cofundador de OLX, Letgo y DeRemate. Cuando nadie sabía en la Argentina lo que era internet ni cómo funcionaba, Oxenford se volvió, primero, pionero en desarrollo de plataformas de comercio para después, volcar su vocación de innovación a la política, aunque nunca en un lugar de primera plana como hasta el presente.

Hay un detalle muy pintoresco de este unicornio, y es que no solo es contemporáneo de Marcos Galperín, no solo son especialistas en la misma materia, sino que asistieron a la misma escuela. Sí, porque la educación de los hijos sigue siendo la decisión más importante que toman mamá y papá —y esta pareciera ser una verdad bastante transclasista, hasta donde se puede, sobre todo porque muchos de los niños ricos no asisten a la universidad—, Don Oxenford y Don Galperín, pudiendo haber elegido el Lincoln, el Newman, el Northlands, el Carlos Pellegrini, el Champagnat o la Escuela Argentina Modelo, enviaron a sus hijos al Saint Andrew’s Scots School, en Olivos. Que Alex y Marcos hayan coincidido en la adolescencia y en el florecer de sus negocios tal vez haya sido demasiado. ¿Competidores o enemigos? Tal vez un poco de ambos pero lo que los protagonistas no dicen, y el lector quiere saber, lo muestran los charts.

Marcos Galperín es el empresario más rico de la Argentina, con 8.500 millones de dólares. «De la Argentina» es un decir, porque en 2002 se fue a instalar a Uruguay —ese anexo de la Argentina sin peronistas—, en un proceso que interrumpió solo para volver a apoyar a su querido amigo Mauricio Macri durante su zozobra de gobierno. Marcos nació millonario —la curtiembre siempre fue un negocio rentable gracias a los cotos de caza establecidos por el Estado bobo argentino—, no sabe lo que es un museo y no tiene el don de gentes. No lo demuestra solo en X, la red social de Elon Musk donde despliega su odio contra aquello que le permitió crecer, sino también entre los suyos. En 2024, y con el objetivo de aggiornarse un poco e incorporar «jóvenes talentos y mujeres», los señores de la Asociación Empresaria Argentina sumaron al dueño de Mercado Libre a su clan históricamente machirulo de la tercera edad. Pero cuentan las malas lenguas que no es muy querido, que lo resienten por vivir en el país vecino sin ponerle el cuerpo a los avatares argentos y le reprochan, siempre por detrás, su «rusticidad». Quizá sea la misma de sus años deportivos, cuando todavía jugaba al rugby y era uno de los primeros en «encremar» con pasta de dientes o el ungüento que tuviera a mano a otros de su equipo, en uno de esos rituales en los que, para alcanzar pertenencia, hay que soportar primero la humillación.

Como pasó muchos de los años en los que hay que estar de joda montando su imperio de subastas y ventas online, ese tiempo le llegó ahora. Se junta con los jerarcas de firmas como Globant —como Martín Migoya y Néstor Nocetti— y arman fiestas privée, de las cuales por supuesto no se conocen detalles que se puedan contar pero sí sobre las que se sabe que no escatiman en gastos. Aunque se haya comprado la esquina más cara de José Ignacio, tal vez Marcos sí se pone un poco amarrete cuando baja a la playa. Lo hace con una heladerita cargada de Coca Colas heladas y una sombrilla del color del sol con el logo de «MeLi» estampado en sus gajos. Si tiene la mala suerte de que lo enganche algún fotógrafo que cubre la temporada, intenta disuadirlo que no lo retraten de cara al sol ofreciendo como contraprestación al transpirado paparazzi una coquita fría. Como estrategia, es mala e incluso irrespetuosa: las fotos aparecen igual.

De haberse cruzado en la orilla con el fallecido Enrique Eskenazi, fundador del Grupo Petersen, ¿le habrá convidado una coquita fría y una porción de sombra? ¿Lo hará con el heredero Sebastián Eskenazi, en algún momento en el que decide mojar los pies en aguas distintas a las del arroyo Maldonado, de la mano de la siempre esplendida Analía Franchín? ¿O tal vez con Lucas Werthein, el gastronómico y dueño del topísimo restaurant Tres? ¿O habrá preferido guardar la muestra de generosidad para personas más fotogénicas, y con llegada al pueblo, como los mediáticos random que se perciben independientes y resulta que solo son antiperonistas silvestres? Porque en la costa atlántica uruguaya se materializa cierta paradoja: es la favorita del argentino que habla todo el tiempo mal de la Argentina.

La competencia intestina que se da a diario entre pobres, y es noticia en los canales de televisión zócalos rojos mediante, tiene su saga en las altas esferas. En la vida feliz que el dinero puede comprar, también hay tiempo para las marginaciones y los destratos. Pulidos, eso sí, nunca en la confrontación innecesaria asociada a los comportamientos plebeyos de un pueblo que nadie quiere ni siquiera recordar. Sin embargo, noblesse oblige: a veces prima la buena voluntad y entre castas se hacen guiños o se cultivan entre sí, a la búsqueda de puntos de contacto, de estimular el músculo de la pertenencia o practicar el arduo ejercicio de la igualdad. Es hábito y costumbre que al new rich lo conminen a adquirir algunas hectáreas —1.000, para empezar a hablar— de nuestra extensa y generosa pampa. No necesariamente para hacerlas rendir sino para tenerlas. Acaso un primer sacramento, un bautismo de clase. Puede que le haya pasado a un empresario de la salud que, obediente, todavía no comprende por qué gastó miles de dólares en tierra que no sabe ni para qué sirven ni dónde quedan, muy distinto al caso de Julio Fraomeni, dueño de Galeno, que explota cerca de 40.000 hectáreas. Abundan los casos en la provincia de Buenos Aires: en Azul, Baradero, Rauch, Balcarce, Guido, San Pedro o Pergamino, empresarios de diferente monta compraron con un puñado de monedas tierra y medalla de aceptación. Los importadores de alfombras Kalpakian tienen más de 6.800 hectáreas; el binguero Lacquanti, 3.300, y los dueños de la financiera Posavina, 10.000. Marcelo Argüelles, del laboratorio Sidus, tiene apenas 505, y los hilanderos Eksersiyan, 653. Ricardo y Silvia Carozzi, hermanos, socios y dueños de la financiera Credil, se alzan con al menos 2.800 hectáreas.

Startups, agronegocios, farmacéuticos, inmobiliarios, energéticos, automovilísticos o una combinación de varios: entre los afortunados de las grandes fortunas, la única ideología común es el dinero. Pueden tener un par de sujetos trajeados como custodia o pueden andar solos, cobijados por cierto anonimato, con sus camisas celestes y sus Uniqlo negras fingiendo una normalidad pedestre. Pueden ir a bordo de coches de lujo como Alejandro Roemmers, empresario farmacéutico y poeta, además de coleccionista de autos —que compró en 2019 una Ferrari Monza de edición limitada por valor de 2 millones de euros— o simplemente manejar vehículos de alquiler. Algunos tienen helicóptero propio, como Jorge «Corcho» Rodríguez, famoso ex de Susana Giménez y actual de Verónica Lozano, empresario y reciente anfitrión de Johnny Depp en su rancho «Yellow Rose Polo Ranch», en la barra de Punta del Este, claro; otros tienen avión privado, como la familia Pérez Companc, de Molinos Río de la Plata y Molinos Agro, que ostentan una aeronave Gulfstream Aerospace, humilde, chiquita: cuesta 5 millones de dólares y solo la usan ellos. No se alquila, quizá se presta a algún colega que ande tirado, pero se mantiene lista a toda hora, todos los días del año, por si alguien de la tribu, que además adueña el parque Temaikén y una pista de autos dentro de su propiedad en Escobar para correr sin tener que ir a un autódromo, tiene ganas de ir a pasar la noche a otras latitudes.

Distinto es el caso de Enrique Piñeyro —de segundo apellido Rocca, vaya detalle—, que utiliza los aviones privados de su ONG Solidaire para misiones humanitarias mientras hace stand up, financia proyectos culturales y agota las reservas de todo el año, en tiempo récord, para mangiare en su restaurant de Villa Crespo, Anchofta. Debe ser más fácil conseguir una invitación a cenar de su primo segundo, Paolo Rocca, con un pasado de izquierdista radical y un presente de CEO del Grupo Techint. El hombre cocina, recibe y sirve a sus invitados con delantal de cocina puesto y una enorme sonrisa. ¿Tendrá la misma buena y sana costumbre el otro Ítalo argentino millonario Cristiano Rattazzi, parte del imperio automotriz Stellantis? ¿O usará su encanto italiano, no para la cucina, sino para coquetear, en su momento, a señoritas con su acento romano? «¿Me agregas al faisbu?», preguntaba a las que le endulzaban el ojo en sus interregnos sin pareja estable. A este amante de la playa de Manantiales le gusta la cosa sana: andar descalzo por la calle y lavarse las patas en el balcón, no sea cosa de llenar el departamento de arena. Le gusta también ir a todo evento posible, comer y pasarla bien. Il dolce far niente.

Para esta altura del texto, el lector puede estar convencido de que está leyendo la sinopsis de una novela que muestra una sociedad distópica. No solo por los altos estándares y niveles de vida, porque estas personas han hecho de la inaccesibilidad su día a día. Sino también porque falta algo, más que importante, fundamental: ¿dónde están las mujeres en el ámbito del poder y la fortuna? ¿Acaso existen? Claro que sí y, a pesar de conformar una minoría, se hacen presentes en un mundo que no fue pensado para ellas. Lo hacen no solo «por mérito propio» sino gracias al principio de alineación y balanceo que reciben las diversas clases sociales en lo que a igualdad de género respecta. Nótese que son siempre los hijos varones, por ejemplo, los herederos de las haciendas, los negocios y los imperios, los encargados de seguir adelante con la conducción patrimonial. Las hijas mujeres podrán heredar la fortuna, el apellido y el capital social pero no así el poder de gerenciar. No es tan difícil advertirlo: basta observar la postal de los más ricos del primer cuarto de este siglo XXI. La riqueza pasa de generación en generación —casi tanto como la pobreza en un país con la movilidad social ascendente atrofiada y rota—, el machismo también.

Mientras los hombres se encargan de cuidar el patrimonio, haciendo lo mismo que sus antecesores o innovando aunque sin asomar la nariz al precipicio de la radicalidad, las mujeres irrumpen en esta esfera de otro modo. Si bien son conocidos los casos de las hijas de y las esposas de —Herrera de Noble, Lacroze de Fortabat, Guardia de Bulgheroni— que se dedican más bien a aliviar los dolores de la humanidad, mediante la creación y labor en fundaciones, organizaciones no gubernamentales, como una performance prolongada y atemporal de la beneficencia, de un tiempo a esta parte comienza a tomar fuerza el reverso de un estado atrófico de las cosas.

Poniendo los codos, la constelación de mujeres brilla cada vez más en el cielo oscuro de los mocasines, trajes y corbatas, y es el caso de la catamarqueña Florencia Sosa. Es la CEO más joven de la Argentina, apenas supera los 30 años y se presenta a sí misma como una líder con visión de género, una emprendedora «más allá de los límites» que «desafía las reglas». Con ribetes de influencer, y muy interesada en la moda —viajó a las Fashion Weeks de Nueva York, París y Milán— la muerte de su padre la encontró recibiendo el negocio farmacéutico de su provincia. Con un máster en Liderazgo Femenino cursado en Yale, una de las universidades de la afamada IVY League, comanda el Grupo ECA de emergencias médicas y Minerva Farmacias, aunque no sabemos si por decisión de su progenitor o por defecto, como hija única que es. Trabajó nada menos que con Hillary Clinton, otra mujer poderosa que soportó el affair público de su marido y la derrota contra Donald Trump en 2016. Usa una app de citas exclusiva para millonarios llamada Raya y recomienda el «Uber de aviones privados» que tantos viajes alrededor del globo le facilitó. Sosa dice que «culpa» es una palabra habitué en el ámbito del dinero y que la guita en algún momento te aburre, como si no le diera miedo encerrar entre signos de interrogación el mito del rico. Es decir, ponerse en duda a sí misma.

Otro caso emblema es el de Sofía Vago, CEO de Accenture en la Argentina, la primera mujer en la dirección local. Desafía el predecible zapato de taco, y suele vestir traje con zapatillas. No quiere destinar un minuto de su tiempo a la incomodidad. Como el colega Galperín, fue incorporada recientemente en el intento de refresh de AEA, quizás para evitar el todavía masculinismo imperante en sus filas. La brecha de género en su industria, la del conocimiento y la tecnología, le preocupa tanto a Sofía que se aboca a reducirla activa y personalmente, en alianza con otras lideresas. Podría haberlo hecho con María Elena Olazábal Estrada de Hirsch, última esposa de Mario Hirsch, principal accionista de la renombrada Bunge&Born, y dueña de Bellamar Estancias, cuyo nieto Carlos Braun tomó la posta empresaria. «Charly» protege tanto el legado familiar como el juego de vajilla en su poder, perteneciente nada más y nada menos que al mismísimo Napoleón, que mandaba a fabricar platos y platitos a su gusto en porcelana de Sèvres y que ordenaba trasladar al campo de batalla para hacer sus comidas. Pero no volquemos, justo ahora. Decíamos que Sofía Vago podría encontrar una aliada para su cruzada por la feminización del poder en la tucumana Catalina Lonac, vicepresidenta de la Compañía Azucarera Los Balcanes y una de las «Mujeres Influyentes 2024» de acuerdo a la Red de Mujeres Croatas. Es parte de la mayor familia productora de bioetanol de caña de la Argentina, creó la Universidad San Pablo en Tucumán y esgrime un título nobiliario: el Príncipe Magno Joannes Aurelius de Zapolya le confirió el título de Archiduquesa de Zapolya. Así como lo lee.

En fin, hay millones de historias en la ciudad desnuda. Acá solo describimos un puñado a través de un telescopio low cost de AliExpress. No porque los que cortan el bacalao se escondan sino porque directamente viven en otro planeta.

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