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Crítica

‘TRON: Ares’, una secuela tan deslumbrante en la forma como conservadora en el fondo

Imagen promocional de 'TRON Ares'

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TRON: Legacy afrontó un desafío muy intimidante en 2010. Este consistía en volver al mundo virtual teniendo que aguantarle la mirada tanto a Matrix como a lo mucho que había evolucionado la tecnología desde 1982, cuando se estrenó la primera TRON. La decisión fue lógica a la vez que decepcionante: descartar cualquier rastro de Internet en la trama. Demasiado complejo. Así que TRON: Legacy se ambientó en una ucronía. Un presente alternativo donde Internet nunca había existido, en favor de esa Red tan bonita llena de luces de neón y, ahora, música de Daft Punk.

En su crítica de 2010 Jordi Costa describió el filme como “parque temático para nostálgicos”. Estuvo muy atinado. Joseph Kosinski, director de TRON: Legacy, firmaría años más tarde otra secuela tardía que se ajustaba a estos términos: Top Gun: Maverick. Y, en general, ha sido socorrido hablar como “parque temático” del blockbuster reciente, tanto en lo relativo a maquinarias estandarizadas —Scorsese apodó de esta forma el cine de Marvel y todo el mundo se le echó encima— como a incontables maniobras nostálgicas. Star Wars, Jurassic World, etcétera. A algunas de estas películas se las llama incluso “secuelas legado”. TRON: Legacy fue bastante pionera.

La película de Kosinski apostaba por el retrofuturismo sin distanciarse severamente del pensamiento de Steven Lisberger, autor de la TRON original distribuida por Disney. Con lo que esta dimensión alternativa solo podía fluir hasta cierto punto: ampliar la escala de la Red, darle volumen y probar a rejuvenecer con CGI a Jeff Bridges. Alejándose del modo en que Internet había definido nuestro entendimiento de lo digital, Legacy se autocondenaba a ser un escaparate de las convicciones del filme de 1982, sin planteamientos propios más allá de la aparición de los ISOs: algoritmos isomórficos, vida que había surgido espontáneamente en la Red y personificaba Olivia Wilde.

No era mucho pero es más, francamente, de lo que hoy propone TRON: Ares. Nueva entrega que dirige un dócil asalariado de Disney —Joachim Rønning, llegado de las sagas de Piratas del Caribe y Maléfica—, que lleva la imaginación de la saga a un lugar aún más cómodo. Aferrándose a un mundo sin Internet, el título se debe a Ares, una IA de la Red que adquiere conciencia. Interpretado por Jared Leto, Ares se pregunta qué hace humanos a los humanos. Y, con ello, vuelve a invocar la decepción por cuanto recordamos que, en el verano de 1982, la TRON original había llegado a cines justo un mes después de un clásico que se hacía esas mismas preguntas. Su título era Blade Runner.

El año en el que todo pareció posible

Jared Leto, sin nunca desligarse de su aura inquietante —fuera de la Red tenemos presente sus acusaciones de comportamienti sexual inapropiado así como el perturbador culto que lidera, Mars Island—, también cita a Frankenstein en TRON: Ares. Esta IA superinteligente es consciente del dilema prometeico que abandera y refuerza el encaje de su película con una ciencia ficción indudablemente prestigiosa… Solo que algo trillada a estas alturas. Sobre todo si consideramos que estas dialécticas arquetípicas —entre lo natural y lo artificial, entre lo humano y lo inhumano— ya habían sido descartadas de pleno por la TRON de 1982. A la película de Lisberger no podían interesarle menos estos asuntos.

En lugar de eso, TRON proclamaba la destrucción de las fronteras entre el mundo real y el mundo digital. Lo hacía con una estética tan memorable como para eclipsar su discurso, trascendiendo la misma industria cinematográfica. En el ensayo Macros ocultas, publicado en 2022 en honor al 40 aniversario de TRON, Jordi Sánchez-Navarro sostiene que “hay pocas películas tan imbricadas en la cultura del diseño de su época como TRON, tanto en los métodos creativos y técnicos de su realización como en su escenografía”. “Es un hito de la cultura visual del siglo XX”, insiste.

Hablar de TRON es hablar de un filme en el que participaron artistas como Mœbius o Syd Mead. Donde se emplearon efectos digitales pioneros. Donde la cultura disco de finales de los 70 chocó con el floreciente mercado de los videojuegos para construir un paisaje colorista de neón y excéntricas competiciones (motos de luz, frisbees). Donde la banda sonora a base de sintetizadores de Wendy Carlos precedió la celebrada aportación de Daft Punk a Legacy. Es hablar de un imaginario irresistible en resumen, de una ventana a lo más icónico de los 80. Pero también, no habría que olvidarlo —que es justo lo que han hecho las secuelas—, de un momento histórico en el que todo pareció posible. Cuando, brevemente, pudimos mirar la tecnología con optimismo. 

Fotograma de la 'TRON' original

Lisberger, un artista cuyo vínculo con el cine era más bien testimonial —entonces solía decir que en los videojuegos estaba el auténtico futuro—, firmó un panfleto tecno-utópico. Según este la Red (metonimia imposible de cualquier avance en el marco digital) coexistía en igualdad con nuestro mundo, llena de posibilidades de progreso y gozo para la totalidad de la población. Por eso el héroe debía ser alguien como Flynn (Bridges), el hacker que se introducía en el mundo digital con, curiosamente, un propósito muy pedestre: obtener pruebas de que le habían robado los diseños de unos videojuegos muy famosos. TRON se sustentaba en un conflicto por la propiedad intelectual.

Este conflicto cubría, sin embargo, inquietudes que llegan hasta la actualidad. No solo por la intersección de IA y derechos de autor que hoy preocupa a artistas de todos los ámbitos, sino porque TRON retrataba una Red cuyo gran enemigo era la voracidad corporativa. La pulsión de controlar el vínculo entre creador, creación y usuario según un sistema económico sin siquiera rostro humano —el Control Central, otra IA desmadrada— que podía llegar a estropearlo todo. Pese a los esfuerzos de Flynn, y ciñéndonos al mundo real de 2025, parece obvio que es lo que ha terminado pasando.

Atrapados en los 80

El filósofo Jacques Derrida acuñó el concepto “hauntología” en 1993 según su propósito de estudiar los llamados “futuros perdidos” de la historia: esos puntos en el tiempo que habrían presagiado cambios drásticos en la experiencia humana, y que, sin embargo, nunca llegaron a consumarse. Todo lo que rodea a TRON se presta a este esfuerzo, pues Lisberger defendía que otro Internet era posible antes siquiera de que Internet existiera. TRON incluso se adelantó tres años a la publicación del Manifiesto GNU, máximo estandarte del movimiento por el software libre. 

Un mundo digital de todos y para todos, horizontal, que esquivara la tentación capitalista del cercado y la segmentación mercantil. TRON aseguraba que esto era inevitable mientras contaba en su seno con las semillas de su propia perdición. Parte del personal que la hizo posible venía de trabajar como informáticos en las oficinas de Palo Alto, California. Es decir, lo que se conoce como Silicon Valley. De donde proceden Mark Zuckerberg, Elon Musk, Jeff Bezos: gente que se las daba de Jeff Bridges y ahora no son más que millonarios de afinidades fascistas con sumo desinterés por el software libre. O por una Red democrática. O por los derechos humanos. 

Ante este panorama no queda otra que comprender la decisión de Legacy y Ares de haberse refugiado en el optimismo de la primera película, permaneciendo en un pasado inmóvil donde no existe el capitalismo de plataformas ni la Red es capaz de manipular a la población obedeciendo a los intereses de las élites. Pero, precisamente por este empeño en permanecer en 1982, la saga TRON sería proclive a un estudio hauntológico, sirviendo para detectar las potencialidades de nuestro presente según aquel pasado cancelado… Pero vivo dentro de la ficción. ¿Qué es lo que ha hecho la saga TRON con esta posibilidad, no obstante? En efecto: un parque temático para nostálgicos.

Los protagonistas de 'TRON Ares'

En la nueva atracción de este parque temático, el Ares de Jared Leto asegura que le encanta la música de los 80 como prueba de su repentina humanidad. Depeche Mode, en concreto. Entretanto, el videojuego de Space Paranoids que diseñó Flynn (inspirado en el mítico Space Invaders) ha tenido tanto éxito como para espolear eventos multitudinarios del estilo de la Comic-Con, y el argumento de Ares se resume a la disputa de los CEO de dos macrocompañías —Greta Lee, descubierta en Vidas pasadas, contra Evan Peters— por el modo más conveniente de trasplantar elementos de la Red en el mundo físico. Greta Lee, la heroína de Ares que terminará aliándose con el Ares homónimo, quiere usar esta posibilidad para algo parecido al “bien”. 

Con lo que TRON: Ares no es ajena en modo alguno a las derivas ideológicas de nuestro presente. Es más: acepta plenamente sus marcos. Aunque no haya Internet asume que el sistema es el que es, y según las servidumbres de su modelo productivo intensifica la nostalgia hacia la propia TRON: hay una secuencia completa que evoca el acabado retro del filme de 1982 con la obligada reaparición de Bridges. A la película, entonces, no le queda otra que ser previsible y conservadora. Como ya lo era TRON: Legacy. Una traición a la promesa ochentera de TRON. Otra derrota.

Ahora bien, para disimular que no tiene nada que decir a esta TRON: Ares le sigue quedando la estética. También ese empeño por reflexionar sobre la conciencia de las IA —que no deja de estar desfasado en los tiempos de ChatGPT—, pero, sobre todo, eso, la estética. Es lo que, hauntologías aparte, ha pervivido durante más de 40 años, y algo a lo que TRON: Ares se entrega con mayor fortuna que Legacy. Mientras que la película de Kosinski resultaba rutinaria e hinchada, Ares posee una agilidad admirable, que se sabe aprovechar de la sencillez de su argumento para encadenar asombrosas secuencias de acción, incluso de mera contemplación.

Este regreso a la Red —donde, al priorizar la perspectiva de las huestes del Control Central, todo posee un magnético color carmesí— está planificado con solvencia y sentido de lo molón. No termina de sacarle partido a la idea de entremezclar la Red con el mundo al que pertenece Greta Lee —la presencia de las motos de luz y las naves de Space Paranoids en paisajes urbanos se agradece, ¿pero por qué todo tiene que pasar de noche, y con una fotografía tan inexpresiva?—, aunque al igual que pasa con su conformismo, termina dando igual entre la potencia del conjunto. 

Lo que más ayuda en esto, sin duda, es la banda sonora de Nine Inch Nails. Una dignísima sucesora de las partituras de Wendy Carlos y Daft Punk, que realza la práctica totalidad de los fotogramas de Ares. En ocasiones rozando el exceso, igualmente sin dejar de ser eficaz hasta extremos ridículos. De modo que TRON: Ares es una película muy, muy disfrutable. Satisfactoria, vertiginosa incluso. También ciertamente vacía, aquejada por la certeza de su transitoriedad. Lo que es un parque temático, vaya. Llevamos ya unos cuantos años con películas así, sabemos cómo va.

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