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En la madrugada Ernesto se las toma

Los cuadernos de verano
25 de diciembre de 2021 08:12 h

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Siempre vuelvo a esa casa, sobre todo en sueños, caminando descalzo. Grande, humilde, inmensa. Estamos en una noche de calor y mi madre decide que podemos sacar los colchones a los dos patios que tenemos, para dormir. Los patios se abren a la noche estrellada del barrio. Ponemos espirales para los mosquitos y el olor de ellos se mezcla con los de la genial dama de noche. Toda una familia cabeceando de sueño en el patio y veo pasar un satélite pequeño cerca de Marte y veo a las Tres Marías a quienes yo pienso como las tres hermanas de mi mamá: Susana, Cristina, Olga. 

Mi padre no está, anda en la noche de la farándula argenta. Acostado como estoy, con los pies hacia la calle, puedo ver la mitad de los edificios frente a mi casa y entonces escuchamos dos disparos, nítidos en la noche, uno por cada edificio dorado. Mi mamá se para en su colchón como si fuera una suricata. Mi tía Teresa también. Mis hermanos me miran. Mi padrino Bruno, que dormía en la pieza del fondo, en la parte alta de la casa, prende la luz y abre la puerta de su pieza. Es igual a Yves Montand, tiene puesto un pantalón gris que usa para trabajar en su taller y una musculosa blanca. ¡Qué hombre tan hermoso! Hacemos silencio y escuchamos la voz lejana de una mujer que dice, llorando: Por qué lo hiciste Ernesto, por qué. 

Nos vestimos. Mi mamá enciende un Jockey Club y salimos todos en tropel hacia la calle. Es la una de la mañana y mi tía acaba de hacer mate y sale con la pava caliente. En la calle están los Kalinger, mis amigos que viven atrás del kiosko de golosinas, está Vascolet, un negro auténtico que es sereno de la fábrica de balanzas, está doña Carmen con sus hijas, que viven pegadas a mi casa, está su hijo el Nene, que usa lentes negros y se parece a Anteojito pero con cuarenta años. Y está Pachín. El crack de la cuadra, un cuarentón rubio que siempre usa pantalones blancos y mocasines marrones. Y tiene alrededor del cuello cadenitas doradas, tan doradas como su piel aún de noche. Pachín, al que cuando uno le preguntaba ¿Cómo estás Pachín? El decía: “Me siento tan bien, tan bien, que tengo que ponerme mocasines dos números más chicos para que me duela algo”. 

Y todos se juntan en la vereda y empieza a circular el rumor. ¿Cómo mierda hacen para saber lo que pasó? Llega el patrullero y estaciona en el edificio donde se escucharon los tiros, en el piso más alto, el 12. Ahí vivía Ernesto, aparentemente solo, pero esta vez lo sacan en camilla, muerto, tapado y al lado está una joven que llora desesperada, a medio vestir y abrazada por una mujer policía. La mujer me hace acordar a la actriz de una novela que se ve en mi casa por la tarde: Muchacha Italiana viene a casarse. 

Los dos tiros de Ernesto van a ser parte de la comidilla del barrio por siglos. Uno en la cabeza y otro en el corazón. ¿Pero cómo hizo? Si con uno ya no se puede apretar el gatillo de nuevo. ¿Cómo hizo? Dicen todos en la vereda de los setenta, en los colegios, en las tiendas de la avenida principal, en los bares. Uno en la cabeza para apagar el televisor y otro en el corazón para apagar el dolor. ¿Cuál fue primero? Ernesto, como un samurai de Boedo, logró después de pegarse un tiro en la cabeza sostener el arma, ya sin conciencia y apuntar al corazón. ¿Qué fuerza lo guío con tanta precisión? ¿Fue como el pollo que sigue corriendo ya sin la cabeza? ¿O fue un movimiento estético, como el surrealismo?

Ernesto tenía un local, cerca de la relojería Bilevich, casi llegando a San Juan. Se llamaba La Mascota y ahí íbamos a comprar los discos de Serrat, de Julio Iglesias, de Favio, de Nino Bravo, de Nicola di Bari  que escuchaban mis tías y mi mamá en el combinado de la pieza de adelante. La casa se dividía así. La pieza de adelante. El taller de mi padrino, el baño del medio, la pieza de atrás, la cocina, el patio de adelante, el patio de atrás, la pileta de lavar ropa donde también, en verano, nos bañaban a nosotros, y el baño del fondo. Un baño angosto, fino, con un inodoro enclenque y una ducha que casi caía encima de él y que se usaba con alcohol de quemar. Peligrosísima. Pero el alcohol de quemar lo comprábamos en una estación de servicio de la avenida Independencia y enfrente de ella estaba la facultad de Filosofía. En la vereda había unos melenudos y melenudas hacían un quilombo bárbaro y yo empecé a sentir ganas de soltarme de la mano de mi tía y cruzar para estar con ellos y estudiar lo que ellos estudiaban y vestirme como se vestían ellos. 

Ahora toda su ropa está en las casas retro de Palermo pero en esa época su ropa estaba en presente. 

Un taxi estaciona en la puerta, adentro una mujer carga un bebé. Alguien hace una larga lista, todos nuestros nombres están ahí. Pachín no iba a sobrevivir a la dictadura, mi mamá iba a morir a los cuarenta y cinco años de un ataque de presión arterial, mi padrino Bruno iba a vivir hasta los noventa años y yo la noche anterior a su muerte le confesé que él era la persona que más quería en el mundo, más que mis padres, mi tía Teresa (que decía frases geniales como, “ ese tipo es la nada entre dos panes”)  también vivió mucho y murió cuando yo estaba en Perú con unos amigos, El Nene se cayó de un auto en marcha y se golpeó la cabeza. Chau.  Doña Carmen se perdió en la noche solitaria del mundo, sus hijas también. Vascolet volvió una tarde a Uruguay, lo despedimos en el bar Japonés, tomando tragos, los Kalinger se fueron de Boedo después de la adolescencia, uno se casó, Luis, y se puso a trabajar en una zapatería y vivía –hasta donde sé- en Quilmes. El otro, Marcelo, vive en Mar del Plata y logró superar los problemas que tenía con el alcohol. Lo logró. Ernesto, el dueño de La mascota, que con su idea de pegarse dos tiros en la cabeza logró juntarnos a todos en la calle a altas horas de la madrugada, fue velado en la calle Virrey Liniers, los curas no lo quisieron bendecir ni hablar en su entierro porque había decidido tomársela por sus propios medios. La religión odia a las personas valientes. 

Mi papá salió de la noche de la farándula para ir a su entierro. 

El poeta Robert Lowell solía decir que si uno se pudiera suicidar con sólo apretar un botón en el brazo, todos lo hubiéramos hecho alguna vez.

FC

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