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AL FINAL, NO ERA TAN ASÍ

Los otros Hiroshimas que no nos importan

Faroles de papel para recordar a las víctimas del bombardeo atómico flotan en el río Motoyasu.

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En la mañana del seis de agosto, cuando aún no había tenido tiempo de leer los diarios, recibí un mensaje de un amigo que se encontraba en Japón. Su viaje, de placer y descubrimiento, coincidía con los 80 años del lanzamiento del ataque nuclear de Estados Unidos sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki.

Me escribió para sugerirme que tratara este tema en la columna de este domingo. Confieso que no sabía que se cumplían 80 años de aquel ignominioso hecho bélico, perpetrado por la mayor potencia “democrática” y “liberal” del mundo. Tampoco sabía que en estos días se conmemoraba aquel aniversario. En cambio, probablemente estuviera al tanto de las declaraciones absurdas y sin sentido del presidente Milei, o de algún hecho político menor que hubiese surgido en esta parte del mundo.

Se cumplieron 80 años del lanzamiento del ataque nuclear de Estados Unidos sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki.

Mi amigo, Rafael, me contó cómo la ciudad de Hiroshima se preparaba para recordar el acontecimiento: desde las exhibiciones en el Museo de la Paz hasta la suelta de linternas flotantes —que representan a las almas de los fallecidos en el ataque— en el río Motoyasu, que atraviesa el Parque Conmemorativo de la Paz. Miles de personas, locales y extranjeros, se disponían a realizar un conmovedor recorrido histórico y educativo para recordar el ataque y, sobre todo, concientizar al mundo sobre el daño de las armas nucleares.

Su propuesta me pareció interesante y le pedí que, si era posible, grabara algunos testimonios de los asistentes. En dos de los tres que recogió me sorprendió que se mencionara la historia. Una de las personas —una mujer de unos 30 años— dijo que cada año trataba de aprender lo que sucedió en Hiroshima, los acontecimientos históricos que rodearon el ataque, para evitar que se repitiera en el futuro. El otro, de apellido Wajima y algunos años mayor, confesó que no sabía por qué “Estados Unidos eligió Hiroshima” para el ataque. “Mañana voy a tratar de averiguarlo…”, dijo antes de despedirse.

Hay una novela que aborda esa cuestión, aunque sea en el marco de la ficción: Flores de verano, de Tamiki Hara, un escritor que no alcanzó fama mundial pero dejó uno de los testimonios más crudos y, a la vez, poéticos, de aquel ataque nuclear. En la historia, Hara explica que la ciudad contaba con un tejido industrial significativo, que allí se habían organizado varios sectores del ejército, y que era una urbe densamente poblada. El golpe allí sería profundo, distinto al que se produciría en una simple ciudad sin implicancias para la maquinaria militar de Japón.

De todas formas, las explicaciones estratégicas sobre Hiroshima no son tan importantes como el testimonio desesperado que ofrece el narrador sobre el panorama que se encuentra en la ciudad durante las horas posteriores a que un bombardero estadounidense soltara la bomba nuclear.

Durante el camino de una huida sin destino concreto, el narrador cuenta:

“Un viento huracanado comenzó a azotar nuestras cabezas. Los árboles se agitaban, estremecidos. Por encima de mí volaban ramas enteras arrancadas de cuajo, que se alejaban por los aires. En su danza enloquecida, en medio de aquella vorágine, caían en picado como flechas. No recuerdo con claridad cuál era el color exacto del cielo. Pero puede que estuviéramos atrapados en el terrible y lúgubre halo de luz verdosa y mortecina que representa el infierno en los cuadros budistas medievales”.

Unos minutos después, mientras avanza entre los escombros y las llamas, describe la desesperación y el aspecto tenebroso de los heridos y sobrevivientes:

“Junto a mí había una mujer tendida en el suelo, con la cara hinchada como un globo. Imploraba un poco de agua y, al escuchar su voz, me di cuenta de que era la criada que trabajaba en casa de mi segundo hermano. El resplandor la sorprendió con el bebé en brazos cuando estaba a punto de salir por la puerta de la cocina y le abrasó el rostro, las manos y el pecho”.

Cuatro años después de escribir Flores de verano, Tamiki Hara se suicidó lanzándose a las vías del tren. El daño psicológico y físico producto del bombardeo nuclear había sido el golpe final de una vida increíblemente desafortunada, marcada por la muerte de hermanos, padres y esposa por diversas causas. Al final, Hara se había convertido en un hombre antisocial, descreído de todo, al que solo la escritura le brindaba un aliciente.

En el prólogo del libro, escrito por el traductor Fernando Cordobés, se cita un pasaje de otra novela de Hara en el que el narrador señala:

“No tengo la menor idea de cómo vive la gente. La humanidad entera me parece como un cristal hecho añicos. El mundo está roto. ¡Humanidad! ¡Humanidad! ¡Humanidad! No puedo entenderla. No logro conectar con ella. Tiemblo. ¡Humanidad! ¡Humanidad! ¡Humanidad! Quiero comprender. Quiero conectar. Quiero vivir. ¿Soy yo el único que tiembla?”.

Vuelvo a Hiroshima y a mi amigo Rafael durante su recorrida en el Museo de la Paz. Una de las fotos que me envía es tristemente evocadora. En el frente, un policía de uniforme y guantes blancos junto a unas ofrendas florales perfectamente dispuestas. Bien al fondo, el Cenotafio, uno de los pocos edificios que quedó en pie tras la explosión atómica. “Salí llorando”, me dijo Rafael. “Muy conmovedor”. No es para menos. Se encuentra sumergido en un enorme acontecimiento cultural e histórico que se nos ofrece en formato de paseo, con una carga simbólica difícil de procesar en un par de horas. Sin embargo, el objetivo se logra: Rafael, como tantos otros, sale de allí profundamente afectado, con una idea muy clara de que algo así no puede volver a suceder jamás.

Vuelvo a la historia. ¿Por qué la historia tiene ese poder movilizante del que carece el presente? ¿Por qué La lista de Schindler puede conmovernos hasta las lágrimas, pero no un video actual que muestra imágenes de muertos? Las escenas de Gaza, arrasada, con niños moribundos, amputados, ensangrentados, raquíticos, que lloran desconsoladamente, no parecen tener el mismo efecto que los espacios conmemorativos. ¿O sí?

Palestinos, incluidos niños, hacen fila en la ciudad de Gaza para recibir alimentos distribuidos por una organización benéfica

¿A alguien le hierve la sangre o le deja al borde del llanto la muerte de las personas abandonadas en la calle? ¿Alguien se descompone al enterarse de que otros ciudadanos escarban en los contenedores de basura para alimentarse? ¿O que, en pleno invierno, se meten dentro de ellos para resistir el frío? A algunos les dispara la idea de una “moda”, una tendencia como cualquier otra. A otros, desde las instituciones, les impulsa el espíritu represivo.

En los días previos a la caída de la bomba, un anciano que había participado en la guerra mantiene un breve diálogo con uno de los protagonistas de Flores de verano sobre cómo sobrevivir a la conscripción que le llegará pronto:

“Intenta insensibilizarte. No pienses en nada. No dejes que las cosas te afecten”.

Era un consejo para sobrevivir a la guerra, pero si pensamos la frase en relación al presente, no parece tan distinta de la forma en que afrontamos —o evitamos afrontar— los hechos.

La avanzada de Israel en Gaza ya dejó más de 60.000 muertos, según diferentes fuentes. Prácticamente la mitad de los que causó la bomba en Hiroshima. Unas imágenes del diario The Guardian muestran el antes y el después en la Franja. La comparación evidencia el paso arrollador de una maquinaria bélica que no dista mucho de la destrucción causada por un ataque nuclear. Me pregunto, entonces: ¿cómo es posible que no nos conmovamos hasta las lágrimas? ¿Cómo es posible que la dirigencia no haya detenido esto mucho tiempo atrás? Lo mismo vale para la guerra entre Rusia y Ucrania, para los millones de personas que sufren hambre o frío en distintas ciudades del mundo.

Quizás la clave esté en construir sitios conmemorativos, espacios que parezcan aislados del tiempo presente aunque no lo estén; lugares donde la muerte y la destrucción nos conmuevan como no logra hacerlo un largo hilo de X con imágenes escalofriantes.

AF/MG

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