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Lina Meruane: “Escribir te obliga a reconsiderar lo que pensaste en algún momento como una verdad suprema”

La escritora chilena Lina Meruane acaba de publicar el libro de cuentos "Avidez".

Agustina Larrea

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Avidez es una de esas palabras poderosas, llenas de resonancias. Avidez es ansia, ambición, anhelo, deseo, codicia, hambre, sed, voracidad, ardor. Avidez (Páginas de Espuma, 2023) es el título que eligió la escritora chilena Lina Meruane, una de las voces más lúcidas de la literatura contemporánea, para el reciente libro que reúne trece cuentos que escribió a lo largo de las últimas tres décadas.

En Avidez hay niños y adolescentes un poco temibles, hay madres espectrales y otras omnipresentes; hay personajes ambiciosos, hambrientos, insaciables. Filosos como las Hojas de afeitar del magistral cuento que lleva ese nombre, punzantes desde cada oración, cada uno de los relatos es también una puerta de entrada a las obsesiones de esta autora insoslayable en el panorama de las letras hispanoamericanas. Una autora, además, que acaba de ganar el prestigioso Premio José Donoso 2023.

De paso recientemente por Buenos Aires para presentar la edición local de este libro, Meruane contó detalles de la trastienda del libro y también de sus otras publicaciones en diálogo con elDiarioAR.

¿Qué era la avidez para vos y cómo fue que encontraste que ese era el hilo conductor para ir uniendo estos relatos que tienen orígenes distintos?

–A mí no me gusta juntar cosas dispares en la estructura de un libro. Pero, a la vez, yo no escribí este libro como libro. Este libro se fue escribiendo solo, por así decir, a lo largo de 30 años. Cuando me puse a leer los cuentos que tenía, muchos, sino la mayoría, tenían que ver con el hambre material, el apetito carnal, las pulsiones obsesivas. Y pensé “¡wow, qué persistente esta obsesión con el deseo del otro”, eso que se satisface a veces en el objeto pero que a veces se satisface de manera más bien vicaria, en otro objeto. O en otra persona. Fui leyendo con una cierta sorpresa por la persistencia de esa obsesión. Al principio tenía unos 18 cuentos y noté que 12 eran sobre este tema. Rápidamente vino la palabra “avidez”. Una palabra que va de la “a” a la “z”, una linda palabra, corta, potente. Una palabra que es más que el hambre: es obsesión, es deseo, es empeño, es pulsión. Una palabra da esta idea de que tiene un repertorio muy grande dentro. Fue su significado múltiple el que me permitió juntar todos estos cuentos y sentir que tenía un libro.

¿Te impactó volver a estas historias que escribiste en momentos distintos, a lo largo de 30 años?  

–Sí. Es que había cuentos que no recordaba bien o que no sabía cómo se conjugaban. Luego la pregunta urgente fue cómo organizar estos cuentos. Porque no tenía sentido hacerlo de manera cronológica. Al mismo tiempo, yo había ido y vuelto por algunos temas y hay una diversidad de orígenes en los cuentos. Sin embargo, me interesaba esta idea de que hay un imaginario que está funcionando ahí, y que no es algo que yo reconozco en mí, pero que está en los cuentos. Yo he escrito cuestiones mucho más cercanas a mi biografía donde la relación entre vida y ficción están muy imbricadas, más difíciles de separar. Pero aquí me pasa otra cosa con este libro: no son relatos sobre cosas que yo haya vivido. Y, al mismo tiempo, todo está ordenado por una obsesión que claramente es mía, pero de la que yo no tengo conciencia. 

¿Cómo fue volver al relato breve, a pensarlo, a releer este género que a veces no es del todo considerado? 

–Estuve pensando bastante sobre esto hasta que pude ver que ya desde mi primer libro, Las infantas, estuvo la idea de repensar el cuento. Porque ese texto está construido a partir de los cuentos infantiles. Sus protagonistas, que cosen entre texto y texto, son Blanca y Greta. Y estos personajes salen del castillo del padre, entran a la ciudad moderna, se encuentran con todos los personajes de los libros de cuentos. O sea que ahí ya hay un reconocimiento de la importancia del cuento formativo, del cuento didáctico, que en realidad está escrito para adultos y no para niños. Mi primer libro hace un reconocimiento al cuento didáctico, a la tradición del cuento en la que estamos formadas varias generaciones. Otro de mis libros, Sangre en el ojo, es una novela hecha con fragmentos. Y Fruta podrida primero fue un libro de cuentos. La relación entonces entre cuento y novela para mí no es una relación de dejar atrás al cuento sino que el cuento constituye el armado también de mis novelas. Y eso recoge de alguna manera esta idea de economía del lenguaje, y de un centro muy poderoso en el que se articula cada fragmento. Siempre se piensa que la novela es la superación del cuento. Para mí, mis novelas no superan al cuento sino que lo incorporan. Así que no me cuesta ir y venir porque mi estructura narrativa es corta en general, como de a golpes.

En Avidez hay relatos a los que llamás “cuentos por encargo”. ¿Cómo te llevás con eso?

–Casi todos los cuentos de este libro, salvo dos tal vez, son cuentos por encargo. A mí me gusta la consigna. Porque lo que pasa de alguna manera es que una se acomoda en sus temas. Hasta que, de pronto, la consigna que viene de otros te desacomoda. No totalmente porque uno siempre tiene algo que quiere contar. Pero te desacomoda en términos de género, de tema, de lenguaje. O de extensión. No siempre acepto los encargos, evidentemente. Una vez me pidieron un cuento sobre fútbol y dije “mira, perdón, no se me ocurre nada”. Por lo general yo recibo una invitación, me quedo un par de días en plan silencio y, si me doy cuenta de que apareció algo, digo “ya, creo que puedo escribir esto”. Digamos que con el encargo me gusta el desafío y el desacomodo que significa y, al mismo tiempo, el reacomodo que tu cabeza hace del encargo. Porque es otro tema, otro largo o lo que sea, y, aún así, la obsesión vuelve. Y eso me parece tan divertido y tan inesperado.

Entre las obsesiones que marcás, en Avidez se podría pensar que aparece una especie de catálogo de mujeres que siempre están en un lugar un poco incómodo, que acarrean algún tipo de rareza. Lo mismo pasa con niños o adolescentes: no ocupan el lugar de supuesta inocencia que se espera de ellos.

–Sí, el lugar de la incomodidad es un lugar que yo visito mucho. Me parece un lugar muy productivo, no solo para la literatura, también para la vida. Es algo que me interesa: salir del recorrido. Acabo de hacer una asociación completamente inesperada. Me acuerdo que hace un tiempo tomé un desayuno con Cristina Rivera Garza, la autora mexicana, una persona a quien yo admiro y quiero muchísimo. Ella me contó algo que me hizo pensar. Me dijo que alguien le había comentado a ella que envejecer es acostumbrarse a hacer siempre el mismo recorrido. Como si envejecer fuera una especie de atrofia de la sorpresa. O una atrofia del riesgo, de las otras posibilidades. Cuando somos jóvenes siempre estamos buscando lo otro, nos estamos arriesgando a hacer otros caminos. Y cuando crecemos nos vamos acostumbrando a los recorridos y envejecer sería no salir más de los recorridos. Yo pensé que por eso es tan interesante la escritura, porque siempre te está sacando del recorrido, te obliga a mirar a otro lado. Escribir te obliga a reconsiderar lo que pensaste en algún momento como una especie de verdad suprema. Te obliga a cuestionarte. Y a mí me parece que todo eso forma parte de mi emprendimiento literario: sacarnos del recorrido. Por eso pienso en esto que señalas de tantas mujeres y niños que hacen cosas que no son las esperables. Y, sin embargo, hay muchos cuentos que salen de la realidad. Porque la verdad es que los seres humanos hacemos recorridos más inesperados y más raros de lo que se supone. Pero la norma discursiva quiere aplacar y unificar esos recorridos. Entonces la literatura o, al menos mi empeño literario, es buscar esos otros caminos y buscar a esas otras mujeres y a esos otros niños que hacen cosas lejos de lo que la norma dicta. No digo que la norma sea necesariamente una norma mala: el poder vivir juntos es también gracias a que hay una norma que nos hace respetarnos. También hay una norma que no es norma y que nos limita. Por eso pienso que, más allá de la avidez, este es un libro sobre la condición humana. Una condición que está llena de extremos y de abismos.

Decías que en este libro no hay escenas biográficas como en otras zonas de tu trabajo donde indagás en tu familia o en tu vida. Sin embargo hay relatos que se meten con el tema de la autoridad o la escuela y es imposible pensarlos separados del contexto de la dictadura de Pinochet en el que creciste. ¿Te interesaba especialmente ese universo donde hay cosas que se pueden decir y otras que no, con reglas que hay que aceptar aunque parezcan absurdas?

–Creo que esto tiene que ver con visitar una zona que conozco, que es la zona de la escuela, en particular del colegio británico. Ahora ese colegio británico contado en Hojas de afeitar es un colegio de niñas, que no es mi experiencia de la escuela sino la de mi madre. El mío fue mixto y su universo también fue recuperado de alguna manera en otro texto, un ensayo autobiográfico que se publicó este año en Chile, que se llama Señales de nosotros. Ahí yo hago una reflexión sobre qué era saber y no saber en esos años en esta escuela. Es un texto autobiográfico con una reflexión muy directa donde mis compañeros y yo somos parte de ese mundo del secreto a voces, con señales, con momentos de no saber entender alguna situación. Me interesaba hacerlo para intentar explicitar algo que cuesta contar, que tiene que ver con aquellos que no estábamos sufriendo directamente la dictadura, que estábamos un poco sobreprotegidos. Hay textos que yo elijo trabajar de manera muy directa porque me interesa pensar en cómo opera la información, la familia y las otras instituciones en el saber y no saber, en el educar y no educar. Algo que cuesta entenderlo, aun hoy, cuando se conmemoran 50 años del golpe: a mí misma me costó entender cómo era posible que yo teniendo todas las señales alrededor no había logrado hacer la lectura de lo que ocurría y vengo a hacerla mucho tiempo después. 

Uno de tus proyectos de escritura más conocidos tiene que ver con tu historia familiar, con Palestina y con eso que recuperás en tu libro Volverse Palestina. ¿Qué te pasa en estos tiempos en los que esa zona y ese conflicto es noticia en los medios del mundo? ¿Cómo se atravesás estos días?

–Me cuesta esto de contestar todo en una sola pregunta porque es complejo el tema, entonces siempre se abre la posibilidad de una generalización o de una reducción. Voy a hablar entonces sobre este proyecto de escritura, que se inicia para mí con un viaje a Palestina y sobre todo a los territorios ocupados, yo nunca estuve en Gaza ni tengo familia en Gaza. Mi familia y yo venimos de una comunidad que emigró a finales del siglo XIX bajo el imperio turco otomano, son cristianos ortodoxos que forman parte de la diversidad de lo palestino. Ese viaje me vincula menos por el lado de la nostalgia o del retorno –no hice ese ejercicio de pensar en volver a vivir allí– sino que el proyecto sale de una cierta consciencia de la situación de opresión que han vivido los palestinos durante 75 años y que finalmente podría haber sido la opresión que podría haber vivido yo si mis abuelos no se hubieran ido de allí. Entonces eso me vincula políticamente con la situación vital de los palestinos, con la situación política, social, económica y cultural de los palestinos. Los de adentro y los de afuera: dentro de Palestina, dentro de Israel, dentro de la diáspora. En Chile es la más grande, de hecho, fuera del mundo árabe. A partir de este proyecto sale esa primera crónica de viaje y de recuperación de las ruinas de mi historia familiar, también emprendo una reflexión, que es la segunda parte de Volverse Palestina que es Volver nosotros. Allí busco una reflexión sobre el lenguaje del conflicto, cómo se ha mirado, cuáles son las trampas del lenguaje y en qué medida el lenguaje nos traiciona, confirma o cuestiona.

¿Cómo te encuentra entonces el momento actual?

–Es que en cierta medida lo que escribí e investigué me prepara para pensar el momento actual y evitar ciertos reduccionismos que tienen que ver con mirar lo que sucede hoy como si hubiera empezado el pasado 7 de octubre. Me parece que a mí haber pensado sobre el lenguaje me permite llegar a este momento pensando en ciertas recurrencias, en esos lugares que en este momento configuran a la palestinidad por un lado como parte del terrorismo musulmán, aunque por supuesto es una comunidad mucho más diversa que eso, y ni siquiera toda la gente de Gaza está de acuerdo con lo que pasó el 7 de octubre. Y, por otro lado, con el lugar de la víctima. La verdad es que todo es más complejo que eso, pero hay una reducción del lenguaje muy problemática, a la que se le ha dado poca oportunidad en tiempos históricos. Parece como si, de pronto, contextualizar, fuera relativizar el problema. Y a mí, por el contrario, me parece que contextualizar es lo que necesitamos hacer para entender todas las dimensiones de este problema. Entonces surge mucha trampa del lenguaje y yo siento que en una entrevista no se puede terminar de desarrollar. Por eso lo escribo en un libro, para tener muchas páginas para analizar este problema. En Palestina en pedazos están los tres fragmentos que integran este proyecto de escritura. El problema es que ahora ser palestina es un problema. Porque eres sospechosa de entrada y porque cualquier cosa que digas va a ser usada en tu contra en ciertos contextos. A veces surgen preguntas que finalmente son trampas, como “apoyas o condenas” tal cosa, que te obligan a respuestas cerradas, cuando las respuestas en este caso son más amplias y extensas. Como pensadora de este problema, como intelectual y descendiente palestina no quiero verme atrapada en esas preguntas de “sí” o “no”. Porque la realidad no es así. Aquí hay más de 75 años de historia. 

Volviendo a Avidez, en varios relatos aparecen madres un poco fantasmales. En paralelo, la maternidad es un asunto central en tu ensayo y diatriba Contra los hijos (Random House, 2014). ¿Es un tema al que siempre estás volviendo?

–Es un tema que de alguna manera me acompaña como preocupación: la relación materno-filial, digamos. Que a veces se condensa en la figura de la madre profesional, una figura que siempre vuelve a mí porque me parece que puede ser un personaje poco explorado y es muy complejo, tal vez de los más complejos que existan esas madres que son como fantasmas. A la vez un tema que aparece ya muy temprano en mis proyectos de escritura. En Las infantas, por ejemplo, no hay madres prácticamente y ahí se explora la ausencia de la madre. También está la preocupación por las diferentes maternidades, porque están las ausencias, pero también las presencias que lo acaparan todo. Todo esto es contemporáneo con la reflexión que luego aparece en Contra los hijos. A esa diatriba la publico en 2014 o por allí, aunque me demoré cinco años en escribir ese libro. Venía pensando, venía estructurando, venía recortando. Eso es algo que hago mucho con el ensayo. Contra los hijos es un libro que me acompaña en un sentido muy directo porque, como yo no fui madre, también tuve encima la pregunta por la maternidad. Y esa es una pregunta muy pesada y de la que la respuesta nunca gusta. Un tema que me acompaña precisamente por el no deseo de ser madre y por el hecho de que muchas amigas y mujeres a mi alrededor sí lo tuvieran. Yo creo que los cuentos recogen cosas que fui pensando en otros tiempos y que no caben en el ensayo, que son propiamente de la ficción. 

En los últimos tiempos la maternidad aparece en primer plano en muchísimos libros de ficción y de no ficción.

–Sí, a mí me llama la atención esto de que las maternidades y sus procesos o las no-maternidades antes eran temas bastante vedados y bastante conservados como un tabú. No solamente en lo social, sino también en la escritura. Las mujeres en alguna época han optado por temas considerados más universales versus los propios. Pero creo que últimamente se abrió esa veda. De hecho, me parece que coincidió la aparición de Contra los hijos con la aparición de otros ensayos y una cantidad impresionante de textos que trabajan la maternidad de una manera muy resuelta, muy directa. Me parece bonito que ese tema que no parecía tan universal, que no era propio de la literatura, que estaba escondido o marginado de pronto aparece, se rompe la veda y da lugar también ahora a los textos de los hombres que están pensando su paternidad. Como si, de pronto, las mujeres hubiéramos puesto un tema sobre la mesa y los chicos hubieran dicho “uy, es verdad, también es un tema posible de literaturizar”. Me parece súper interesante todo el proyecto de (Alejandro) Zambra, por ejemplo, que vuelve una y otra vez al deseo de paternar, a la paternidad prestada, por así decir, a esa vuelta que siempre está haciendo sobre la relación con los hijos. También Andrés Neuman la está pensando y varios autores más.

¿Por qué creés que siguen incomodando las no-madres?

–Lo que pasa es que hay una serie de discursos construidos política, social y económicamente que definen el rol de la mujer en la sociedad. El rol fue, a lo largo de los siglos, el de maternar para proveer hijos para la guerra, para la mano de obra, para el mercado del consumo, entre otros. Esos “para qué” van cambiando a lo largo del tiempo y también van cambiando de un lugar a otro. No es lo mismo, por ejemplo, en la ciudad que en el campo. Pero hay un mandato. Además, el cuidado de los hijos habilita que, con la mujer en casa, sean por lo general los hombres los que salen al trabajo. Hay una serie de usos de la maternidad. Entonces, claro, aceptar que una mujer diga “no” es que se abra la posibilidad de que alguien esté en contra de ese mandato, que es considerado como un rol social que la mujer debe ejercer. La resistencia a eso se pone del lado de la rareza, de la incompletitud, de la falta, de la falla. Todos esos sentidos se asocian con alguien que dice, bartlebianamente, “prefiero no hacerlo”.

Es curioso que esto ocurra también en lugares progresistas o formados o que supuestamente abogan por una especie de liberación.

–Bueno, es que hay que acordarse que cualquiera está atravesado por los discursos hegemónicos. Uno puede ser de izquierda y progresista, pero también puede ser un poco racista y encontrarse pensando en el medio de una calle de noche que te da miedo ese chico moreno que está parado en la esquina y que, tal vez, si fuera un chico blanco o rubio tal vez no te daría miedo. Eso no es exclusivo de un lado u otro: todos tenemos incorporado un discurso social que nos viene de muy temprano. Nuestro ejercicio, como personas de izquierda, es darnos cuenta de que tenemos incorporadas como individuos una serie de normas sociales que no hemos ni siquiera pensado de dónde vienen. El racismo es uno, el clasismo es otro, el machismo es otro. Las mujeres también podemos ser machistas. Volviendo a la literatura y a la docencia, hay un trabajo que hacer para volver visibles estas cuestiones. Primero a partir de un cuestionamiento propio, de todas estas zonas que hemos tragado a través de la cultura y que hemos incorporado sin cuestionamientos. Por eso vale la pena escribir una diatriba y meterse en esos lugares complicados. Durante mucho tiempo pensé y decía que la literatura o la escritura no servían para nada. Con el tiempo cambié de idea y pienso que la escritura hace de alguna manera un trabajo micropolítico. 

AL/DTC

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